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Manuel Bellido Mora | Old wine blues

Mucho antes de que el mundo deviniese en aldea global vía Internet, el personal, el espécimen humano quiero decir, estaba interrelacionado sin saberlo ni sospecharlo. Lo que ahora, para salir al paso, se busca apresuradamente en la Wikipedia y en los confines de la red, tiempo atrás se escondía entre los versos de los poetas, esos seres graduados en la ciencia de las palabras exactas.


Los jóvenes, desnortados ante una sociedad que les negaba explicaciones, acudían a las metáforas para reconocerse en ellas. Entre endecasilabos o sutilmente adheridos a algunos sonetos, allí encontraban su verdadera dimensión como seres de carne, hueso y alma.

Quizás, producto de ese ejercicio espiritual que es la comunión con el verbo, algunos pensasen que, en su descubrimiento literario, también habrían de encontrar a Dios. No digo yo que no, pero menudos avatares traen este tipo de iluminaciones que, por lo pronto, te conducen a la levitación, al aislamiento térmico del calor de tus semejantes.

Otros, en cambio, sencillamente andaban detrás de su voz. Confusos y titubeantes, desbrozaban la literatura, la copiaban e imitaban de madrugada hasta sabérsela de memoria, línea tras línea, para encontrarse consigo mismos. Pero la voraz, la insaciable lectura a veces, demasiadas veces, no bastaba.

Lo ha dicho estos días Leonard Cohen, el exquisito bardo canadiense al ir a recoger el entorchado que merece como nadie: el del Príncipe de las Letras. En su emocionado discurso, el cantor de Suzanne, el rehacedor de El Partisano, la voz suplicante de amor, ha recordado cómo siendo un estudiante en su Montreal natal buscaba ansiosamente su voz en los libros de los poetas ingleses. En ocasiones con desespero.

“Conocía bien su obra, copiaba sus estilos, pero no encontraba el tono”, explicó de manera confidencial con frases pausadas y rugosas como quien desenvuelve un antiguo secreto. Y esta confesión, remontándose por su ya larga vida hasta su escurridiza juventud, la hizo de la misma manera que canta, entonando un susurro.

¡Ah, el tono! Una vez, cuando la ferocidad de la vida y los contratiempos habían logrado que un escritor a quien admiramos declinase lo más sagrado, abdicara del deseo de ponerse ante el papel, le preguntamos a Pepe Cobos por las razones de su silencio.

Estaba en Los Toneles, una desaparecida taberna situada en la calle Fernando de Córdoba, frente a la antigua estación ferroviaria de la ciudad de la Mezquita. Pepe la frecuentaba diariamente, por la cercanía con su domicilio familiar, en la calle Fray Luis de Granada.

Allí, con su porte distinguido y la sabiduría en los labios al conversar con quienes le visitaban, esperaba el transcurrir de las horas. “Para eso, aparte de ánimo, es preciso encontrar el tono”, vino a decirnos, y andaba sobrado de razón. Pepe era meticuloso al hablar, medía con naturalidad lo que expresaba.

Uno puede tener oficio, presumir incluso de su destreza para encadenar oraciones con acierto, pero sin el misterio del tono estás perdido. Eres una frase vacía, inerte. Hoy al leer las declaraciones de Cohen, lo he asociado a la figura del escritor bodeguero montillano.

Porque es esa angustiosa pero indispensable captura del tono lo que los une, sin que ellos, en distantes lugares del planeta, lo puedan llegar a intuir y, puesto que no se conocen, llegaran a tener conciencia de esta inadvertida relación. Pero, al recapacitar sobre tan enigmática coincidencia, se puede observar que no acaban aquí los nexos entre ambos.

Para contar cómo desde muy pronto se identificó con España, el autor de Hallelujah habló de su guitarra “Conde”, “hecha en la calle Gabenas de este país. Es un instrumento de hace 40 años. Lo saqué de la caja, era como si estuviera llena de helio. Muy ligera. Me la puse en la cara, miré lo bien diseñada que está y olí su fragancia de madera viva. Sabemos que la madera nunca llega a morir. Olía a cedro, tan fresca como el día que la compré”, relató con parsimonia y hondura ante el expectante, enamorado silencio de quienes, conmovidos por lo extraordinario del discurso, llenaban el Teatro Campoamor de Oviedo.

En su fecunda actividad como bodeguero, Pepe Cobos también percibía a diario el aroma de la madera, de la de cedro con la que tradicionalmente se han fabricado los bocoyes. Y como Leonard Cohen al tomar su guitarra, él también la sabía viva y útil, conteniendo el vino en barricas de redondeadas formas, sabiamente perfiladas para acunar en su seno la dulce melodía del vino. La callada canción del vino, amable y entregada para quienes la quieran escuchar. Y no todos saben hacerlo.

® RAFA JIMÉNEZ ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

Mike Vernon, sí. El afamado y prestigioso productor británico ha estado, lo que son las cosas, unas horas en Montilla, disfrutando, con su esposa Natalie, de las Bodegas Cabriñana, cuyo propietario José Carbonero Mejías lo había invitado para nombrarlo “alumno aventajado” en la ceremonia anual de celebración del vino nuevo de este centenario lagar de la Sierra.

Su visita lo ha puesto en contacto con esta costumbre de origen familiar que se reaviva cada otoño para festejar el mosto natural, cuando éste aunque aún retiene su esencia afrutada ya empieza a dar signos de su inminente transformación en vino hecho y derecho.

Vernon, que sabe un rato de arte y que está acostumbrado a tratar con delicados materiales musicales de todas partes del mundo, supo automáticamente acompasar su exigente oído al ancestral sonido, tan peculiar y persuasivo, de la bodega con sus dos hileras de botas que, magnéticamente, ponen en contacto el cielo y el suelo.

Y todo esto, este cordial y propicio paseo entre tinajas y barriles, ocurría casi al mismo tiempo que, en la otra punta de la península, el elegante compositor nacido en Montreal recibía el diploma y los atributos como flamante Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Es posible que sólo se trate de una confabulación del calendario, una más, pero resulta irrecusable que la casualidad ha vuelto a establecer entre dos personas alejadas geográficamente unos lazos invisibles. Ambos son músicos, guardan una estrecha relación con España y, con su portentoso y refinado quehacer, nos procuran una existencia placentera poniéndole el perfecto fondo sonoro a la vida.

Desde los 18 años en que firmó su primer contrato con la compañía londinense Decca, Mike Vernon ha producido más de medio millar de grabaciones, una gran parte de ellas a través de su propia empresa discográfica denominada, cómo si no, Blue Horizon.

Su labor, metido en los estudios como un avispado cazatalentos que lo ha llevado a viajar por todo el planeta, de Europa a África, de Asia a Estados Unidos es, por múltiples y variados motivos, comparable a la del guionista en el cine. Sin un buen libreto, es imposible redondear una buena película, de la misma manera que, por carecer de la capacidad y la magia del productor adecuado, un disco está condenado al fracaso.

Puede afirmarse sin temor a equivocaciones que los que han pasado por sus manos, en una altísima proporción, son piezas claves para entender la evolución de una de las músicas de raíz más influyentes en nuestro tiempo: el blues.

John Mayall, Eric Clapton, Ten Years After, David Bowie, por citar solo una mínima parte de los consagrados artistas que han trabajado a sus órdenes, lo saben. Y, cada vez que se ven, les falta tiempo para agradecérselo, ya que fue gracias a su intervención lo que ha hecho que, varias décadas después de registrarse, esas grabaciones continúen sonado en todo el mundo, y además no cesan de ser reeditadas.

® RAFA JIMÉNEZ ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓNHuyendo de las prisas y las inconveniencias de las grandes ciudades, Mike Vernon lleva diez años residiendo en una casa de campo, entre Archidona y Antequera. Allí, ajeno a las presiones del reloj y del almanaque, prepara sus memorias. Le llevará tiempo redactarlas, porque es mucho y muy sustancioso todo lo que tiene que contar.

Por eso, y porque se ha visto hechizado por el flamenco, su decisión de hacerse británico andaluz no es una jubilación infructuosa bajo el sol que más calienta. Al contrario. Dará de sí, pues además del proyecto editorial que tiene entre manos, le tienta acercarse al cante hondo en el que detecta fundamentos y un sentido del ritmo emparentados con el blues.

A su paso por Montilla, acompañado por el grupo antequerano Los García, no sólo degustó el vino. Hizo algo que casi tenía prácticamente olvidado: subirse al escenario para cantar tres clásicos del rock and roll. El privilegiado público aún paladea el recital de clase y el espectáculo único que, como una parte más del agasajo, se le puso por delante.

Sería presuntuoso atribuir exclusivamente esta mini actuación a la euforia del vino, pero es seguro que algo tuvo que ver. Cuando bajó del escenario, dejó su impresión estampada con tiza sobre el fondo de una bota: “Gracias por la invitación. Qué experiencia tan maravillosa poder escribir en uno de estos bonitos barriles”.

Pues eso. Gracias Mike, porque contigo la bodega rockera de Cabriñana, en la que proliferan las firmas de reputados músicos, sube un escalón y se hace internacional. Quién nos lo iba a decir cuando, siendo unos adolescentes, escuchábamos atentamente sus discos, todos aquellos que, en los créditos, llevaban en letra rotulada y nítida su nombre. El nombre del blues.

MANUEL BELLIDO MORA
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