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Los vinos nuevos de tinaja

Cada año, el otoño trae al Aljarafe sevillano el sabor fresco e irrepetible del mosto. Así han denominado siempre en esta comarca al vino nuevo, no para referirse al zumo de uva, sino al vino ya fermentado de la última vendimia. Como una ceremonia que se repite sin apenas variantes, estos pueblos celebran como un maná único el aroma afrutado de estos vinos. Sevilla no es ciudad vinatera, sino cervecera de pulso y de tradición.

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Pero alcanzadas estas fechas, estos pueblos, que anuncian el paso a la provincia de Huelva, abren sus cascos de bodega y otros cascotes improvisados a visitantes propios y foráneos, que festejan el otoño con largos tragos de vino. Es un hábito y una fiesta particular que se repite desde hace más de treinta años en una zona en la que los vinos son cada día más escasos y en la que con toda probabilidad algunos de los caldos que degustamos estos días son fruto de otras comarcas ajenas o limítrofes.

El origen de esta tradición se remonta al hábito de vender este mosto a granel en antiguas bodegas que, mor de los nuevos tiempos, se han transformado en bares y restaurantes, y donde los vecinos, mientras les llenaban el recipiente de estos caldos afrutados, mataban la espera con unas virutas de panceta ibérica y un trozo de pan, que acompañaban con un vaso de este vino nuevo.

En la zona Montilla-Moriles, sin embargo, el vino mosto siempre fue un trago fiel a boca de tinaja, una ceremonia improvisada en la que romper el velo de flor era un festejo y un hábito; pero no era un reclamo publicitario, sino una seña de identidad, un vino que se bebía entre íntimos sazonado con los productos de la matanza. Tanto es así que la bibliografía especializada apenas dedica unas líneas a este vino nuevo, porque desde siempre se ha aplicado todo el empeño y la sabiduría al estudio, elaboración y comercialización de los vinos de crianza.

Una noche de excesos en Madrid, con Carmen Calvo, Pepe Nevado y Antonio Gala, cuando ya teníamos el color cardenalicio de los tintos dibujado en las chaparretas de nuestra propia mirada, el escritor cordobés, que presume como nadie de conocer bien esta tierra, se sorprendió de la descripción de aquellos vinos afrutados que se bebían a boca de tinaja después de haber roto el velo de flor.

Le explicamos en qué consistía aquella ceremonia mágica, y tampoco sé qué pasaría por su cabeza en aquellos instantes, porque me insistió e insistió en que quería participar personalmente en aquel acto de romper la virginidad a alguna de aquellas tinajas de la sierra de Montilla. Y así fue. En diciembre de 1996, la Cofradía de la Viña y el Vino lo nombró embajador de los pagos de estas tierras, antes de recorrer la Ruta de los Lagares de la Sierra.

Desde luego, la anécdota no es baladí –nunca mejor utilizado este término-, porque nos muestra a las claras cómo este mundo del vino de tinaja era hasta hace poco un tema sólo de andar por casa. Primero, la Cofradía de la Viña y el Vino inventó la Ruta por los Lagares de la Sierra. Después, la Asociación de Lagares rentabilizó el proyecto con vistas a dinamizar la economía de la zona con la comercialización de estos caldos.

Tiene el otoño en estas tierras un paisaje tópico de estación nostálgica. En otras regiones, el otoño es un invierno anticipado y descontextualizado, lluvioso en exceso y frío sobremanera. Aquí, el otoño trae las tierras pardas, los pámpanos amarillos, los sarmientos quemados. La tierra es austera o pobre, y los cielos nublados y el frío incipiente visten la estación de un tiempo efímero que anuncia el intempestivo invierno.

Los terrenos aquí son ondulados y blancos. Suelo de alberos o albarizas, pobre en materia orgánica natural, poco fértil y con alto grado retentivo de humedad. La vid, se sabe, no habita suelos ricos, sino terrenos marginales y pobres siempre que sean profundos. Su raíz, en busca de agua y nutrientes, puede alcanzar hasta los cuatro metros, característica ésta que favorece su cultivo en climas cálidos y secos.

Hasta hace unos años, un paseo en estas fechas por la sierra de Montilla nos mostraba unos campos que tenían amplias zonas de tierras peladas, donde antes la viña o el olivo tejían una abrupta alfombra de ramas y de troncos y de frutos. La vida ha vuelto a estas tierras, y con las nuevas tierras cultivadas, hemos recuperado también la Fiesta del Vino Nuevo.

El vino joven, denominado indistintamente, según la zona, "mosto", "vino mosto", "vino nuevo" o "vino de tinaja", es vino sin crianza, con aromas primarios, propios de la variedad; y secundarios, generados en la fermentación. Son vinos frescos, aromáticos y de una equilibrada acidez.

El "vino nuevo de tinaja de Montilla-Moriles", como ahora se le denomina, es el vino joven más común, la variedad más tradicional. Su graduación mínima es de 13 grados, pero lo común es que alcance los 14 o los 15. Procede de la uva Pedro Ximénez.

Visto al trasluz del catavinos este vino es pálido, amarillo verdoso, limpio y brillante. Suele tener aromas fermentativos. Pero cuando la fermentación se ha llevado a cabo en tinajas de cemento tradicional o “conos”, como se les llama en estas tierras, presenta aromas a levadura, a miga de pan recién cocido, a tierra mojada, en detrimento de los aromas varietales, para los que la uva Pedro Ximénez no es generosa.

En la boca, el punto del carbónico le presta una alegría imprescindible de frescura. Es suave, casi dulce, por su falta de acidez, lo que lo hace menos brillante que otros vinos jóvenes, pero más agradable de beber.

De esta misma variedad de uva proceden los vinos jóvenes Pedro Ximénez. Estas uvas, como se sabe, se exponen al sol hasta su pasificación. Son vinos muy dulces, con contenidos superiores a 250 gramos de azúcar por litro, aunque lo normal es que alcancen hasta los 400 gramos por litro.

Su contenido alcohólico suele ser de 15 grados. Es un vino con aromas a frutas pasas, a higos, a miel o a dátiles. En el paladar es suave, denso y untuoso, aterciopelado. Su color va del ambarino con brillos rojizos hasta caoba.

Sin embargo, el mapa de variedades de estos vinos jóvenes se ha ampliado considerablemente en los últimos diez años. Los planes de reestructuración y reconversión varietal del viñedo han introducido en la zona de Denominación de Origen Montilla-Moriles nuevas variedades de viñas.

Como es lógico, estos vinos nuevos reproducen aromas y sabores característicos de la uva de que proceden. Los vinos procedentes de la uva chardonnay son de color blanco pálido y brillante, con aromas más fragantes, a frutas tropicales, a plátano y a manzana. En la boca mantienen una equilibrada acidez.

Los vinos elaborados con verdejo nos devuelven aromas a frutos cítricos, más al limón y a la lima que a la naranja. Son de color amarillo pálido, y ácidos en la boca. La sauvignon blanc, por el contrario, nos trae aromas de manzana verde; y la moscatel de grano duro, olor a rosas o florales.

Todas estas variedades de uva fermentan en depósitos de acero inoxidable a temperaturas controladas de 18 a 20 grados centígrados, con el fin de preservar sus aromas. Suelen alcanzar una graduación natural de entre 10 y 13 grados.

Normalmente, estos vinos se comercializan en “coupage”, es decir, mezclados con otras variedades de uvas, incluida la de Pedro Ximénez de la zona Montilla-Moriles. Son vinos de color pálido, con tonos más o menos verdosos o dorados, y ligeramente ácidos en la boca.

Pero desde el año 2000, esta reestructuración y reconversión de la zona ha abierto sus posibilidades de mercado también a los vinos rosados y tintos jóvenes, con una denominación específica: “Vinos de la Tierra de Córdoba”. Estas uvas tintas alcanzan ya una extensión en torno a las 900 hectáreas y suponen un pilar importante para la revitalización de la actividad vitivinícola de la zona Montilla-Moriles. Las variedades más comunes son la cabernet sauvignon, la merlot, la syrah y la de tempranillo.

Estos vinos rosados alcanzan los 11 grados. Su color va del rosa pálido a otro más ligeramente anaranjado. El aroma es fresco con toques afrutados. Su sabor es suave, armónico y característico. Los tintos jóvenes, en cambio, alcanzan los 12 grados. Su color va del rojo cardenalicio al rojizo rubí. Su aroma también es fresco y afrutado. Y su gusto, también suave, armónico y característico.

Robert Parker, el crítico de vinos más influyente del mundo, advierte de que hay belleza en todos los estilos de vino y que el consumidor es inteligente y cada día está más informado. Estos vinos nuevos de Montilla-Moriles, como consecuencia, los debemos entender como un complemento y también como una alternativa a los vinos con envejecimiento, no como una competencia coyuntural o un hermano menor de aquellos, sino como un objetivo empresarial capaz de enriquecer a todos los pueblos que conforman esta denominación de origen.

En cualquier caso, el futuro todavía nos muestra otras aristas potencialmente esperanzadoras. Me refiero al enoturismo como fuente de riqueza y de empleo. El censo de lagares en estas tierras ha descendido considerablemente en los últimos años.

Hoy sólo encontramos la quinta parte de los existentes unos años atrás. Estos lagares no sólo son nuestro patrimonio histórico y cultural, sino nuestras señas de identidad, la prolongación de nuestra propia casa.

Pepe Cobos escribió que el viajero que se acerca a Córdoba primero debe visitar en la capital las catedrales de piedra para después perderse en las catedrales de roble de la campiña. Habrá que corregir ahora también a mi maestro y añadir que el viajero, posteriormente, debe subir a la sierra de Montilla a descubrir en los lagares los conos de cemento donde se crían estos vinos nuevos de tinaja.

Aquí el visitante puede soplar para romper el velo de flor e introducir el catavinos para llenarlo de vino mosto, suave y opulento a la vez, seductor y cercano, afrutado y alegre, sinuosamente burbujeante, cálido y fresco a la par, diferente en cada trago, un trago que no traiciona sino que acompaña y dulcifica la tarde de estos otoños diferentes, fríos y acogedores, nostálgicos y entrañables a la vez, ligeramente insinuantes y pretenciosamente enérgicos.

Balzac, en un libro que ahora ve la luz por primera vez en castellano, recuerda la anécdota de George Plantagenet, duque de Clarence, quien fue encarcelado en la Torre de Londres, acusado de participar en un complot contra su hermano, el rey Eduardo IV de Inglaterra. Condenado a morir y siendo buen bebedor, cuenta la leyenda que se le concedió el deseo de hacerlo ahogado dentro de un barril de malvasía. Leyendas como ésta circulan muchas por nuestra literatura en múltiples y variadas versiones.

Yo, en todo caso, prefiero aquel cuento local que narra cómo un operario de alguna de nuestras bodegas cayó en un depósito de vino y cuando sus compañeros de laboreo se disponían a lanzarle una soga o una escalera para rescatarlo, el pidió un jamón para acompañar sus largos tragos del vino en el que pretendidamente insinuaba ahogarse.

Sin necesidad de bañarnos por fuera, sí creo llegado el momento de hacerlo por dentro; es decir, degustando estos vinos nuevos. Pero antes quisiera narrar una breve anécdota que nos lleva del vino al ron, pero siempre sin dejar a un lado el nombre de Montilla.

Hace unos años, una alumna de Doctorado procedente de Brasil me preguntó dónde había nacido porque mi acento no le parecía muy sevillano. Cuando le respondí que en Montilla, ella me dijo: “Tu ciudad natal se llama como el ron de Brasil”. No entendí con exactitud su explicación, pero unos meses después tuve que viajar a Sao Paulo para dar un curso de Doctorado. Unos días después, paseando por la playa de Ponta Negra, en Natal, pedí un ron con Coca-Cola para apagar la sed. Y fue entonces cuando por primera vez vi la botella de ron con el rótulo Montilla impreso en la etiqueta.

El ron Montilla fue lanzado al mercado por la Industria Medelin en 1957 y adquirido por Seagram en 1970. Ya en 1980, Montilla logró vender un millón de cajas y en 2001 comercializó 1,9 millones, con lo que logró ser la marca número uno en su mercado.

En Brasil, tiene sus ventas concentradas principalmente en la Región Nordeste, aunque se puede adquirir en cualquier ciudad del país, y ha hecho que la marca sea un símbolo de la cultura local y el mejor patrocinador de eventos populares de la región como el Carnaval de Olinda, las Fiestas São João y numerosos proyectos populares.

El ron Montilla es hoy el más consumido de Brasil. En 2007 cumplió 50 años y celebró la fecha con el lanzamiento de una versión Premium. El Montilla Premium es un ron añejado de 18 años. La botella de vidrio incoloro de 750 mililitros posee un formato diferenciado de la línea regular, pero mantiene el diseño de la cintura de la marca.

La escena del pirata con loro que se repite en cada etiqueta desde hace décadas es todo un símbolo en el país, como lo pueden ser a otros niveles el personaje Bibendum de Michelin, el conejito de chocolate en polvo de Nesquik o Mr. Clean de Don Limpio.

El gabinete de comunicación de la empresa no nos supo decir el porqué se denominaba Montilla al producto de su empresa. Tampoco importa. Pero posiblemente mañana o pasado mañana, cuando nuestros vinos definitivamente se abran paso a este mercado americano, no necesitarán de más publicidad que recordarles a los brasileños el nombre del ron más apreciado en su país: Montilla.

Ahora subamos a la sierra.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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