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La última imagen de Gadafi

He visto estos días los videos en los que Gadafi es zarandeado y abofeteado por los rebeldes y después lo he visto muerto con un tiro en la cabeza como si fuera un trofeo de guerra. También vi cómo ahorcaban a Sadam Husein. Sin embargo, Augusto Pinochet murió cerca de su sillita de ruedas que le alejó de un juicio inevitable y necesario y Franco murió de un dolor prolongado y entubado hasta el culo porque sus sucesores no le querían dejar morir. Sabían que con su ausencia se volatilizaban sus prebendas y sus excesos.

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Vimos a las víctimas pudriéndose en mitad de la nada después del terremoto de Haití, pero no pudimos olfatear el hedor de los muertos de los atentados de Nueva York o de Londres. Los muertos no son todos iguales. Algunos tienen derecho a la intimidad y otros se exponen a la vergüenza pública para escarnio de todos los demás.

He visto estos días a un Gadafi que nunca imaginé vapuleado por quienes un día, con toda seguridad, se arrodillaron ante su presencia omnipotente para besar sus manos de dictador todopoderoso. Posiblemente, entre los rebeldes, que habrá de todo, también su sumarán los delatores y los farsantes, porque la vida no deja de ser una comedia mal interpretada en ocasiones.

He visto estos días la foto tomada también en Sirte después de la II Cumbre Afroárabe, donde Gadafi apoya sus codos en los hombros del egipcio Hosni Mubarak, hoy procesado, y del yemení Alí Abdalá Saleh, quien se sigue aferrando al poder en medio de la violencia, hasta que la violencia lo vuelque con un golpe de efecto. Es lo que tiene juntarse con lo mejor de cada familia en momentos convulsos.

Pero en estas revoluciones árabes, como en todo, hay muchas razones que las impulsan y muchas mentiras que las encumbren. La primera y permanente revolución fue siempre la del pueblo saharaui, que ahí sigue a la sombra de otras reivindicaciones en flor que llenan las primeras páginas de los diarios.

Pero el Sáhara no lucha contra un gobernante excéntrico como Gadafi, un dictador de mal gusto que vestía las sedas más untuosas y de peor gusto que pueden llenar un armario. Recibía a sus visitas bajo una carpa beduina y viajaba escoltado por una guardia personal de 30 vírgenes.

No supo delimitar bien sus amistades. Los mismos políticos que se fotografiaban con él hace poco más de un año, son quienes ahora han firmado su pena de muerte. Es lo que tiene beber con cualquiera no importa en qué lugar.

En 1969 derrocó al rey Idris, ya enfermo, con un golpe de Estado en toda regla. Ha muerto con la misma leche que le dio a otro. Quién lo diría. Acostumbrado a los golpes de Estado, también lo intentó en España. Ya lo conté. Ahora lo cuento.

En sus ademanes extravagantes había mucho de teatro y bastante más de cinismo. Por eso vestía trajes regionales. A Europa y a Estados Unidos no les gustaba su apariencia de criatura exótica pero sí el petróleo que almacenaba en el desierto. Tampoco gustaban de su coqueteo con el terrorismo internacional.

Era la década de los ochenta. Después de varios atentados contra intereses norteamericanos, el presidente Ronald Reagan optó por bombardear Trípoli y Bengasi. Las bases norteamericanas de Rota y Morón estaban en alerta roja. Italia y España, por su proximidad, temían una respuesta agresiva del líder libio.

Los bombardeos norteamericanos dejaron decenas de muertos en Libia, incluida una hija adoptiva de Gadafi. Esta actitud le condujo a su condena al ostracismo y a una vigilancia perpetua por su colaboración con el terrorismo internacional.

Estuvo marginado hasta hace sólo unos años en que los líderes europeos decidieron rehabilitarle para compartir las bondades de su petróleo, hasta que se dieron cuenta que era mejor tirarlo por la borda de la revolución que reír sus chistes ininteligibles y de mal gusto. Hasta José María Aznar le visitó, y fue compensado con un caballo árabe que sospecho nunca montará.

A los jornaleros del Sindicato de Obreros del Campo (SOC), capitaneados por Paco Casero, les pilló el bombardeo norteamericano en tierras libias. Intentamos hablar con ellos por teléfono pero no fue posible. A su regreso, entrevisté a Paco Casero, que me contó cómo habían vivido aquellos momentos de incertidumbre. Al parecer, nunca temieron por sus vidas y las bombas fueron a caer en lugares muy alejados de donde ellos dormían o intentaban dormir.

Ésa fue mi primera relación indirecta con Gadafi. La segunda la di a conocer hace unos meses en Montilla Digital y la recordé cuando el coronel Muamar al Gadafi manifestó que derrotaría a los rebeldes y que entraría en Bengasi como lo hizo Franco en Madrid en 1939.

Fue entonces cuando decidí recuperar aquellas notas extraviadas y darlas a conocer a nuevas generaciones, porque nadie supo entonces que su vocación por conquistar este país se remontaba a 1986, cuando intentó dar un golpe de estado en España auspiciado por un grupo de generales y coroneles ultraderechistas, capitaneados por el coronel Carlos de Meer.

El hecho guarda en sí mismo también su aspecto pintoresco, ya que el abogado defensor de este presunto coronel golpista era el abogado José María del Nido Benavente, hoy presidente del Sevilla Fútbol Club, quien fue responsable en Sevilla de las juventudes del partido ultraderechista Fuerza Nueva y cuyo padre, José María del Nido Borrego, fue responsable de este mismo partido en Andalucía.

Desde luego, las relaciones de Gadafi con España no se limitan a este esperpéntico proyecto. En 1978 Alejandro Rojas Marcos, líder del Partido Andalucista Andaluz (PSA), posteriormente denominado Partido Andalucista (PA), fue sorprendido por un turista sevillano en el aeropuerto de Trípoli. La prensa no perdió el tiempo y quiso relacionar la financiación del PSA con la revolución libia y con el pasado musulmán andalusí

En el fondo, Gadafi nunca renunció a la idea de reconquistar el sur de Europa no ya con armas y violencia, sino, como él mismo dijo, con la mera penetración de decenas de miles de musulmanes en el país. En cualquier caso, esta verdad también es parcial, pues en las distintas intentonas de golpes de estado que tuvieron lugar en los años de la transición, al menos en una de ellas estuvo implicado el coronel Muamar al Gadafi.

La historia de este fallido golpe de estado se remonta a 1986, cuando el coronel Carlos de Meer viajó a Libia para entrevistarse con el coronel Muamar al Gadafi. El militar español, según un informe del Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), dijo al líder libio que pretendía dar un golpe de estado en España. Por esta razón se le abrió una causa por delito de conspiración a la rebelión militar, que fue archivada por la Audiencia Nacional.

Un mes después de que se diera carpetazo a aquella causa, De Meer fue juzgado en la Capitanía General de Sevilla por abandono de residencia. En el desarrollo del consejo de guerra, celebrado en 1987, se reconstruyó el viaje al país árabe y los fines del mismo.

Un informe del CESID aseguraba que De Meer se había entrevistado el 17 de enero de 1986 en un hotel con el embajador libio, Saed Esmaiel, y los ultraderechistas José Antonio Assiego y Enrique Moreno, a los que comunicó su intención de viajar a Libia y de constituir un grupo político de carácter africanista, así como de incrementar su acercamiento con los países árabes.

Según el mismo informe del CESID, De Meer propuso a Gadafi no solo la creación de un periódico ultraderechista sino su intención de dar un golpe de estado e instaurar en España una democracia orgánica, en la que no tuvieran cabida los partidos políticos y donde la política exterior encontraría su eje en la ruptura diplomática con Israel y con los países de la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). Al parecer, siempre según el mismo informe del CESID, Gadafi prometió a De Meer una importante cantidad de dinero para la realización de su empresa.

Hoy ya poco importa. La historia, en ocasiones, busca el atajo más breve o imprevisto. Hasta Dominique Lapierre y Larry Collins publicaron una novela inspirados en las aspiraciones terroristas de Gadafi: El quinto jinete.

El libro no es sino un ficticio anticipo de un atentado en Nueva York de la envergadura del 11-S. El barro de la historia deja huellas indelebles cuando se solidifica, pero la memoria del ser humano es tan quebradiza como el trozo de cerámica que se precipita impotente al vacío.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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