Un monstruo está emergiendo insaciable, y al que inauditamente estamos contribuyendo a alimentar, en todo el mundo islámico. Lo está haciendo también y de manera creciente en el África más cercana, en el Magreb y en el Sahel, del Chad al Mali y a Níger; de Egipto y Libia a Mauritania. En los poblados anclados en la miseria y el neolítico florecen espectaculares mezquitas nuevas y, junto a ellas, la más dotada “madrassa”. El dinero para ello fluye sin parar, regando el integrismo.
Es la vuelta -tras los leves balbuceos de estadistas ahora sepultados junto a sus ideas como Nasser- a la tiniebla medieval, al fanatismo, a la teocracia. La atrocidad de Libia -que hemos vislumbrado en el atroz linchamiento, vejación y profanación del cadáver de su sátrapa- no acaba sino de comenzar con la imposición de la Sharia, esto es, el sometimiento de cualquier ley, constitución, estado o individuo, aunque ni siquiera profese tal religión, a las leyes del Corán: la presunta verdad revelada de un Dios e interpretada por sus sacerdotes de la manera más opresiva, por encima de los hombres y sus leyes.
Eso es lo que avanza incontenible y con lo que, en un futuro muy cercano, habremos de enfrentarnos y habrá de enfrentarse nuestro sistema de valores, de libertad, de igualdad, de Derechos Humanos y de democracia.
Es aún peor: lo tenemos dentro y bien lo sabemos en España, aunque perdidos en conspiraciones parecemos haber olvidado la terrible lección del 11-M. En más de un diez por ciento de las mezquitas donde se reúnen el millón largo de musulmanes que se han establecido entre nosotros -pero que cada vez se alejan más de la integración y tienden al gueto- se predica el odio y el fanatismo más extremos.
Se loa la Guerra Santa y se insta a establecer, primero, zonas donde la Constitución y las leyes españoles son sustituidas por las dictadas por su libro santo e interpretadas por sus ulemas y emires. Pero se tiene como objetivo final la nueva conquista del territorio que, consideran, les pertenece. Y solo con no cerrar los ojos por las calles es visible el avance de sus prédicas y doctrinas.
Pero no queremos verlo. Ni siquiera cuando los informes de las Fuerzas de Seguridad se hacen cada vez más alarmantes acerca del germen que se está sembrando. Cualquier voz de alerta es contestada -como puede que lo sea ésta- con la inmediata estupidez de que es "racismo y xenofobia". Y con ello se quedan tan anchos y con su pegatina de progres bien pulida.
Pero es el más brutal retroceso hacia la barbarie y hacia la Edad del Hierro lo que se está extendiendo por el mundo. A día de hoy, en esa guerra hay cuatro prisioneros nuestros. Pagaremos para que mañana puedan coger una veintena y habremos de pagar también -y cada vez más- por ellos.
Postdata: para el Frente Polisario, el hecho de que el rapto de los cooperantes se haya producido en su propia capital y sede de su Gobierno, Rabouni, es un mazazo tremendo y un aviso de Al Qaeda de que ellos son cada vez más los que mandan en el Sahara y en el Sahel.
Es la vuelta -tras los leves balbuceos de estadistas ahora sepultados junto a sus ideas como Nasser- a la tiniebla medieval, al fanatismo, a la teocracia. La atrocidad de Libia -que hemos vislumbrado en el atroz linchamiento, vejación y profanación del cadáver de su sátrapa- no acaba sino de comenzar con la imposición de la Sharia, esto es, el sometimiento de cualquier ley, constitución, estado o individuo, aunque ni siquiera profese tal religión, a las leyes del Corán: la presunta verdad revelada de un Dios e interpretada por sus sacerdotes de la manera más opresiva, por encima de los hombres y sus leyes.
Eso es lo que avanza incontenible y con lo que, en un futuro muy cercano, habremos de enfrentarnos y habrá de enfrentarse nuestro sistema de valores, de libertad, de igualdad, de Derechos Humanos y de democracia.
Es aún peor: lo tenemos dentro y bien lo sabemos en España, aunque perdidos en conspiraciones parecemos haber olvidado la terrible lección del 11-M. En más de un diez por ciento de las mezquitas donde se reúnen el millón largo de musulmanes que se han establecido entre nosotros -pero que cada vez se alejan más de la integración y tienden al gueto- se predica el odio y el fanatismo más extremos.
Se loa la Guerra Santa y se insta a establecer, primero, zonas donde la Constitución y las leyes españoles son sustituidas por las dictadas por su libro santo e interpretadas por sus ulemas y emires. Pero se tiene como objetivo final la nueva conquista del territorio que, consideran, les pertenece. Y solo con no cerrar los ojos por las calles es visible el avance de sus prédicas y doctrinas.
Pero no queremos verlo. Ni siquiera cuando los informes de las Fuerzas de Seguridad se hacen cada vez más alarmantes acerca del germen que se está sembrando. Cualquier voz de alerta es contestada -como puede que lo sea ésta- con la inmediata estupidez de que es "racismo y xenofobia". Y con ello se quedan tan anchos y con su pegatina de progres bien pulida.
Pero es el más brutal retroceso hacia la barbarie y hacia la Edad del Hierro lo que se está extendiendo por el mundo. A día de hoy, en esa guerra hay cuatro prisioneros nuestros. Pagaremos para que mañana puedan coger una veintena y habremos de pagar también -y cada vez más- por ellos.
Postdata: para el Frente Polisario, el hecho de que el rapto de los cooperantes se haya producido en su propia capital y sede de su Gobierno, Rabouni, es un mazazo tremendo y un aviso de Al Qaeda de que ellos son cada vez más los que mandan en el Sahara y en el Sahel.
ANTONIO PÉREZ HENARES