El día que su furgoneta le llevó al Puerto de Santa María se quedó literalmente pillado, especialmente con la Taberna de Manolo Obregón. No es lujosa, ni mucho menos, ni tampoco una remozada bodega de diseño... ¡Para nada!; no lo necesita.
A Pepillo California, lo que más le gustó de tan peculiar ubicación, fue esa autenticidad que dan los años vendiendo vino a granel, con carteles taurinos bien oreados y la sabiduría gaditana condensada frente a una copa. Fue en este lugar donde le surgió la loca idea de recuperar, incluso de tomar por la fuerza, los perdidos templos del vino montillano.
Atrás quedaban años de resignación, de permanente cabreo cada vez que veía como sus tabernas de guardia iban cayendo, y aún peor, cuando alguna cerraba por reformas. Para Pepillo ver a los albañiles sacando escombros o metiendo mezcla era peor que mentarle a la bicha.
Así le pasó con su querida Chiva, donde siguió tomandose sus medios después del “lifting”, pero lo hacía en silencio, sin querer mirar la nueva y perfecta ornamentación. Para sus adentros, se ciscaba en todo lo que volaba, se repetía una y otra vez que aquella no era su taberna principal de la calle El Santo.
Por momentos soñaba que estaba en plena pesadilla de la que pronto despertaría y así todo volvería a ser como antes. Pero la realidad puñetera le enumeraba la lista de bajas, recordándole la perdida de los últimos bastiones vitivinícolas de la calle Enfermería, Juan Colín o la de San José y, para colmo, la taberna de El Bolero también había sido pasto de la cirugía estética.
En su afán por reconfortarle, los amigos de Pepillo California le expicaban que esas reformas eran necesarias, que en tiempos perros como estos, evolucionas o mueres, y que La Chiva o El Bolero seguían siendo lugares autenticos, pese a los nuevos aires del decorado.
De nada servía tanta palabra pues, con el tiempo, Pepillo se había convertido en todo un talibán del vino y de la taberna montillana. Al igual que su amado liquido elemento, en su cabeza había fermentado la idea de echarse al monte, a la sierra, para meterse de ocupa en alguna lagareta abandonada y sobrevivir robando vino de las bodeguillas colindantes.
Pronto este pensamiento fue dando paso a otro mucho más ambicioso y su visita a la taberna Obregón portuense fue el catalizador a la hora de tomar una drástica decisión: reunir a un grupo de tabernícolas irreductibles -alguno de los cuales había cambiado de identidad y, como fachada, se había pasado al Fanta-, rehabilitar a los complnches reconvertidos al abstemio lado oscuro, prepararse a fondo, y ultimar todas las variantes, por peligrosas que estas fueran, del descabellado plan que cambiaría la historia de Montilla para siempre.
Así nació el temible Comando Fanega, con un día D, una hora H y un objetivo: recuperar para su causa nada menos que la inexpugnable Casa Palop... pero esa es otra historia, que tal vez un día les cuente.
A Pepillo California, lo que más le gustó de tan peculiar ubicación, fue esa autenticidad que dan los años vendiendo vino a granel, con carteles taurinos bien oreados y la sabiduría gaditana condensada frente a una copa. Fue en este lugar donde le surgió la loca idea de recuperar, incluso de tomar por la fuerza, los perdidos templos del vino montillano.
Atrás quedaban años de resignación, de permanente cabreo cada vez que veía como sus tabernas de guardia iban cayendo, y aún peor, cuando alguna cerraba por reformas. Para Pepillo ver a los albañiles sacando escombros o metiendo mezcla era peor que mentarle a la bicha.
Así le pasó con su querida Chiva, donde siguió tomandose sus medios después del “lifting”, pero lo hacía en silencio, sin querer mirar la nueva y perfecta ornamentación. Para sus adentros, se ciscaba en todo lo que volaba, se repetía una y otra vez que aquella no era su taberna principal de la calle El Santo.
Por momentos soñaba que estaba en plena pesadilla de la que pronto despertaría y así todo volvería a ser como antes. Pero la realidad puñetera le enumeraba la lista de bajas, recordándole la perdida de los últimos bastiones vitivinícolas de la calle Enfermería, Juan Colín o la de San José y, para colmo, la taberna de El Bolero también había sido pasto de la cirugía estética.
En su afán por reconfortarle, los amigos de Pepillo California le expicaban que esas reformas eran necesarias, que en tiempos perros como estos, evolucionas o mueres, y que La Chiva o El Bolero seguían siendo lugares autenticos, pese a los nuevos aires del decorado.
De nada servía tanta palabra pues, con el tiempo, Pepillo se había convertido en todo un talibán del vino y de la taberna montillana. Al igual que su amado liquido elemento, en su cabeza había fermentado la idea de echarse al monte, a la sierra, para meterse de ocupa en alguna lagareta abandonada y sobrevivir robando vino de las bodeguillas colindantes.
Pronto este pensamiento fue dando paso a otro mucho más ambicioso y su visita a la taberna Obregón portuense fue el catalizador a la hora de tomar una drástica decisión: reunir a un grupo de tabernícolas irreductibles -alguno de los cuales había cambiado de identidad y, como fachada, se había pasado al Fanta-, rehabilitar a los complnches reconvertidos al abstemio lado oscuro, prepararse a fondo, y ultimar todas las variantes, por peligrosas que estas fueran, del descabellado plan que cambiaría la historia de Montilla para siempre.
Así nació el temible Comando Fanega, con un día D, una hora H y un objetivo: recuperar para su causa nada menos que la inexpugnable Casa Palop... pero esa es otra historia, que tal vez un día les cuente.
JOSÉ LUIS SALAS