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Bombay Shafire

En una ocasión me preguntaste qué significaba para mí el amor. No supe contestarte. Yo tan sólo quería participar de aquel telar tranquilo, de aquel aturdimiento embadurnado de bayonetas que no hieren, que suben los ríos con un salario de ventiscas.

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El amor te sobrecoge pero no te inflinge daño, tal vez te reubica en una ánfora de tesoros que se comen y se beben. Tal vez logres contemplar a los gatos barbados raspando el cartón de la inocencia, subas a la locura de una robusta pulga, te rodeen los mosaicos en bandadas de la lluvia, tal vez las tiritas curen tu frío, y los suspiros sean leñadores que bailan con los truenos.

Te busco. Pero no estás.

Sólo hallo la viveza de las alturas, las uñas de las reinas, las zapateras cálidas y quietas de las palomas en las antenas. Los días invictos de las estatuas, las cintas de los aviones empotradas en el azul más intenso.

Necesito tenerte a mi lado. Te necesito. Necesito anotar las oleadas perdidas, tus párpados amando el tránsito que vive en los mares, haciendo espuma en el botón de las rosas, que sugiere una pereza ordinal, reencontrarme contigo, hablarte en las laderas, en las espaldas de los aniversarios, cuando el aire se ha ganado al viento, ha dejado de rondar al linaje de los esclavos, abrirme paso entre el vellón de la nieve, entre los rebaños a trechos.

Decirte que los versos después de tu muerte, que la carne de los relatos, que los arbustos que esconden el agua, que el tallo tendido de los cuervos en las tumbas, es el gruñido mal fundado de mi soledad.

La entidad de otro jueves más de desprendimiento, de los engaños de otras querencias que me han hecho la guerra. No puedo andar por el barro. Tropiezo con tu sonido, con el sermón de tu colmena, con tus vestidos acurrucados en mis sueños.

Solíamos pasar tardes enteras en la azotea. Muchas noches de verano. ¿Lo recuerdas? Tú, batiendo el azul pintado de tus alas, tu sombra palomeando en las iglesias, afeitando la escoria de lo aparente. Eras como una aparecida acuarela de truenos cándidos, la muchacha prohibida de Godard, materia diminuta.

Tú solías procesionar todo un vodevil de sonrisas ante aquellas amenazantes naves de polvo y basura que nos invadían procedentes de las fábricas cercanas, el humo y las pepitas de las pinturas allá en los edificios nuevos, las confecciones pintadas de un manzano solitario detenido en un resuello después de muerto, los trozos de mineral lavado en las aletas de trenes que sentíamos calambrear como víboras en las parrillas líquidas de los veranos. Yo ya te amaba.

Entonces amé la furia y la calma, las estridencias de los papeles incunables, comencé a sentir el precipicio vulnerable que caía a la tarde con los pájaros cosidos a mano orzando en el celeste, sentí el veneciano grito de los ojos y tu olorosa descripción del frío enero.

Comprendí que aquella extensión de tus labios, traslucientes y tardíos, la crianza de tus uñas de hechicera, de tus hilos azules en la tristeza, de tus marañas de niña revoltosa, del azúcar y la rapsodia, eran la horca plácida, el patíbulo digno de la tierra, el eterno disturbio del carbón frío, a donde quería conducir mi juicio y someter mi cuerpo.

Ser tuyo, ser tu amante, tu único destacamento en la locura, ser la remisión de la muerte, un poema asfixiado en las extremidades de las sombras, cuando estuviera en tu presencia, cuando me miraras con ojos cachorros, nadando en el algodón de las montañas, en el estrépito de los clérigos, en voz baja. Y quise retenerte en cada marino amando las costuras ingratas del mar, en cada rivalidad contagiosa, en los caballos manchados con aludes de niebla y sol.

Alguna vez observaste una mariposa, una burla limpia, hábil, era como una puñada de espíritus sonrientes en aquel esmaltado negro de la ciudad, podría haber sido una fragata, pulida y liviana en papel, procedente de alguna estufa del Brasil, en el ojoso futuro de los aires sabías que Mercurio oleaba allá en su escondite de pliegos y estrellas, desde sus puentes de odre, estorbaba a tus fantasías.

Tú querías acercarte a ella, contener el aliento para así llenarla de oídos, de ombligos, hacerla saber de su hermosura. No fuiste capaz de aplacarla y huyó pintada a través de la expresión reventona del horizonte.

Marchó a morir a un simple testamento de hierbas, a los fragmentos relucientes de los algodones, a un paraíso de cáscaras y ocasiones perdidas, donde se expandió, quizás, por los tacones largos de los caballos, por las pompas de jabón, por el sonido boca arriba del sol, anhelando ser un trazado más en los vuelos de las estrellas.

Una vez encendiste una llama, con la carga innata para servirla, con las sumas del cantero cuando labra entre las grietas, trataste de subir el repecho donde los indios hacían teatro, trataste de arriesgar el azul y el rojo en las alas, de acercar tus labios, labios oidores, singulares, con una cantidad de sombras más agudas, en el vientre, acercarte al ornato de esa preciosa sangre de enfado, quisiste amasar ese oro con desgarro, besarlo sin instancias, sentirlo en la piel, en ramitos vivos.

Te acercaste a la llama y cerraste los ojos, esperando ajustarte al sonido allá en la cima. Pero fue tu aliento, tirado a mucha altura, impetuoso, tundente, quien la apagó cuando aquel ciervo joven, cogiendo aire, se detuvo, y el bosque eliminó los tambores que clamaban en tu pecho.
J. DELGADO-CHUMILLA
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