Cada cierto tiempo, la Naturaleza da muestras inequívocas de su carácter indómito. Y cuando lo hace, por lo general, no se anda con chiquitas. Lo suyo es el exabrupto sin contemplaciones. Da igual que se trate de algún tornado o de un encolerizado temporal de lluvias monzónicas. Poco importa que se trate de un empecinado movimiento telúrico o que se manifieste como un tsunami arrasador, porque el ímpetu ingobernable de la Tierra es capaz de adoptar las formas más extraordinarias e imprevisibles.
Lo estamos viendo estos días en la costa de la isla del Hierro en el siempre asombroso archipiélago canario. Bajo sus aguas, su fondo marino se agita sin descanso con tremendas contracciones, con salvajes acometidas contra la corteza terrestre. Como si fuera una fiera ciega y encerrada que de pronto intuye la luz, y hacia ella, decidida, se dirige.
El fenómeno que allí se está gestando -quizá un volcán sumergido- aún no tiene forma, pero hasta la superficie han salido las primeras emulsiones de su carácter: lo que quiera que sea tiene un inconfundible y contundente olor a azufre.
Desde luego espanta y sobrecoge la imagen de la densa mancha que se apropia del mar, un manto oscuro formado por materiales invasores que los científicos se apresuran a estudiar.
Pero más aún inquieta el tufo al perfume del diablo que se está adueñando de aquel horizonte de desconocidas convulsiones subterráneas. Sus vaharadas pestilentes, en mitad del océano asaltado, han aconsejado la evacuación de los habitantes de las poblaciones costeras más cercanas.
De nuevo, como en el Antiguo Testamento, la gente huye de la infección del azufre, la sustancia con la que se identifica la exterminación en el Apocalipsis. Pero conforme a lo que dictaminan los expertos, conviene no exagerar ante estos hechos y, por supuesto, no caer en la tentación de fantasear más de la cuenta. Así que pongamos las cosas en su sitio.
Para ser exactos, el preventivo abandono de todos estos hogares es una medida necesaria, por si acaso las consecuencias de la erupción son mayores y, por tanto, destructivas. Pero está claro que la sulfúrica sustancia viene precedida de mala fama. Es la fragancia del duelo.
Yo lo sé porque en pleno mes de julio percibí claramente su nauseabundo contacto. Fue hace once años, en el verano de 2000. Esa noche, lo recuerdo bien, estaba en el Teatro Cervantes de Málaga a punto de disfrutar con la actuación de Salif Keita, dentro de la programación de espectáculos veraniegos incluidos en el festival Terral. Tendrían que haber sido horas perfumadas por las biznagas, pero irrumpió enfurecido el azufre con seis balas.
El concierto se celebró pero algo, un estruendo seco en mitad de la noche, impidió que me pudiera quedar allí como tenía previsto. Hubo un revuelo de fotógrafos, un nervioso ajetreo entre los reporteros gráficos, una sacudida de la fatalidad que inmediatamente tomó la funesta forma de un atentado terrorista.
El resto fue desolación, porque un pistolero se atrevió a cambiar el orden de las cosas. De esa manera brutal, la agenda de un día sin historia terminó escupiendo sangre. Porque la miseria humana abatió a José María Martín Carpena, el concejal del Partido Popular tiroteado por la intransigencia. Fueron horas terribles las de aquel 15 de julio. Minutos llenos de prisas, miedos y repugnancia.
En los días siguientes se multiplicaron las escenas de dolor, los rostros compungidos, la indignación silenciosa del gentío que acudió en masa al funeral. Recuerdo la incertidumbre, el temor a nuevas víctimas, puesto que era una evidencia que seguían entre nosotros.
Era algo temido por la Policía que el comando asesino se había camuflado en el paisaje, que se había mimetizado como un vecino más entre la población desbordada por el terror, pero con su mortífera carga a cuestas, intacta.
Y sus componentes, aunque perseguidos por los agentes, fijaron una nueva diana, adosando explosivos en el vehículo del político socialista José Asenjo, entonces secretario provincial del PSOE malagueño. Era una bomba lapa que no estalló por un golpe de suerte, al fallar la espoleta. Se salvó él, pero también su mujer y su hija de 15 años que le acompañaban en el coche.
Lo puede contar, y ayer, como yo, escuchó el anuncio histórico de ETA para dejar las armas. Lo vio en los noticieros especiales que siguieron a la publicación oficial del fin de las actividades terroristas. Era algo largamente esperado por él, y por todos los que han sufrido de cerca el acoso de su extremista comportamiento.
En 21 años que llevo en Málaga he visto en toda su atrocidad el catálogo de sus bombas. Infernales como las que quemaron el cuartel de la Guardia Civil de Torremolinos a principios de la década de los años noventa y, también, de menos intensidad, como las que utilizaron durante bastante tiempo para amedrentar a turistas en pleno verano.
Explosivos con el vaho del odio en su mecha. Es el olor que cruzó la ciudad de cabo a rabo la noche en que José María Martín Carpena quedó en el suelo, delante de su mujer y de su hija. Todo eso ha vuelto de pronto a la Redacción. Todo eso la ha inundado de azufre. Pero esta vez, su hedionda presencia no se quedará. Esa es la esperanza.
Es el compromiso público de renunciar a la violencia. Pero falta algo más, un detalle importante: que el arsenal se entregue al completo, y que esta voluntad de abandonar la pólvora, de renegar de la goma-2 no tenga marcha atrás. Nunca más.
Un país entero ha esperado 50 años este paso. Ahora falta que se concrete la paz, que se normalice la convivencia y el de escolta deje de ser uno de los oficios más habituales entre los vascos.
Resulta difícil de desentrañar los caprichos del calendario, y que nadie tenga la capacidad de averiguar el flujo de las noticias. Pero una vez más las casualidades han salido ganando.
Desde hace días se esperaba la noticia del comunicado de ETA concretando su extinción. Finalmente llegó a media tarde de ayer, tan sólo unas horas después de conocerse la muerte del coronel Gadafi. Posiblemente sea una curiosa coincidencia y nada más. Pero esta vez es verdad. La serpiente ha dejado de poner huevos, poco rato después de la defunción del tirano con la cara descompuesta. Con un insoportable olor a botox podrido.
Lo estamos viendo estos días en la costa de la isla del Hierro en el siempre asombroso archipiélago canario. Bajo sus aguas, su fondo marino se agita sin descanso con tremendas contracciones, con salvajes acometidas contra la corteza terrestre. Como si fuera una fiera ciega y encerrada que de pronto intuye la luz, y hacia ella, decidida, se dirige.
El fenómeno que allí se está gestando -quizá un volcán sumergido- aún no tiene forma, pero hasta la superficie han salido las primeras emulsiones de su carácter: lo que quiera que sea tiene un inconfundible y contundente olor a azufre.
Desde luego espanta y sobrecoge la imagen de la densa mancha que se apropia del mar, un manto oscuro formado por materiales invasores que los científicos se apresuran a estudiar.
Pero más aún inquieta el tufo al perfume del diablo que se está adueñando de aquel horizonte de desconocidas convulsiones subterráneas. Sus vaharadas pestilentes, en mitad del océano asaltado, han aconsejado la evacuación de los habitantes de las poblaciones costeras más cercanas.
De nuevo, como en el Antiguo Testamento, la gente huye de la infección del azufre, la sustancia con la que se identifica la exterminación en el Apocalipsis. Pero conforme a lo que dictaminan los expertos, conviene no exagerar ante estos hechos y, por supuesto, no caer en la tentación de fantasear más de la cuenta. Así que pongamos las cosas en su sitio.
Para ser exactos, el preventivo abandono de todos estos hogares es una medida necesaria, por si acaso las consecuencias de la erupción son mayores y, por tanto, destructivas. Pero está claro que la sulfúrica sustancia viene precedida de mala fama. Es la fragancia del duelo.
Yo lo sé porque en pleno mes de julio percibí claramente su nauseabundo contacto. Fue hace once años, en el verano de 2000. Esa noche, lo recuerdo bien, estaba en el Teatro Cervantes de Málaga a punto de disfrutar con la actuación de Salif Keita, dentro de la programación de espectáculos veraniegos incluidos en el festival Terral. Tendrían que haber sido horas perfumadas por las biznagas, pero irrumpió enfurecido el azufre con seis balas.
El concierto se celebró pero algo, un estruendo seco en mitad de la noche, impidió que me pudiera quedar allí como tenía previsto. Hubo un revuelo de fotógrafos, un nervioso ajetreo entre los reporteros gráficos, una sacudida de la fatalidad que inmediatamente tomó la funesta forma de un atentado terrorista.
El resto fue desolación, porque un pistolero se atrevió a cambiar el orden de las cosas. De esa manera brutal, la agenda de un día sin historia terminó escupiendo sangre. Porque la miseria humana abatió a José María Martín Carpena, el concejal del Partido Popular tiroteado por la intransigencia. Fueron horas terribles las de aquel 15 de julio. Minutos llenos de prisas, miedos y repugnancia.
En los días siguientes se multiplicaron las escenas de dolor, los rostros compungidos, la indignación silenciosa del gentío que acudió en masa al funeral. Recuerdo la incertidumbre, el temor a nuevas víctimas, puesto que era una evidencia que seguían entre nosotros.
Era algo temido por la Policía que el comando asesino se había camuflado en el paisaje, que se había mimetizado como un vecino más entre la población desbordada por el terror, pero con su mortífera carga a cuestas, intacta.
Y sus componentes, aunque perseguidos por los agentes, fijaron una nueva diana, adosando explosivos en el vehículo del político socialista José Asenjo, entonces secretario provincial del PSOE malagueño. Era una bomba lapa que no estalló por un golpe de suerte, al fallar la espoleta. Se salvó él, pero también su mujer y su hija de 15 años que le acompañaban en el coche.
Lo puede contar, y ayer, como yo, escuchó el anuncio histórico de ETA para dejar las armas. Lo vio en los noticieros especiales que siguieron a la publicación oficial del fin de las actividades terroristas. Era algo largamente esperado por él, y por todos los que han sufrido de cerca el acoso de su extremista comportamiento.
En 21 años que llevo en Málaga he visto en toda su atrocidad el catálogo de sus bombas. Infernales como las que quemaron el cuartel de la Guardia Civil de Torremolinos a principios de la década de los años noventa y, también, de menos intensidad, como las que utilizaron durante bastante tiempo para amedrentar a turistas en pleno verano.
Explosivos con el vaho del odio en su mecha. Es el olor que cruzó la ciudad de cabo a rabo la noche en que José María Martín Carpena quedó en el suelo, delante de su mujer y de su hija. Todo eso ha vuelto de pronto a la Redacción. Todo eso la ha inundado de azufre. Pero esta vez, su hedionda presencia no se quedará. Esa es la esperanza.
Es el compromiso público de renunciar a la violencia. Pero falta algo más, un detalle importante: que el arsenal se entregue al completo, y que esta voluntad de abandonar la pólvora, de renegar de la goma-2 no tenga marcha atrás. Nunca más.
Un país entero ha esperado 50 años este paso. Ahora falta que se concrete la paz, que se normalice la convivencia y el de escolta deje de ser uno de los oficios más habituales entre los vascos.
Resulta difícil de desentrañar los caprichos del calendario, y que nadie tenga la capacidad de averiguar el flujo de las noticias. Pero una vez más las casualidades han salido ganando.
Desde hace días se esperaba la noticia del comunicado de ETA concretando su extinción. Finalmente llegó a media tarde de ayer, tan sólo unas horas después de conocerse la muerte del coronel Gadafi. Posiblemente sea una curiosa coincidencia y nada más. Pero esta vez es verdad. La serpiente ha dejado de poner huevos, poco rato después de la defunción del tirano con la cara descompuesta. Con un insoportable olor a botox podrido.
MANUEL BELLIDO MORA