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¿Alcalde o parlamentario?

Desde hace tiempo, mucho tiempo -y puedo acreditarlo-, mantengo una línea de criterio en torno a la duplicidad de ejercicio de cargos públicos por parte de nuestros políticos. Es más, recuerdo que allá por el año 1993 me correspondió vivir esa situación cuando, siendo concejal del Ayuntamiento de Cabra, fui elegido senador, situación que hube de mantener -en contra de mi voluntad y por circunstancias especiales- hasta que en 1996 presenté mi dimisión como miembro de la Corporación egabrense.

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Una línea que, curiosamente, va en el mismo sentido de la que en su día defendió el presidente de los populares andaluces, Javier Arenas, de “un hombre, un cargo”. Una defensa, además, que se basa en varios argumentos.

El primero de ellos, el enorme respeto que a todos debiera –digo "debiera" porque en la práctica no sucede así- representarles el ejercicio de la gestión de lo público y la delegación de funciones que para ello hacen los ciudadanos en las urnas.

Un ejercicio que –se está demostrando ahora, una vez se ha instaurado la crisis- debiera absorber todo nuestro interés y dedicación, fundamentalmente en cargos de alta responsabilidad como son aquellos en los que se ejerce el gobierno y, dentro de éste, las más altas competencias del mismo, sobre todo en el nivel municipal que representa, en la mayoría de los casos, la más importante empresa de nuestros pueblos y ciudades.

En segundo lugar, porque es mentira, de toda falsedad, el argumento que algunos vienen utilizando en el sentido de que un alcalde o un concejal, por ejemplo, están mucho más capacitados para representar los intereses de la ciudadanía en un parlamento autonómico o nacional, cuando en realidad han de representar no ya a un municipio –en el que ejercen su representación municipal-, sino a toda una provincia, tarea ésta que les exigiría no sólo un ejercicio de autonomía, no siempre fácil de conseguir cuando se dilucidan intereses que pueden ser contrapuestos a los de otros municipios de la misma provincia, sino también de desdoblamiento de esfuerzos por la ampliación territorial de la función que han de llevar a cabo -al margen, claro está, del tiempo obligado que deban dedicar a la propia actividad parlamentaria-.

En tercer lugar, porque me duele observar la endogamia enfermiza y excluyente que protagonizan nuestros partidos políticos, diseñados todos ellos en una estructura piramidal según la cual las bases sólo sirven de soporte necesario para que unos pocos se mantengan en la cúspide, estableciéndose durante un determinado periodo de tiempo –algunos aspiran a que sea durante toda su vida laboral activa- un ejercicio por el que el reparto de responsabilidades institucionales va íntimamente unido al de responsabilidades orgánicas y al simple mantenimiento de una estructura de poder interna que huye de abrirse a la sociedad y de reconocer dentro de ésta la existencia de valores más cualificados.

Allá por el mes de junio, una vez conocida la debacle electoral que sufrió el PSOE en Andalucía, José Antonio Griñan hizo pública su intención de limitar por ley el acceso de los alcaldes y presidentes de Diputación al cargo de parlamentario andaluz, en un claro ejercicio de oportunismo político, de cinismo –cuando su grupo parlamentario se ha visto, mientras ha podido, trufado de este tipo de representantes- y, evidentemente, de electoralismo, pretendiendo impedir con ello que personajes de relumbrón encabezasen candidaturas del PP, ya que los socialistas se han quedado huérfanos de los mismos.

Coincido con el fondo de la ley aunque, en modo alguno, lo haga con las formas y la intencionalidad que oculta. Del mismo modo no puedo manifestarme de acuerdo con el masivo desembarco que de cargos municipales y orgánicos se ha hecho en las candidaturas del Partido Popular a las generales del 20-N, no sólo contradiciendo el principio que en su día manifestase Arenas, sino dejando en evidencia el principio de participación de las bases, de pluralidad, y de singular y especial dedicación que, en momentos como los actuales, cada cargo público debe a su responsabilidad primaria, que no es otra que aquella a la que hace sólo cinco meses accedió en las pasadas elecciones municipales.

Es cierto que el elector soporta todo -fundamentalmente porque los partidos se han encargado, y muy mucho, de eliminar el criterio democrático del pensamiento político de los españoles, identificando éste simplemente a siglas, por encima de valoraciones más estructuradas- pero también lo es que nuestras instituciones políticas y quienes las representan cada vez cuentan con peor valoración por parte de la ciudadanía, lo que supone un fenómeno de disociación que horada los principios de todo sistema democrático.
ENRIQUE BELLIDO
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