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Teoría y práctica de José Miguel Osuna Castro

No hace falta ser un metódico estudioso del comportamiento humano de los sureños, ni un perito en Lingüística, para saber que aquí lo que nos va es acortar el nombre de las cosas y de las personas. Dicen que es una tendencia natural a la economía a la hora de expresarnos (será en lo único que ahorramos), una incorregible manifestación de esa manera exprés, apretando frases y reduciendo palabras, que usamos para comunicarnos.

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Pero lo cierto es que es así: a la mayoría de la gente que tratamos, la conocemos familiarmente por su nombre de pila, y poco más; a otros, como si fuera la única y pesada herencia que le han dejado sus antepasados, nos referimos por su mote, les guste o les irrite y resulte incómoda está costumbre tan nuestra de llamarlos así, tirando de apodo.

Hagan la prueba. Basta con repasar mentalmente la nómina de los amigos más próximos. Seguro que de algunos de ellos cuesta recordar sus apellidos completos, porque a fuerza de recaer constantemente en esa viciada manía, aunque lo hagamos sin mala fe, incluso cariñosamente, ocurre que no pocas veces olvidamos la filiación exacta de quienes son nuestros compañeros de viaje desde niños.

Pero también es cierto que como no es cosa de pasarnos de puristas, a casi nadie se le ocurre relatar a cada instante la identidad fidedigna de quienes nos rodean, como si hubiera que repetir por norma lo que está escrito en el Registro Civil, cada vez que hablamos de ellos. Bueno, a nadie no. Hay quien lo hacía cada día, y no nos producía ni rechazo, ni extrañeza, ni parecía algo chocante.

En los antiguos días de escuela, y por supuesto en los inolvidables del Bachillerato, era lo normal. Nada más entrar en clase, los profesores repasaban, con voz alta, la lista de sus alumnos, sin olvidar a nadie. Desde entonces sé que uno de mis amigos se llama José Miguel Osuna Castro. Así, dicho del tirón.

Antes de eso, yo lo veía por el barrio, alrededor de los merenderos o entrando en su bloque cada día a su regreso del colegio, pero apenas sabía algo más de él, porque estábamos en escuelas distintas y distantes: él en los Salesianos, yo con Luis López Vela y José Delgado Arias, en el desaparecido Grupo Escolar “Virgen de las Viñas”.

Esta noche, al conjuro de los recuerdos, José Miguel, como otros diez vecinos han hecho antes desde 2001, desempolvará aquellos tiempos cuando pronuncie el ya tradicional “pregoncillo” de las “Casas Nuevas”. Hacerlo, y lo digo por experiencia, le va a dejar un extraordinario regusto, inmensamente agradable, pese a las ausencias: el de reconocerse y reconocernos al invocar el territorio de su infancia y adolescencia.

Ahora, cuando intento hilar estas líneas con las que retomo mi colaboración con Montilla Digital tras la pausa vacacional del verano, reparo en un curioso y significativo hecho: siendo tan montillano, tan profundamente unido a su pueblo, nada, ni la fuerza de sus apellidos (Osuna Castro, que son los nombres de dos históricas poblaciones andaluzas), han desviado ni mucho menos distraído el amor que siente por su tierra natal.

No hay día en que no renueve este compromiso con sus paisanos, con sus calles, con sus viñas. Y lo hace degustando como si fuera siempre la primera vez una copa de vino, o las que sean precisas. Este profesor de Educación Física, maestro en la gimnasia de la amistad, puede presumir de músculo montillano. En la teoría y en la práctica.

Le he visto organizar, sin que le aturdiese la fatiga, incontables rutas por los lagares de la Sierra, que conoce al detalle como si hubiera vivido en ellos toda la vida. Es una máquina de reclutar forofos para la causa vinícola. Gente de un montón de sitios, muchos de ellos alejados de nuestra geografía, que, de su mano, han sellado un vínculo permanente con las bodegas de esta tierra. A eso se llama predicar con el ejemplo. Como biólogo que también es, sabe a ciencia cierta que en un catavinos cabe la vida entera, renovada en cada trago. ¿Es o no es un sorbo prodigioso?

Esta noche, al compás de los recuerdos, se aclarará la garganta con vino para que, de la profundidad de la memoria removida, acudan a su boca las perfiladas figuras del pasado, los mostos de la fértil vendimia de su vida.

De la cepa generacional que comparto con él, han brotado, impelida por la savia oculta de tantas noches de estudios, risas y sueños, múltiples sarmientos. Distribuidos al capricho o por las circunstancias del destino profesional, unos siguen viviendo en Montilla, y otros, entre los que me cuento, practicamos una suerte de eterno retorno cada vez que se tercia la cosa, que en mi caso, por suerte, sucede con cierta frecuencia.

La relación de todos los oficios con los que se ganan la vida quienes empezamos juntos, podría servir para una completa representación social. Hay médicos, policías, maestros, músicos, enólogos, jueces, empleados de banca, periodistas, campesinos… Y por desgracia, también puede contarse algún parado. Por su posición y función social, es gente que, en ocasiones, puede influir en el destino, que puede marcar, condicionar la vida de los demás.

Alguna vez lo he comentado: como periodista, puedo ser testigo de la actualidad, incluso puedo interpretarla, pero casi nunca, desde una crónica, un reportaje o un artículo, tienes en tus manos la posibilidad de cambiar el estado de las cosas. Como mucho, siendo un plumilla, se te ofrece la posibilidad de contar lo que sucede, aunque pocas veces tengas a tu alcance la facultad de modificar la realidad.

En cambio, tengo otro amigo que, desde su puesto de magistrado en un tribunal, puede privar de libertad al reo, una vez que, con las pruebas necesarias, se certifica la participación del juzgado en el hecho delictivo que se le imputa. El periodista da la noticia; el juez, aplicando la ley, dicta sentencias. Condena o absuelve. Es sin duda una tremenda responsabilidad.

Pues bien, sin ser juez, un buen día, José Miguel Osuna Castro también cambió mi vida. Me libró de las Matemáticas. O, mejor dicho, consiguió avenirme con ellas. Un milagro, porque, hasta entonces, los números y yo llevábamos caminos opuestos. Huíamos el uno del otro, nos repelíamos, vaya. Pero él con infinita paciencia y unos apuntes de gran eficacia, logró lo imposible: que congeniara con ecuaciones y logaritmos (eso sí, sólo lo estrictamente necesario para aprobar).

Pero, siendo esto importante, no fue lo verdaderamente decisivo. El hecho capital, lo que definiría mis días futuros, es que con José Miguel, El Trillo, Miguel Rueda, Paco Castellano, Miguel de la Torre y todos los que esto sabéis, traspasé la barrera de la adolescencia escuchando música en el club de Pepín Carbonero. Cuando eso sucedió, empezó el futuro que, tanto tiempo después, todavía dura, amigo mío.
MANUEL BELLIDO MORA
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