Pornografía: Del griego, “descripción de una prostituta”.
Se cuenta que el primer perro del mundo era mudo.
“Palabra por pintura”, exigieron los Reyes Católicos a Colón a medida que éste “descubría” nuevas tierras. Facturas, luz, taquígrafos. Dar cuenta. Transparencia. Claro está, acabó desempleado. No descubrió oro pero sí indios. Indios que saldrían muy baratos pues el Almirante aseguraba que comían poco y estaban acostumbrados al frío. Lo dicho, desempleado.
España... ese país de virtudes menores, de formato plano, este país obstinado, receloso, caprichoso, la España del perejil, el ajo, el ladrillo y el tocomocho. La España de la pintura a dos visos, la farfolla y la marfilina graciosa, la gran batea donde políticos rendidores de todas las legiones se extienden como un follaje ilícito.
Si de algo adolece este país en su desventurada situación actual, aparte del ripio de la que fuera su voz, es de la falta de dinamismo colectivo, de proyección e impulso. Aún seguimos mostrando nuestros afiches de bestia antigua, el espíritu salmodiado de las viejas gestas que nos precedieron.
En esta España del siglo XXI es moneda corriente seguir viviendo del pastel de nuestros pintores, del oro molido de nuestros escritores, continuando con esa tradición paganizante de la correspondencia perversa y el lustrar la bayoneta antes de machetearnos.
Sobran fantasías, ideas contenidas y beligerantes, escapatorias sin ingenio e instrucciones de aniquilamiento. Sobran estruendos dinamiteros y viejos zorros de la política jopeando en ese humor mórico que chancletea sobre toda ruina.
Decía Whitman que un ratón es un milagro. Queridos lectores, nuestros políticos sí que son un milagro, tierra de cementerio con azufre, la región fría de una democracia que no vale lo que nos cuesta. Por mucha floritura, redondillas y ovaciones, por mucho body art que se ha vuelto espina.
Tenemos una España que ahora sirve como masticatorio para el silencio, para los particularismos, para la incapacidad y la demolición arbitraria. Para los garcíanegros colombianos y los chipriotas en pipa de los que mandan entre bastidores.
Hemos pasado del botijo con cava, de la domesticación exuberante, del bravante en la trastienda y la seráfica sonrisa de las pelvis... a las balas dubitadas, la cocaína líquida, los calabobos y las pantorrillas abrasadas.
Desconozco dónde habrá quedado nuestra dignidad como país ahora que aplastamos la nariz contra el cristal bancario que antes nos proporcionaba mudas de ropa, consteladas mallas de despilfarro, que nos hacía vernos en el espejo como gaviotas de risa estúpida.
Nos hemos quedado con las greñas de súbditos, de cortesanos, empapados en sal.
Se nos ha quedado la impostura cánida de todo tonto motivado, de toda cuerda de imbecilones que no se dieron cuenta que no se puede subir desde el piso de abajo sin antes haberte bañado con agua helada.
Algunos políticos eran y son como el gran Buda de Bangkok. No se les puede ver completos de una sola vez. Sin embargo, nosotros, como aldeanos de un solo huso, para un solo uso, nos hemos dejado embaucar, hemos colaborado necesariamente con ellos. Como cualquier pueblo indolente, medieval, arribista, hemos sido su dedal para tejer la porquería que nos hizo creer que llevábamos kilates sobre los hombros.
Me indigno con esta España de galopes cortos, mantas estriberas, caballos polvorientos y perros lulú. Con esta España que en breve se disputará, en honroso lance de guantes caídos al suelo, quién habrá de quedarse con la llave del tanga los próximos cuatro años.
¡Cuán pintureros éramos! Dineros, comida íntima, salones rojos, muros de cal y finquitas sicilianas. Éramos vietnamitas de pijama negro hundiéndonos en los arrozales.
¡Cuán lejos queda ya aquella caligrafía inglesa, aquella “belle epoque” de grúas pendulando, flotando entre las cartucheras de los nuevos edificios, aquella España que respiraba fabulosamente, especiosa, enamorada, con sonrisa entallada y pelvis enceladas. Ostras, anís, apio, y todo en moraga, todo en ramillete, todo lacio, bobalicón, jadeos y coitos fondeando en la laca de la manada. Esa muerte flaca en la que caemos los españoles desde 1898.
Esperemos que la función no finalice como de costumbre: éstos-los políticos a sueldo con más pedigrí-con su jerga de maleantes; los demás, los más, con nuestra doble contabilidad de matanceros y marranos, con nuestro mal perder de críos con media hostia.
Un buen político debería decir las verdades del barquero como lo hacen las vacas: pariendo de pie y mirando al sol.
Nuestros ilustrados prohombres de la alta política no han tenido hasta ahora ese “alcance calibre 38” que dicen poseer; no vieron o no quisieron ver que este país se acabaría convirtiendo en el asador giratorio de los mercados.
El pechugazo hispano, los tercios viejos, el patíbulo y los naipes los ponemos nosotros. El baile, los crujidos sordos y las rociadas de los cañones, ya los ponen los amos del mundo. Hemos llegado a las báscula de la globalización hozando y renuentes al sacrificio, seguimos empolvados y amojonados.
No sabíamos si estos nuestros polìticos aparecieron un buen día con el alma de toda escultura, si ya traían consigo el pedernal. Pudiera ser que como gallos raceros que son, como buenos mucos hondureños de pelea, nacieron con un orgasmo en las alcantarillas del poder, orgasmo que es como un tajo en las mandíbulas mientras te sujetan por las orejas.
¡Qué talento artesanal para conducirnos al desastre, para silbarnos una y otra vez esa desamorada musiquilla que nos hacía encabritarnos!
Es este el país en el que formamos reunión cruel sin tocarnos. El país del simulacro. Un país de traidores a las urnas que han gobernado escarpando los bolsillos públicos y nos han dejado una geografía tan fraudulenta como un plato de arroz seco y amargo.
Nos hemos quedado en cuadro infantil y bárbaro, con flecos y vaguedades, templados, maldiciendo a quien nos haya hecho tropezar, a los culpables de que los jóvenes tengamos que irnos a buscar el moco de la civilización a otra parte.
No se construye un país vigilando la montonera, haciendo tambalear las escopetas, chapuceando los caballos, paleando el carbón de sus más nefastos errores. Errores haylos. Y cojeras guerreras. Y tiros pegados en la nariz. ¿Y qué? ¿Tanto nos cuesta tararear un jugo de buenas nuevas sin las manos engarzadas atrás mientras bizqueamos?
Este país no puede permitir ser un ovillo de fiebres bajo sombreros patriarcas ni es de recibo permanecer en un oscuro ceremonial y espantadizo, remolcando sombras del pasado. No es suficiente con esgrimir el talento, el músculo portuario, las murallas aurelianas.
Vayamos hacia una perspectiva íntegra, hacia un plebiscito imprescindible, hacia un contraste puramente conciliador. España ha de reencontrarse en un auténtico espacio de convivencia y articular una empresa competente con la responsabilidad y exigencia que conlleva comenzar a preparar un mañana, que conlleva comportarse como una verdadera sociedad en la que el sudor esté puesto en pie y las virgencitas, muy frías.
No nos vamos a quedar en un remanso de pulgas y peanas para los restos, pero la dictadura del voto, el poder por el poder, las bandas de saqueadores en todos los ámbitos, son la peor de las soluciones.
Ortega supo verlo en su momento. Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana. Nada tiene que ver el sostener un monedero escandaloso con formar naciones felices. Debemos comenzar a contar los unos con los otros, a hacer propósito de enmienda, hemos de buscar el pelotón de la calidez.
Sí, se nos ve la raya del pelo, quedan desnudas nuestras carencias. Lo francamente bárbaro es que aflore la marca de fábrica de todo estúpido peligroso: la soberbia. ¡Basta ya de retorcer amuletos! ¡Salgamos de ese féretro del que somos su peatón más lúgubre.
Aún así, considero, que con coágulos grises o sin ellos, con un único traje de campaña, siendo a veces agua embalsada, tenemos las energías suficientes, el aplomo y la mirada libre que nos permitirán salir de esta crisis. Y no hace falta hacer cremalleras en los aires.
Hay que poner en valor los principios democráticos, dejar de balconearlos y posarlos donde corresponde, trasladar la acción política del discurso vacío y estéril de esa estudiantina reglada por la indiferencia, de las baladronadas y la casquería pseudointelectual, al ejercicio legítimo de derechos de crítica y participación de una ciudadanía que no disfruta de un estatuto como tal.
Tan sólo nos basta recobrar aquello que nos han esquilmado, rehacernos de la agresión que hemos sufrido, ser tercos y exigentes con quienes dicen representarnos.
Eso sí, lo lograremos dejando morir este proceso que nos sume en el más acorralado de los pesimismos. Hagámoslo sin cargas de caballería, sin más furia que aquella que nos emplaza a coger las riendas del espacio público. Hagámoslo sin políticos profesionales ganseando, esperando con derrotes cortos y con el fuelle constante de la incapacidad.
Queridos lectores: el polvo se posa en el suelo tras la estampida. No debemos descolgar el auricular que nos habla de testamentos, ni tampoco abicharnos como en el pasado. Todo ello sería evocar una religiosa melancolía.
Siendo ciudadanos, que no aldeanos, habríamos de haber detenido este mecanismo diabólico, esta nefasta empresa de demoliciones que ha usado el Estado para prohibir y obligar, para enseñorearse desde altos capitonés, con trabucos envueltos a mano, deberíamos exigirle al Jefe del Estado que cumpla con su papel constitucional, esto es, que arbitre y modere, que ponga fin a los desmanes de esta casta arrogante y mezquina, a estos muchos republicanos de monte bajo y kennedis zandungueros que pretenden descollar por encima de la escopetada.
Se cuenta que el primer perro del mundo era mudo.
“Palabra por pintura”, exigieron los Reyes Católicos a Colón a medida que éste “descubría” nuevas tierras. Facturas, luz, taquígrafos. Dar cuenta. Transparencia. Claro está, acabó desempleado. No descubrió oro pero sí indios. Indios que saldrían muy baratos pues el Almirante aseguraba que comían poco y estaban acostumbrados al frío. Lo dicho, desempleado.
España... ese país de virtudes menores, de formato plano, este país obstinado, receloso, caprichoso, la España del perejil, el ajo, el ladrillo y el tocomocho. La España de la pintura a dos visos, la farfolla y la marfilina graciosa, la gran batea donde políticos rendidores de todas las legiones se extienden como un follaje ilícito.
Si de algo adolece este país en su desventurada situación actual, aparte del ripio de la que fuera su voz, es de la falta de dinamismo colectivo, de proyección e impulso. Aún seguimos mostrando nuestros afiches de bestia antigua, el espíritu salmodiado de las viejas gestas que nos precedieron.
En esta España del siglo XXI es moneda corriente seguir viviendo del pastel de nuestros pintores, del oro molido de nuestros escritores, continuando con esa tradición paganizante de la correspondencia perversa y el lustrar la bayoneta antes de machetearnos.
Sobran fantasías, ideas contenidas y beligerantes, escapatorias sin ingenio e instrucciones de aniquilamiento. Sobran estruendos dinamiteros y viejos zorros de la política jopeando en ese humor mórico que chancletea sobre toda ruina.
Decía Whitman que un ratón es un milagro. Queridos lectores, nuestros políticos sí que son un milagro, tierra de cementerio con azufre, la región fría de una democracia que no vale lo que nos cuesta. Por mucha floritura, redondillas y ovaciones, por mucho body art que se ha vuelto espina.
Tenemos una España que ahora sirve como masticatorio para el silencio, para los particularismos, para la incapacidad y la demolición arbitraria. Para los garcíanegros colombianos y los chipriotas en pipa de los que mandan entre bastidores.
Hemos pasado del botijo con cava, de la domesticación exuberante, del bravante en la trastienda y la seráfica sonrisa de las pelvis... a las balas dubitadas, la cocaína líquida, los calabobos y las pantorrillas abrasadas.
Desconozco dónde habrá quedado nuestra dignidad como país ahora que aplastamos la nariz contra el cristal bancario que antes nos proporcionaba mudas de ropa, consteladas mallas de despilfarro, que nos hacía vernos en el espejo como gaviotas de risa estúpida.
Nos hemos quedado con las greñas de súbditos, de cortesanos, empapados en sal.
Se nos ha quedado la impostura cánida de todo tonto motivado, de toda cuerda de imbecilones que no se dieron cuenta que no se puede subir desde el piso de abajo sin antes haberte bañado con agua helada.
Algunos políticos eran y son como el gran Buda de Bangkok. No se les puede ver completos de una sola vez. Sin embargo, nosotros, como aldeanos de un solo huso, para un solo uso, nos hemos dejado embaucar, hemos colaborado necesariamente con ellos. Como cualquier pueblo indolente, medieval, arribista, hemos sido su dedal para tejer la porquería que nos hizo creer que llevábamos kilates sobre los hombros.
Me indigno con esta España de galopes cortos, mantas estriberas, caballos polvorientos y perros lulú. Con esta España que en breve se disputará, en honroso lance de guantes caídos al suelo, quién habrá de quedarse con la llave del tanga los próximos cuatro años.
¡Cuán pintureros éramos! Dineros, comida íntima, salones rojos, muros de cal y finquitas sicilianas. Éramos vietnamitas de pijama negro hundiéndonos en los arrozales.
¡Cuán lejos queda ya aquella caligrafía inglesa, aquella “belle epoque” de grúas pendulando, flotando entre las cartucheras de los nuevos edificios, aquella España que respiraba fabulosamente, especiosa, enamorada, con sonrisa entallada y pelvis enceladas. Ostras, anís, apio, y todo en moraga, todo en ramillete, todo lacio, bobalicón, jadeos y coitos fondeando en la laca de la manada. Esa muerte flaca en la que caemos los españoles desde 1898.
Esperemos que la función no finalice como de costumbre: éstos-los políticos a sueldo con más pedigrí-con su jerga de maleantes; los demás, los más, con nuestra doble contabilidad de matanceros y marranos, con nuestro mal perder de críos con media hostia.
Un buen político debería decir las verdades del barquero como lo hacen las vacas: pariendo de pie y mirando al sol.
Nuestros ilustrados prohombres de la alta política no han tenido hasta ahora ese “alcance calibre 38” que dicen poseer; no vieron o no quisieron ver que este país se acabaría convirtiendo en el asador giratorio de los mercados.
El pechugazo hispano, los tercios viejos, el patíbulo y los naipes los ponemos nosotros. El baile, los crujidos sordos y las rociadas de los cañones, ya los ponen los amos del mundo. Hemos llegado a las báscula de la globalización hozando y renuentes al sacrificio, seguimos empolvados y amojonados.
No sabíamos si estos nuestros polìticos aparecieron un buen día con el alma de toda escultura, si ya traían consigo el pedernal. Pudiera ser que como gallos raceros que son, como buenos mucos hondureños de pelea, nacieron con un orgasmo en las alcantarillas del poder, orgasmo que es como un tajo en las mandíbulas mientras te sujetan por las orejas.
¡Qué talento artesanal para conducirnos al desastre, para silbarnos una y otra vez esa desamorada musiquilla que nos hacía encabritarnos!
Es este el país en el que formamos reunión cruel sin tocarnos. El país del simulacro. Un país de traidores a las urnas que han gobernado escarpando los bolsillos públicos y nos han dejado una geografía tan fraudulenta como un plato de arroz seco y amargo.
Nos hemos quedado en cuadro infantil y bárbaro, con flecos y vaguedades, templados, maldiciendo a quien nos haya hecho tropezar, a los culpables de que los jóvenes tengamos que irnos a buscar el moco de la civilización a otra parte.
No se construye un país vigilando la montonera, haciendo tambalear las escopetas, chapuceando los caballos, paleando el carbón de sus más nefastos errores. Errores haylos. Y cojeras guerreras. Y tiros pegados en la nariz. ¿Y qué? ¿Tanto nos cuesta tararear un jugo de buenas nuevas sin las manos engarzadas atrás mientras bizqueamos?
Este país no puede permitir ser un ovillo de fiebres bajo sombreros patriarcas ni es de recibo permanecer en un oscuro ceremonial y espantadizo, remolcando sombras del pasado. No es suficiente con esgrimir el talento, el músculo portuario, las murallas aurelianas.
Vayamos hacia una perspectiva íntegra, hacia un plebiscito imprescindible, hacia un contraste puramente conciliador. España ha de reencontrarse en un auténtico espacio de convivencia y articular una empresa competente con la responsabilidad y exigencia que conlleva comenzar a preparar un mañana, que conlleva comportarse como una verdadera sociedad en la que el sudor esté puesto en pie y las virgencitas, muy frías.
No nos vamos a quedar en un remanso de pulgas y peanas para los restos, pero la dictadura del voto, el poder por el poder, las bandas de saqueadores en todos los ámbitos, son la peor de las soluciones.
Ortega supo verlo en su momento. Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana. Nada tiene que ver el sostener un monedero escandaloso con formar naciones felices. Debemos comenzar a contar los unos con los otros, a hacer propósito de enmienda, hemos de buscar el pelotón de la calidez.
Sí, se nos ve la raya del pelo, quedan desnudas nuestras carencias. Lo francamente bárbaro es que aflore la marca de fábrica de todo estúpido peligroso: la soberbia. ¡Basta ya de retorcer amuletos! ¡Salgamos de ese féretro del que somos su peatón más lúgubre.
Aún así, considero, que con coágulos grises o sin ellos, con un único traje de campaña, siendo a veces agua embalsada, tenemos las energías suficientes, el aplomo y la mirada libre que nos permitirán salir de esta crisis. Y no hace falta hacer cremalleras en los aires.
Hay que poner en valor los principios democráticos, dejar de balconearlos y posarlos donde corresponde, trasladar la acción política del discurso vacío y estéril de esa estudiantina reglada por la indiferencia, de las baladronadas y la casquería pseudointelectual, al ejercicio legítimo de derechos de crítica y participación de una ciudadanía que no disfruta de un estatuto como tal.
Tan sólo nos basta recobrar aquello que nos han esquilmado, rehacernos de la agresión que hemos sufrido, ser tercos y exigentes con quienes dicen representarnos.
Eso sí, lo lograremos dejando morir este proceso que nos sume en el más acorralado de los pesimismos. Hagámoslo sin cargas de caballería, sin más furia que aquella que nos emplaza a coger las riendas del espacio público. Hagámoslo sin políticos profesionales ganseando, esperando con derrotes cortos y con el fuelle constante de la incapacidad.
Queridos lectores: el polvo se posa en el suelo tras la estampida. No debemos descolgar el auricular que nos habla de testamentos, ni tampoco abicharnos como en el pasado. Todo ello sería evocar una religiosa melancolía.
Siendo ciudadanos, que no aldeanos, habríamos de haber detenido este mecanismo diabólico, esta nefasta empresa de demoliciones que ha usado el Estado para prohibir y obligar, para enseñorearse desde altos capitonés, con trabucos envueltos a mano, deberíamos exigirle al Jefe del Estado que cumpla con su papel constitucional, esto es, que arbitre y modere, que ponga fin a los desmanes de esta casta arrogante y mezquina, a estos muchos republicanos de monte bajo y kennedis zandungueros que pretenden descollar por encima de la escopetada.
J. DELGADO-CHUMILLA