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Los reyes del parque

Un año dura más de trescientos días. Cada día tiene veinticuatro horas. Es tiempo de sobra para hacer planes, muchos planes. Cuál es el mejor bar donde ir con los amigos; llamarla o no un día de estos para que sepa que sigues vivo; qué hacer en definitiva. Todo se resume en un enorme ¿qué hacer?

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El tiempo pasa. Muy pocas veces podemos evitar pagar la factura. Pero hay ocasiones en que no molesta. Un día cualquiera sales a la calle y decides ver al mejor psicoterapeuta del mundo. Un amigo de los de toda la vida, en peligro de extinción, y unas litronas bien frías de La Auténtica. La llamábamos así porque era la única tienda del barrio que, en plena dictadura de la litro con tapón de rosca, seguía vendiendo cerveza con su chapa de toda la vida.

Nos pusimos al día enseguida. Él seguía trabajando de esto, aquello. No había perdido su gran sentido del humor, su capacidad de robarte una carcajada aunque estuvieras muy jodido. Yo seguía escribiendo para algún periódico gratuito; de vez en cuando me publicaban algún relato, nada importante.

Sin más preámbulos, llegó el turno de recordar anécdotas. Teníamos para parar un tren. La mayoría de cuando éramos quinceañeros. No está mal que te recuerden de vez en cuando lo idiota que eras en aquel entonces. En eso no hemos cambiado mucho. Sinceramente, muchas veces pensé en la posibilidad de que nunca hemos dejado de tener quince años.

Cuatros litronas, algún cigarro, muchas risas. Empezamos a contarnos problemas. De esos que no aguantan mucho tiempo dentro del cuerpo, de los que se te agarran al pecho y a la garganta: debes vomitarlos a la persona adecuada. Te das cuenta de una de las escasas verdades absolutas de esta vida. Como dijo el dramaturgo, "los amigos de verdad se cuentan con los dedos de la mano de un manco".

Hacía unos cuantos años que no nos veíamos. El tiempo, el que uno de los dos viva en otra ciudad... Las excusas para que muera una amistad son muchas. Más son los motivos para no perderla. Parecía que no hubiésemos perdido el contacto. Como siempre, escuchó atentamente mis palabras. Pronunció la única frase que podía elevarme el ánimo, y me dio un abrazo.

Sentado en aquel banco de un parque cualquiera, comprendí el motivo de que llevara más de diez años llamando a esa persona "amigo".
CARLOS SERRANO
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