El verano nos agota. Se supone que está concebido para descansar, pero el resultado real es que está reñido con el sosiego. Eso de que es un paréntesis para relajar nuestras agobiadas existencias, es un camelo. Una cháchara más de libro de autoayuda. No hay quien se lo crea. Es sencillamente una fama inmerecida. La gente sale de él más cansada de lo que entró. Pero con la misma mala leche. O peor.
El verano y toda esa sarta de programas de televisión a pie de playa nos muestra como somos: vociferantes y grotescos. El calor nos tuesta las meninges, enloquece al personal y es un pegajoso compañero que nos hace sudar de madrugada. ¡Un poco de aire fresco, por favor! A mi lado un indignado con la sofocante temperatura (no del 15-M, sino de mediados de agosto) grita desahogado: ¡prefiero la monotonía del invierno! ¡Que le vayan dando a la tumbona y al espeto de sardinas!
La atosigante irradiación solar nos pone en pelotas, con los tatuajes y el colesterol al aire. Es un paraíso artificial, una engañifa todo incluido. El verano lo recibimos desnudos, o casi. Pero es su fin, estos perezosos días calientes de septiembre que se resisten a abandonarnos, el que nos muestra tal como somos: bronceados para hincar el diente.
Da lo mismo lo que haya que morder, aunque como españoles tan rancios como irreductibles que somos, y no lo ocultamos, tengamos, por supuesto, preferencias bien perfiladas: el cine de Pedro Almodóvar y los sueldos de los políticos nos excitan sobremanera. Mucho más que los corruptos que se mueven a sus anchas, infinitamente más que la dictadura de los mercados, quién lo iba a decir.
Estos dos asuntos, a la vista del enojo que suscitan, sí que nos pican considerablemente. Las fluctuaciones de la prima de riesgo, ese lío de mercaderes, esa estrategia de especuladores, nos aplastan a diario, no nos dejan vivir en paz, ni tomarnos un café a gusto, y sin embargo los que nos priva de verdad es fisgonear en la cartera de los diputados, y apresurarnos a dar un juicio, negativo of course, sobre el cine de Almodóvar. No tenemos remedio. Para empezar la temporada, no está nada mal.
Pero todo a su tiempo. Primero, toca examinar el monedero de los políticos. Con la publicación de los ingresos y el patrimonio de los Padres de la Patria se ha desatado el morbo de los ciudadanos. Es cierto que también, casi con la misma intensidad, se han multiplicado las dudas sobre la veracidad de esos datos.
Ellos, nuestros representantes públicos, hasta que no se diga lo contrario, abren en canal su cuenta corriente en un país donde muy pocos tienen esa costumbre, a no ser que medie una orden judicial. Y nos enseñan (sin engaños, es de suponer) el estado de su cartilla de ahorros, la situación de sus finanzas domésticas, los plazos pendientes de la hipoteca, porque pertenecer a la clase política no te pone a salvo de los bancos. Es una obligación, de acuerdo, algo comprensible en una democracia que exige transparencias a los gobernantes, pero también es una eficaz forma de contrarrestar sospechas.
Seguramente los datos colgados en las web del Congreso de los Diputados y del Senado no sean un reflejo exacto y pormenorizado de las posesiones de sus señorías. En muchos casos, por ejemplo, se hace una relación de propiedades inmobiliarias (pisos, fincas, cocheras…) pero, como no se indica el valor ni el precio de cada una de ellas, resulta complicado establecer un baremo fiable, aunque sí aproximado, del grado de bienestar económico de los congresistas y senadores.
Lo que si es seguro, a la vista de la extrema disparidad de los números publicados y teniendo en cuenta que hay (o debe haber) una similitud de sueldos y pensiones, es que la capacidad de ahorro varia bastante, es decir que hay quien, por lo que sea, vive al día y otros que prefieren llenar la hucha.
Pero tampoco en esto se cumplen los tópicos, porque resulta que Gaspar Llamazares tiene la cuenta corriente más saneada que alguno de sus colegas catalanes. Claro que se podría decir, acogiéndonos al chiste fácil, que el diputado asturiano es de los del “puño cerrado”, levantado por supuesto.
Lo de Almodóvar, al igual que sucede con los políticos, es otra de las distracciones favoritas de los habitantes de la “piel de toro”. Cada vez que estrena una película, y ya lo ha hecho 18 veces, se produce una irreconciliable –otra más– disputa entre españoles. Todo dios, quiero decir cada vecino, se hace, formula o proclama su punto de vista sobre el cine del director manchego, independientemente de que se haya molestado en ver la película o no.
Aquí, en ese ejercicio espontáneo y vehemente de dar nuestro parecer a troche y moche, no hay quién nos gane. Da igual que seas un indocumentado, un papanata o un cretino. No importa que se pueda caer en el ridículo más espantoso, o que, so pena de arriesgarse a una metedura de pata histórica, te pongas a hablar de algo que no conoces, dando juicios de valor delante de un muro de micrófonos.
En este menester, además, no hay escalas, ni quien iguale la osadía de las apreciaciones, cuanto más altisonantes, más erradas. Lo mismo opina un mindundi que toda una ministra de Cultura. Y no lo digo de oídas, porque una vez, en el Festival de San Sebastián, fui testigo de la completa descalificación que, ante una nube de periodistas perplejos, se permitió hacer esta integrante del Gobierno de España, al manifestar su opinión contraria sobre una película que no había visto, ni parecía albergar intención alguna de hacerlo. ¿Para qué? si, de antemano, ya la había condenado. Una de dos: o estaba saliéndole el censor que llevaba dentro, o se comportaba como una ignorante sin remedio.
Algo de esto también sucede cuando muchos se lanzan a pronunciarse sobre el trabajo de Almodóvar. Conste que parto de la base de que, como cualquier otro artista, él y su obra deben estar expuestos al análisis y al filtro de la crítica.
Pero ocurre que, frente a la filmografía de nuestro oscarizado cineasta, da la sensación, no pocas veces, que el enjuiciamiento de su cine va más allá de lo imparcial y objetivo, que en esos implacables y ofensivos comentarios subsisten pleitos pendientes, algo que es ajeno a lo que se somete a la reprobación o al aplauso del crítico.
Pero la cosa puede ser incluso peor, abundan los antialmodovarianos, de la misma forma que, en general y sin matices que valgan, se fustiga nuestro cine. Da lo mismo lo que haga, porque previamente ya está machacado. En realidad qué poco hemos avanzado. Es lo que hace tanto tiempo decía Antonio Machado: “Envuelta en sus harapos, Castilla desprecia cuanto ignora”.
El verano y toda esa sarta de programas de televisión a pie de playa nos muestra como somos: vociferantes y grotescos. El calor nos tuesta las meninges, enloquece al personal y es un pegajoso compañero que nos hace sudar de madrugada. ¡Un poco de aire fresco, por favor! A mi lado un indignado con la sofocante temperatura (no del 15-M, sino de mediados de agosto) grita desahogado: ¡prefiero la monotonía del invierno! ¡Que le vayan dando a la tumbona y al espeto de sardinas!
La atosigante irradiación solar nos pone en pelotas, con los tatuajes y el colesterol al aire. Es un paraíso artificial, una engañifa todo incluido. El verano lo recibimos desnudos, o casi. Pero es su fin, estos perezosos días calientes de septiembre que se resisten a abandonarnos, el que nos muestra tal como somos: bronceados para hincar el diente.
Da lo mismo lo que haya que morder, aunque como españoles tan rancios como irreductibles que somos, y no lo ocultamos, tengamos, por supuesto, preferencias bien perfiladas: el cine de Pedro Almodóvar y los sueldos de los políticos nos excitan sobremanera. Mucho más que los corruptos que se mueven a sus anchas, infinitamente más que la dictadura de los mercados, quién lo iba a decir.
Estos dos asuntos, a la vista del enojo que suscitan, sí que nos pican considerablemente. Las fluctuaciones de la prima de riesgo, ese lío de mercaderes, esa estrategia de especuladores, nos aplastan a diario, no nos dejan vivir en paz, ni tomarnos un café a gusto, y sin embargo los que nos priva de verdad es fisgonear en la cartera de los diputados, y apresurarnos a dar un juicio, negativo of course, sobre el cine de Almodóvar. No tenemos remedio. Para empezar la temporada, no está nada mal.
Pero todo a su tiempo. Primero, toca examinar el monedero de los políticos. Con la publicación de los ingresos y el patrimonio de los Padres de la Patria se ha desatado el morbo de los ciudadanos. Es cierto que también, casi con la misma intensidad, se han multiplicado las dudas sobre la veracidad de esos datos.
Ellos, nuestros representantes públicos, hasta que no se diga lo contrario, abren en canal su cuenta corriente en un país donde muy pocos tienen esa costumbre, a no ser que medie una orden judicial. Y nos enseñan (sin engaños, es de suponer) el estado de su cartilla de ahorros, la situación de sus finanzas domésticas, los plazos pendientes de la hipoteca, porque pertenecer a la clase política no te pone a salvo de los bancos. Es una obligación, de acuerdo, algo comprensible en una democracia que exige transparencias a los gobernantes, pero también es una eficaz forma de contrarrestar sospechas.
Seguramente los datos colgados en las web del Congreso de los Diputados y del Senado no sean un reflejo exacto y pormenorizado de las posesiones de sus señorías. En muchos casos, por ejemplo, se hace una relación de propiedades inmobiliarias (pisos, fincas, cocheras…) pero, como no se indica el valor ni el precio de cada una de ellas, resulta complicado establecer un baremo fiable, aunque sí aproximado, del grado de bienestar económico de los congresistas y senadores.
Lo que si es seguro, a la vista de la extrema disparidad de los números publicados y teniendo en cuenta que hay (o debe haber) una similitud de sueldos y pensiones, es que la capacidad de ahorro varia bastante, es decir que hay quien, por lo que sea, vive al día y otros que prefieren llenar la hucha.
Pero tampoco en esto se cumplen los tópicos, porque resulta que Gaspar Llamazares tiene la cuenta corriente más saneada que alguno de sus colegas catalanes. Claro que se podría decir, acogiéndonos al chiste fácil, que el diputado asturiano es de los del “puño cerrado”, levantado por supuesto.
Lo de Almodóvar, al igual que sucede con los políticos, es otra de las distracciones favoritas de los habitantes de la “piel de toro”. Cada vez que estrena una película, y ya lo ha hecho 18 veces, se produce una irreconciliable –otra más– disputa entre españoles. Todo dios, quiero decir cada vecino, se hace, formula o proclama su punto de vista sobre el cine del director manchego, independientemente de que se haya molestado en ver la película o no.
Aquí, en ese ejercicio espontáneo y vehemente de dar nuestro parecer a troche y moche, no hay quién nos gane. Da igual que seas un indocumentado, un papanata o un cretino. No importa que se pueda caer en el ridículo más espantoso, o que, so pena de arriesgarse a una metedura de pata histórica, te pongas a hablar de algo que no conoces, dando juicios de valor delante de un muro de micrófonos.
En este menester, además, no hay escalas, ni quien iguale la osadía de las apreciaciones, cuanto más altisonantes, más erradas. Lo mismo opina un mindundi que toda una ministra de Cultura. Y no lo digo de oídas, porque una vez, en el Festival de San Sebastián, fui testigo de la completa descalificación que, ante una nube de periodistas perplejos, se permitió hacer esta integrante del Gobierno de España, al manifestar su opinión contraria sobre una película que no había visto, ni parecía albergar intención alguna de hacerlo. ¿Para qué? si, de antemano, ya la había condenado. Una de dos: o estaba saliéndole el censor que llevaba dentro, o se comportaba como una ignorante sin remedio.
Algo de esto también sucede cuando muchos se lanzan a pronunciarse sobre el trabajo de Almodóvar. Conste que parto de la base de que, como cualquier otro artista, él y su obra deben estar expuestos al análisis y al filtro de la crítica.
Pero ocurre que, frente a la filmografía de nuestro oscarizado cineasta, da la sensación, no pocas veces, que el enjuiciamiento de su cine va más allá de lo imparcial y objetivo, que en esos implacables y ofensivos comentarios subsisten pleitos pendientes, algo que es ajeno a lo que se somete a la reprobación o al aplauso del crítico.
Pero la cosa puede ser incluso peor, abundan los antialmodovarianos, de la misma forma que, en general y sin matices que valgan, se fustiga nuestro cine. Da lo mismo lo que haga, porque previamente ya está machacado. En realidad qué poco hemos avanzado. Es lo que hace tanto tiempo decía Antonio Machado: “Envuelta en sus harapos, Castilla desprecia cuanto ignora”.
MANUEL BELLIDO MORA