Resistir no es aguantar estoicamente la ola del mal. Ni obcecarse en una idea sin futuro. Es negar el pensamiento único. Es el coraje de los hombres y mujeres despiertos que se niegan a ingerir el somnífero que adormece las conciencias. Ni el silencio ni la inacción son suficientes para conquistar el mañana. El ayer está cerrado pero del porvenir sólo seremos dueños si nos atrevemos a conquistarlo.
No es una maldición divina que los poderosos sigan ganando tantas batallas contra los mismos. No acepto que la Iglesia Católica, a base de organizar espectáculos a lo Madonna, quiera esconder sus vergüenzas en un discurso vacío de contenido, pronunciando verbos que no verbalizan debajo de los púlpitos; ni que la izquierda esté únicamente condenada a ser el refugio de los utópicos y soñadores.
No es aceptable y me resisto a que Andalucía siga teniendo 62 diputados en Madrid que nunca hablan de los andaluces; ni a que la derecha vasca y catalana sigan comiéndose la porción más jugosa de la tarta del Estado; ni que América Latina esté condenada a sufrir regímenes autoritarios o democracias de cartón; ni que una mujer siga teniendo que explicar si tiene hijos o está casada en una entrevista de trabajo.
Me planto ante la injusticia que sufre Palestina o ante el muro que divide a los ricos de Estados Unidos de los pobres de México; y ante los otros 12 muros invisibles que no cayeron con la caída del de Berlín. No me detengo ante el avance del pensamiento único que, a fuerza de extender su veneno, idiotiza las mentes de mis coetáneos; ni a pensar que los poblados chabolistas que avergüenzan a mi ciudad sean un mal endémico que han de sufrir quienes nacieron en los subterfugios del sistema.
No claudicaré ante mi visión republicana del Estado, porque no tolero que una institución aristocrática, educada y mantenida por mis impuestos ocupe un lugar preferente en la Constitución; ni que los no creyentes no podamos gozar de la impunidad que da la libertad religiosa.
Resistiré, ahora y siempre, ante la falta de valores humanistas que destruye la conciencia de nuestra sociedad; me niego a creer que la ausencia de cualquier ética sea el vehículo que me arrastre al éxito; ni que para ser aplaudido deba callarme lo que mi conciencia no silencia; ni que el periodismo esté condenado a esconder la voz de los que no tienen voz.
Me niego a dotar de legitimidad a los eruditos de supermercados ni a la modernidad de IKEA; me opongo al cinismo de los dirigentes del PP, defensores de la doctrina económica que nos ha traído hasta aquí. Nunca el pirómano de un incendio puede ser, a la vez y sin el más mínimo rubor, el bombero.
Me indigno con la pedagogía insultante con la que Rubalcaba nos explica sus ungüentos anticrisis y con el cinismo de la egopolítica Rosa Díez, autoproclamada como regeneradora de la democracia y enemiga de los nacionalismos periféricos, que fue consejera del Gobierno vasco, junto al PNV, y que lleva 30 años de un sillón a otro para "regenerar la vida pública".
No me enternecen las campañas de solidaridad facilona de Navidad o las que se difunden, con el lema “pégalo en tu muro”, por las redes sociales; no es irremediable que Andalucía ocupe los primeros puestos en los ránquines de desempleo o fracaso escolar ni que sea indiscutible privatizar la sanidad, la educación o rebajar los salarios a los trabajadores para salir de esta crisis que no han creado las capas más débiles.
Sueño con una Europa federal y equitativa, como la que soñó Schumann, que ahora mismo sólo transcurre por las autopistas de la especulación financiera; me quedaré afónico defendiendo el proyecto europeísta, el más hermoso y romántico edificio que los europeos hemos sido capaces de edificar tras dos guerras fratricidas.
Resisto ante las voces que claman por el fin del sueño europeísta, añoro una Europa que sin abandonar la igualdad sepa también ser libre. Es mentira que para ser libres no podamos ser iguales, ni que para ser iguales no podamos ser libres.
Elevo el alma, la voz y toda mi energía en contra de una sistema económico que sólo sabe de macrocifras y que invisibiliza al ser humano en su cuenta de resultados; seguiré resistiéndome a que la Declaración Universal de Derechos Humanos no sea el documento base sobre el que se diseñe la arquitectura de este mundo perdido, asolado por la indecencia y que huye de sí mismo.
Resistiré si la “mano invisible” del mercado se quiere apropiar de mis ilusiones o si me trata de convencer de que la única manera de llegar a Ítaca es caminar sin volver la vista atrás, para no integrar en el pelotón delantero a los que caminan detrás. “¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar”, dice el uruguayo Eduardo Galeano. Yo resisto y camino. El futuro sólo será lo que nosotros hagamos de él.
No es una maldición divina que los poderosos sigan ganando tantas batallas contra los mismos. No acepto que la Iglesia Católica, a base de organizar espectáculos a lo Madonna, quiera esconder sus vergüenzas en un discurso vacío de contenido, pronunciando verbos que no verbalizan debajo de los púlpitos; ni que la izquierda esté únicamente condenada a ser el refugio de los utópicos y soñadores.
No es aceptable y me resisto a que Andalucía siga teniendo 62 diputados en Madrid que nunca hablan de los andaluces; ni a que la derecha vasca y catalana sigan comiéndose la porción más jugosa de la tarta del Estado; ni que América Latina esté condenada a sufrir regímenes autoritarios o democracias de cartón; ni que una mujer siga teniendo que explicar si tiene hijos o está casada en una entrevista de trabajo.
Me planto ante la injusticia que sufre Palestina o ante el muro que divide a los ricos de Estados Unidos de los pobres de México; y ante los otros 12 muros invisibles que no cayeron con la caída del de Berlín. No me detengo ante el avance del pensamiento único que, a fuerza de extender su veneno, idiotiza las mentes de mis coetáneos; ni a pensar que los poblados chabolistas que avergüenzan a mi ciudad sean un mal endémico que han de sufrir quienes nacieron en los subterfugios del sistema.
No claudicaré ante mi visión republicana del Estado, porque no tolero que una institución aristocrática, educada y mantenida por mis impuestos ocupe un lugar preferente en la Constitución; ni que los no creyentes no podamos gozar de la impunidad que da la libertad religiosa.
Resistiré, ahora y siempre, ante la falta de valores humanistas que destruye la conciencia de nuestra sociedad; me niego a creer que la ausencia de cualquier ética sea el vehículo que me arrastre al éxito; ni que para ser aplaudido deba callarme lo que mi conciencia no silencia; ni que el periodismo esté condenado a esconder la voz de los que no tienen voz.
Me niego a dotar de legitimidad a los eruditos de supermercados ni a la modernidad de IKEA; me opongo al cinismo de los dirigentes del PP, defensores de la doctrina económica que nos ha traído hasta aquí. Nunca el pirómano de un incendio puede ser, a la vez y sin el más mínimo rubor, el bombero.
Me indigno con la pedagogía insultante con la que Rubalcaba nos explica sus ungüentos anticrisis y con el cinismo de la egopolítica Rosa Díez, autoproclamada como regeneradora de la democracia y enemiga de los nacionalismos periféricos, que fue consejera del Gobierno vasco, junto al PNV, y que lleva 30 años de un sillón a otro para "regenerar la vida pública".
No me enternecen las campañas de solidaridad facilona de Navidad o las que se difunden, con el lema “pégalo en tu muro”, por las redes sociales; no es irremediable que Andalucía ocupe los primeros puestos en los ránquines de desempleo o fracaso escolar ni que sea indiscutible privatizar la sanidad, la educación o rebajar los salarios a los trabajadores para salir de esta crisis que no han creado las capas más débiles.
Sueño con una Europa federal y equitativa, como la que soñó Schumann, que ahora mismo sólo transcurre por las autopistas de la especulación financiera; me quedaré afónico defendiendo el proyecto europeísta, el más hermoso y romántico edificio que los europeos hemos sido capaces de edificar tras dos guerras fratricidas.
Resisto ante las voces que claman por el fin del sueño europeísta, añoro una Europa que sin abandonar la igualdad sepa también ser libre. Es mentira que para ser libres no podamos ser iguales, ni que para ser iguales no podamos ser libres.
Elevo el alma, la voz y toda mi energía en contra de una sistema económico que sólo sabe de macrocifras y que invisibiliza al ser humano en su cuenta de resultados; seguiré resistiéndome a que la Declaración Universal de Derechos Humanos no sea el documento base sobre el que se diseñe la arquitectura de este mundo perdido, asolado por la indecencia y que huye de sí mismo.
Resistiré si la “mano invisible” del mercado se quiere apropiar de mis ilusiones o si me trata de convencer de que la única manera de llegar a Ítaca es caminar sin volver la vista atrás, para no integrar en el pelotón delantero a los que caminan detrás. “¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar”, dice el uruguayo Eduardo Galeano. Yo resisto y camino. El futuro sólo será lo que nosotros hagamos de él.
RAÚL SOLÍS