Hay un conocido refrán que dice: “Si repites una mentira mil veces se convierte en verdad”, y a mí suele bastarme con apenas cinco o diez veces... Hay quien nace para jugar al fútbol, para encabezar una dictadura, incluso para batir el récord mundial de incoherencias. Todo el mundo nace con un fin, pero sólo unos pocos tenemos un don y, en mi caso, es mentir. Y vaya, ¡soy la leche mintiendo!
Descubrí el don en mi casa. Estaba triste y desquiciada. No sabía cómo perder el tiempo y le conté a un ventilador que, en realidad, él era un microondas. El tío no se lo creyó. Se lo repetí cinco veces y dudaba. A la décima, el microondas le contaba a las paredes que él era una máquina para calentar. Pero, lo verdaderamente esencial, es que a la media hora el puto microondas podía descongelar hasta a Walt Disney. ¡Estaba absolutamente convencido!
Comencé a potenciar mi capacidad y se me ocurrió engañar al espejo. Yo siempre me había visto con unos kilos de más, no había nacido para ser guapa, pero sí para cambiarlo.
- Chato, estoy muy buena –le grité.
El espejo no reaccionó demasiado, quizá una sonrisita con los dientes más blancos.
- Chato, que te digo que estoy muy pero que muy buena –repetí con una pizca más de énfasis y ya me vi con unas tetas que ya quisiera yo...
Al rato medía un metro con setenta y cinco centímetros, llevaba una melena castaña y bruñida y tenía una cara de muñeco de porcelana. Si me llega a ver en ese momento Ashton Kutcher, me juego cien euros a que le tentaba mi espalda. Pensé que mi nuevo cuerpo se merecía un nombre de modelo exultante, un nombre que con sólo escucharlo ya te entrara un cosquilleo.
- No soy Carmen. Me llamo Ana Montenegro –y fue susurrarlo en seis ocasiones y en mi DNI ya se leía “Dña. Ana Montenegro”.
Al bajar a la calle mis vecinos se dirigieron a mí con un “nos vemos, señorita Montenegro”. Quizá a mi madre le costó más asimilarlo, por eso de que fue ella quien eligió mi antigua forma designativa.
- Mamá, que Carmen es la pazguata, yo soy Ana –y a las pocas veces la mujer ya me hacía mención con un “Anita” cariñoso y hablaba del primo ficticio Carmen que, por fantasía mía, dije que andaba con un pie en un convento de clausura.
La vida se me antojó fácil. Fui reina de un país inventado, gané un óscar a mejor actriz principal, convencí a George Clooney de que lo idóneo para su carrera era hacer un desnudo y a Emaná de que la podía liar más que Messi.
Todas mis ocurrencias eran creíbles: yo me las creía, ellos se las creían, vosotros os las estáis creyendo ahora. ¡Coño, era buena contando cuentos, soy una buena cuentacuentos! ¡Y si a alguien no le gusta no hay más que repetir la frase de forma continuada y cualquiera me toma ya por una de las hermanas Brönte!
No obstante, tampoco voy a jugar en exceso con vuestro juicio y os adelanto que toda esta narración es mentira, aunque sé que no lo tenéis aún del todo claro por mi destreza inventiva.
He ideado esta historia para persuadirme de que soy capaz de timarme a mí misma, de que soy capaz de engañar a la mismísima certeza si ando lúcida en la creatividad. Según rezaba mi refrán: “Si repites una mentira mil veces se convierte en verdad”. Ésta va a ser mi 14.710 repetición de una falsedad que, por cosas de la vida, no quiere modificar su estado natural. Pese a que lo he intentado de todas las formas posibles, he aquí la única mentira que no logro creer ni en mis propios cuentos: “Ya no estoy enamorada de ti”.
Descubrí el don en mi casa. Estaba triste y desquiciada. No sabía cómo perder el tiempo y le conté a un ventilador que, en realidad, él era un microondas. El tío no se lo creyó. Se lo repetí cinco veces y dudaba. A la décima, el microondas le contaba a las paredes que él era una máquina para calentar. Pero, lo verdaderamente esencial, es que a la media hora el puto microondas podía descongelar hasta a Walt Disney. ¡Estaba absolutamente convencido!
Comencé a potenciar mi capacidad y se me ocurrió engañar al espejo. Yo siempre me había visto con unos kilos de más, no había nacido para ser guapa, pero sí para cambiarlo.
- Chato, estoy muy buena –le grité.
El espejo no reaccionó demasiado, quizá una sonrisita con los dientes más blancos.
- Chato, que te digo que estoy muy pero que muy buena –repetí con una pizca más de énfasis y ya me vi con unas tetas que ya quisiera yo...
Al rato medía un metro con setenta y cinco centímetros, llevaba una melena castaña y bruñida y tenía una cara de muñeco de porcelana. Si me llega a ver en ese momento Ashton Kutcher, me juego cien euros a que le tentaba mi espalda. Pensé que mi nuevo cuerpo se merecía un nombre de modelo exultante, un nombre que con sólo escucharlo ya te entrara un cosquilleo.
- No soy Carmen. Me llamo Ana Montenegro –y fue susurrarlo en seis ocasiones y en mi DNI ya se leía “Dña. Ana Montenegro”.
Al bajar a la calle mis vecinos se dirigieron a mí con un “nos vemos, señorita Montenegro”. Quizá a mi madre le costó más asimilarlo, por eso de que fue ella quien eligió mi antigua forma designativa.
- Mamá, que Carmen es la pazguata, yo soy Ana –y a las pocas veces la mujer ya me hacía mención con un “Anita” cariñoso y hablaba del primo ficticio Carmen que, por fantasía mía, dije que andaba con un pie en un convento de clausura.
La vida se me antojó fácil. Fui reina de un país inventado, gané un óscar a mejor actriz principal, convencí a George Clooney de que lo idóneo para su carrera era hacer un desnudo y a Emaná de que la podía liar más que Messi.
Todas mis ocurrencias eran creíbles: yo me las creía, ellos se las creían, vosotros os las estáis creyendo ahora. ¡Coño, era buena contando cuentos, soy una buena cuentacuentos! ¡Y si a alguien no le gusta no hay más que repetir la frase de forma continuada y cualquiera me toma ya por una de las hermanas Brönte!
No obstante, tampoco voy a jugar en exceso con vuestro juicio y os adelanto que toda esta narración es mentira, aunque sé que no lo tenéis aún del todo claro por mi destreza inventiva.
He ideado esta historia para persuadirme de que soy capaz de timarme a mí misma, de que soy capaz de engañar a la mismísima certeza si ando lúcida en la creatividad. Según rezaba mi refrán: “Si repites una mentira mil veces se convierte en verdad”. Ésta va a ser mi 14.710 repetición de una falsedad que, por cosas de la vida, no quiere modificar su estado natural. Pese a que lo he intentado de todas las formas posibles, he aquí la única mentira que no logro creer ni en mis propios cuentos: “Ya no estoy enamorada de ti”.
CARMEN LIROLA