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Las últimas horas de Javier Egea

Esta tarde, se me ha insinuado la tierra como una enorme jauría de pasteles. Me estoy criando en los adornos, en las batallas fuera de mi alcance. De esta forma será mi muerte. Como el chorro azul que arranca una huella retumbando en las calles. El juego hablado, acordado, el titular de un periódico de antenoche, vuelta de trapos rojos, tendidos, cuando se acorrala al lobo y se le asusta con cascabeles antes de fusilarlo. Me inundará el sabor capotado, a pan grande. A insectos granujas.

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Una discusión de razas y raquitismo.

La miro. Una escopeta en la mesa, prolongando los ejes del espíritu al que quema.

Mis ojos se nublan, me da la impresión de que las escaleras se remangan, dan un revés a mi carne helada. Cada sombra que proyecto es un simio de otro tiempo, un solitario juego de comba.

¿Cuándo dejará de llover? No quiero morir mientras llueve.

La ventana se hace chiquita, se enfría sin estocadas. Las ratas cucharean en toda mi ganancia de deshechos, gusanean entre mi basura.

Me ofusca tanto reproche, que el silencio se arrodille y me siga atisbando incorpóreo y cándido. No seré yo quien sujete su cadena para que él corretee como un toro amenazado por los insectos.

El talán de las campanas de la Catedral ejecuta su propio torneo en mis tímpanos, como un surtido de tiros que aplastan la cabeza, que toman el paso muy lentamente, que dejan mi cabaña sin latidos. Talán, talán. Esas campanas, que parecen fieras abanicando a un muerto.

He despertado con el vientre empapado, recostado en un castañetear de dientes, con la espuela dispar de la escopeta cobrando una fría factura, asurcando el pecho. El gatillo, como un reverendo severo, trepando hasta el presidio de mi aliento, como la ficción de un riacho bronco y a la vez dormito.

He tenido un mal sueño. Me aterran los artificios, la negrura de esas luces ventrales que viven por poco, apenas son luces niñas. Me aterra tanto entusiasmo en los laberintos.

He soñado que yo era un rasguño dañoso en la atmósfera retorcida de aquel taburete de tres patas, entre los letreros escurridos en medio de la carretera, solitario e inquietante como un niño abandonado con un lápiz en la mano, en aquel lugar donde la ley ejemplifica a los alientos y lanza la moneda al aire. Entre aquellos cadáveres en sus países fríos, con sus bretes de esclavos, montando su espectáculo bajo el gimoteo alsaciano de las farolas en las avenidas.

En el sueño he visto un coche detenido con los alones del frío, serrado con un resplandor vivo. De alguien que acaba por suicidarse, dormitando, desembuchando su mierda.

En su interior, un hombre vuelto calabaza, pisando losas familiares, sosteniendo su tropismo bajo el sobaco, entrando el oporto de la sangre por las ojeras.

Escucho como se entierra en la oscuridad con aseñorados pasos, como una pieza religiosa de guerra, sonriendo jocoso. Como el ahorcado del far west, con una sonrisa sucia, con la misma galería de hojas moviéndose en sonaja. Con el estilete del reloj detenido. Y un viento intruso.

Debe sentirse como un mozo paseante arrellanado en su inmenso porche. No sabe que ya está muerto.

En mi sueño he vuelto a la infancia, al cuchillo fregado que tanto me hizo llorar.

He vuelto a tener esa pesadilla. Me visita el ahorcado, con su despreciable casaca y su conversación de babuchero. Podría ser un muñón de mí mismo, una ojera de toda mi oscuridad. Sus bandas brillan con el sudor espeso de la noche, virutas cristalinas que resurgen como un licor fuerte, como la sangre de un lobo asestada en las cambroneras del campo, en la paleta seca del techo. Palpitan sus sílabas en las ocho millas de la nostalgia, como el choque de dos piedras, su entortado cortejo, el fuelle sonoro en su camino hablante.

Pastorea en la noria de mis ojos, su palco se hace cada vez mayor, cada vez que el reloj le acecha, se desangra en la fatiga, me impide visitar el sueño y los fragosos mundos que lo acompañan.

Me cuenta que hay que esperar a que todos duerman, hay que esperar a que se recojan las luces, para morir y hacer porte con las nieblas de la cama.

Me vuelvo a adentrar en los polos de mi mundo, en la colcha, junto al cementerio que no ceso de chupar. Un cigarro tras otro. Odio abrir los libros y toparme con los mismos chelines, el mismo pienso, la misma festividad alimenticia. El silencio muñequeando encima, rodando los globos de los ojos, nominando y oliscando la porcelana del juego, saboreando la carne de gallo.

Son las ocho. Mi habitación es hoy toda una vendimia, toda una ópera, demasiado sensible, es un montón de hierba e insultos, vaciándose, cubriendo la alfombra.

Es una lonja de sudores. Es humo recién puesto, mi último hotel de noche. Y yo nadando sobre la colada hirviente de mi volcán, en el centro de unas cataratas de ruido límpido y blanco.
J. DELGADO-CHUMILLA
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