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Frijolitos con arroz

Hace sólo unos pocos años viví la experiencia vital más importante de mi vida. Aprendí que la pobreza extrema es injusta per se. Siempre. Nadie merece la agonía de desconocer si su hijo podrá comer en la próxima toma o si la infravivienda que habita sobrevivirá a las lluvias o a la voracidad de la climatología.

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Nadie merece depender de la fortuna para seguir sobreviviendo. Es radicalmente injusto que un niño tenga lonas de plástico como techo en su escuela; que la inexistencia de lápices, cuadernos o gomas de borrar impida a una inocente criatura aprender a leer, escribir, sumar o restar; o que niños y niñas con menos de cinco años carguen con cubos de agua que pesan más que ellos.

Era desgarrador preguntar a Julito: “¿Qué desayunaste hoy?”. Y que él me respondiera: “Frijolitos con arroz”. Mismo menú para almorzar y para cenar. Julito desconocía que su carta culinaria era la causante del raquitismo que lo tenía desnutrido y debilitaba su estado de salud, que sólo notaba mejoría cuando el todoterreno de los médicos voluntarios visitaba El Hatillo –núcleo residencial campesino con paredes de madera, techos transparentes y suelos de barro y polvo-.

“Frijolitos con arroz”, pronunciado con la cadencia suave nicaragüense, son las tres palabras con las que recuerdo mi paso por la patria de Rubén Darío. Julito será ya un hombre. Sé que no habrá ido a la Universidad, como tampoco fue su hermano, y que su destino será igual de injusto que el de sus padres.

De ahí que nada me produzca más indignación que los gobiernos occidentales recurran a la reducción de las partidas presupuestarias destinadas a que los Julitos puedan comer algo más que frijolitos con arroz y que su futuro inmediato no dependa del cielo.

Es injusto que la crisis económica provocada por el mundo rico, que se creyó libre, rico y dichoso a base de pedir créditos bancarios que hoy no pueden pagar, sea la causa para suprimir la aportación a la lucha contra el hambre y la miseria en el mundo. Julito no lo entenderá. Yo tampoco.

No puedo llegar a entender que una de las primeras medidas de Juan Ignacio Zoido, tras tomar posesión como alcalde de Sevilla, haya sido la supresión de la Delegación de Cooperación al Desarrollo. Tampoco encuentro el párrafo en el ideario socialdemócrata que autorice a Zapatero a reducir en un 23 por ciento la solidaridad internacional.

Igualmente, me cuesta comprender qué habrá llevado al presidente de los andaluces a reducir en un 18 por ciento la Ayuda Oficial al Desarrollo. Ni entiendo ni quiero llegar a entender por qué Artur Mas piensa que para superar la crisis en Cataluña es necesario reducir en un 55 por ciento la aportación que mide nuestra sensibilidad, nuestra conciencia y nuestro humanismo.

Es indecente convencer a los ciudadanos de que es una necesidad, para cuadrar nuestras cuentas públicas, rebajar las cantidades destinadas a la lucha contra la pobreza en el mundo. Afortunadamente, países como Noruega, Reino Unido y Dinamarca, pese a la crisis económica (y de conciencia), piensan que es precisamente ahora cuando más hay que pensar en los más pobres de los pobres y que es injusto que los créditos del mundo rico los paguen los Estados que viven en una crisis permanente.

Sé que mi discurso no vende ni convence. Es mucho más vendible “primero los nuestros y después los de fuera”, como pregonó el nuevo alcalde de Sevilla sin el más mínimo complejo humano o intelectual. Ultracatólico confeso que desfila su “corpus” bajo palio a la vez que desconoce que quitar a los que menos tienen no es ni cristiano, ni humano, ni justo, ni de hombres buenos. Julito, estate tranquilo, siempre nos quedará la falsedad vomitiva de la Navidad.
RAÚL SOLÍS
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