La semana pasada, durante el Debate sobre el estado de la Nación, Mariano Rajoy hizo gala de su proverbial habilidad para ocultar su faz verdadera, sus intenciones y hasta las propuestas que piensa poner en práctica cuando acceda al Gobierno de España.
Es una habilidad un tanto atípica, no por lograr disimular completamente lo que le interesa, sino porque consigue que, aún adivinándose lo que esconde, la gente consienta su juego y apoye su táctica. La mayoría de los ciudadanos saben que Rajoy es un lobo disfrazado con piel de cordero, pero le siguen la chanza como si de verdad fuera un corderito más, inofensivo y tierno, del rebaño.
Sin embargo, a Rajoy le delatan ramalazos y gestos de prepotencia que nunca ha podido controlar ni cuando fue varias veces ministro en los gobiernos de Aznar, ni en los ocho años como líder de la oposición. Se advierte en ellos su tendencia al desprecio y al autoritarismo que ha de preocupar a los gobernados en un futuro próximo, si nada impide un pronóstico que parece asegurado.
Durante el Debate sobre el estado de la Nación, el presidente del Partido Popular, aparte de exigir durante cuarenta minutos el adelanto de las elecciones como mensaje único de su discurso, volvió a dar muestras de un temperamento sólo sujeto a la estrategia de no asustar y de parecer benévolo y tranquilo, pero que deja escapar palabras y desplantes que denotan su auténtica condición, incluso esa suficiencia absoluta que no admite ningún valor ni mérito al contrincante.
Tan faltón es en sus enfrentamientos con el presidente del Gobierno que, desde el primer año en la oposición, circunstancia no contemplada por los populares, Rajoy comenzó a exigir “rectificación” de cualquier iniciativa que partiera del Ejecutivo, aunque contara con el apoyo del resto de grupos parlamentarios.
Nunca ha entendido Rajoy que los demás pudieran tener algo de razón y él fuera el equivocado cuando todos encuentran lugares para el acuerdo y la colaboración. Si no se hacía lo que él proponía, negaba toda negociación.
Desde esa posición, es consecuente pedir siempre rectificaciones a los demás por no seguir sus postulados de política económica, laboral, social o frente al terrorismo. Ningún gran acuerdo adoptado en el Congreso de los Diputados, mucho menos si son reformas impuestas por la grave crisis financiera que asola a Europa, ha contado con el refrendo del Partido Popular. Antes al contrario, no ha dudado en socavar la solvencia de España ante mercados atentos al comportamiento de la oposición a la hora de calibrar la viabilidad de las medidas gubernamentales.
Pero Rajoy fue un poco más lejos en el último Debate sobre el estado de la Nación y fue más despreciativo: no sólo exigió rectificaciones, sino que se le escapó en alguna de las réplicas la frase dirigida al presidente del Gobierno “pero, usted quién se ha creído que es” para denunciar iniciativas adoptadas por el Ejecutivo que difieren de las del Partido Popular.
Rajoy sabe perfectamente que el Gobierno es quien dirige la política que se aplica en el país. Lo sabe pero no puede evitar escupir, como parece ser habitual en él, la ofensa sobre quien precisamente, como presidente del Gobierno, es el encargado de coordinar tal política y de administrar sus tiempos y modos.
Tal falta de consideración para con los adversarios ya era sintomática cuando, siendo vicepresidente del Gobierno en la era de Aznar, se enfrentó con la consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía, Magdalena Álvarez, con motivo -tangencial para lo que se discutía- del puro que estaba fumándose, menospreciando cualquier norma, durante una reunión del Consejo de Política Fiscal celebrada en La Moncloa, a finales de los ochenta.
No es que el humo y el olor del tabaco pudieran molestar a los presentes, cosa evitable siguiendo los dictados de la cortesía y de la educación, sino que además estaba prohibido fumar. O cuando quiso infravalorar la catástrofe del Prestige afirmando que el chapapote que se escapaba del petrolero hundido formaba "unos hilillos" que el mar se encargaría en hacer desaparecer.
Hacer lo que te da la gana, tratar al adversario con humillación y menosprecio y querer imponer exclusivamente tus propias recetas ocultas son actitudes que evidencian un carácter autoritario que, aunque circunstancialmente encuentre el refrendo de la ciudadanía, tarde o temprano se convertirá en un obstáculo insalvable para el ejercicio de la política y la gobernanza de un país.
Mariano Rajoy podrá ser un hombre de apariencia tranquila y afable, con experiencia y formación suficientes para acceder a la jefatura del Gobierno, pero si tales condiciones no son sino trajes para una función perfectamente representada, mal pronóstico le aguarda cuando los espectadores se den cuenta del engaño y comiencen a reclamar la devolución de la confianza prestada. Claro que para entonces ya pueden haber transcurrido, al menos, ocho años y se habrá podido aplicar el famoso programa oculto.
Es una habilidad un tanto atípica, no por lograr disimular completamente lo que le interesa, sino porque consigue que, aún adivinándose lo que esconde, la gente consienta su juego y apoye su táctica. La mayoría de los ciudadanos saben que Rajoy es un lobo disfrazado con piel de cordero, pero le siguen la chanza como si de verdad fuera un corderito más, inofensivo y tierno, del rebaño.
Sin embargo, a Rajoy le delatan ramalazos y gestos de prepotencia que nunca ha podido controlar ni cuando fue varias veces ministro en los gobiernos de Aznar, ni en los ocho años como líder de la oposición. Se advierte en ellos su tendencia al desprecio y al autoritarismo que ha de preocupar a los gobernados en un futuro próximo, si nada impide un pronóstico que parece asegurado.
Durante el Debate sobre el estado de la Nación, el presidente del Partido Popular, aparte de exigir durante cuarenta minutos el adelanto de las elecciones como mensaje único de su discurso, volvió a dar muestras de un temperamento sólo sujeto a la estrategia de no asustar y de parecer benévolo y tranquilo, pero que deja escapar palabras y desplantes que denotan su auténtica condición, incluso esa suficiencia absoluta que no admite ningún valor ni mérito al contrincante.
Tan faltón es en sus enfrentamientos con el presidente del Gobierno que, desde el primer año en la oposición, circunstancia no contemplada por los populares, Rajoy comenzó a exigir “rectificación” de cualquier iniciativa que partiera del Ejecutivo, aunque contara con el apoyo del resto de grupos parlamentarios.
Nunca ha entendido Rajoy que los demás pudieran tener algo de razón y él fuera el equivocado cuando todos encuentran lugares para el acuerdo y la colaboración. Si no se hacía lo que él proponía, negaba toda negociación.
Desde esa posición, es consecuente pedir siempre rectificaciones a los demás por no seguir sus postulados de política económica, laboral, social o frente al terrorismo. Ningún gran acuerdo adoptado en el Congreso de los Diputados, mucho menos si son reformas impuestas por la grave crisis financiera que asola a Europa, ha contado con el refrendo del Partido Popular. Antes al contrario, no ha dudado en socavar la solvencia de España ante mercados atentos al comportamiento de la oposición a la hora de calibrar la viabilidad de las medidas gubernamentales.
Pero Rajoy fue un poco más lejos en el último Debate sobre el estado de la Nación y fue más despreciativo: no sólo exigió rectificaciones, sino que se le escapó en alguna de las réplicas la frase dirigida al presidente del Gobierno “pero, usted quién se ha creído que es” para denunciar iniciativas adoptadas por el Ejecutivo que difieren de las del Partido Popular.
Rajoy sabe perfectamente que el Gobierno es quien dirige la política que se aplica en el país. Lo sabe pero no puede evitar escupir, como parece ser habitual en él, la ofensa sobre quien precisamente, como presidente del Gobierno, es el encargado de coordinar tal política y de administrar sus tiempos y modos.
Tal falta de consideración para con los adversarios ya era sintomática cuando, siendo vicepresidente del Gobierno en la era de Aznar, se enfrentó con la consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía, Magdalena Álvarez, con motivo -tangencial para lo que se discutía- del puro que estaba fumándose, menospreciando cualquier norma, durante una reunión del Consejo de Política Fiscal celebrada en La Moncloa, a finales de los ochenta.
No es que el humo y el olor del tabaco pudieran molestar a los presentes, cosa evitable siguiendo los dictados de la cortesía y de la educación, sino que además estaba prohibido fumar. O cuando quiso infravalorar la catástrofe del Prestige afirmando que el chapapote que se escapaba del petrolero hundido formaba "unos hilillos" que el mar se encargaría en hacer desaparecer.
Hacer lo que te da la gana, tratar al adversario con humillación y menosprecio y querer imponer exclusivamente tus propias recetas ocultas son actitudes que evidencian un carácter autoritario que, aunque circunstancialmente encuentre el refrendo de la ciudadanía, tarde o temprano se convertirá en un obstáculo insalvable para el ejercicio de la política y la gobernanza de un país.
Mariano Rajoy podrá ser un hombre de apariencia tranquila y afable, con experiencia y formación suficientes para acceder a la jefatura del Gobierno, pero si tales condiciones no son sino trajes para una función perfectamente representada, mal pronóstico le aguarda cuando los espectadores se den cuenta del engaño y comiencen a reclamar la devolución de la confianza prestada. Claro que para entonces ya pueden haber transcurrido, al menos, ocho años y se habrá podido aplicar el famoso programa oculto.
DANIEL GUERRERO