Allí estaba. Puntual como siempre. En aquel bar al final de la Gran Vía, al lado de la Plaza de España. Bar pequeño, pero de servicio excelente. Dos dedos de whisky si entraba el cliente contento para mantener su optimismo; si había que levantarlo, tres.
Esperó aproximadamente media hora. El tiempo justo de terminar la primera copa. Ella llegó bien preparada para la guerra verbal que tendría lugar en diez minutos aproximadamente. Vino con aquel vestido rojo que dejaba claro que iba a dar batalla sin cuartel, no iba a dejarse intimidar.
Eso y sus grandes ojos marrones, bastarían para desarmar a cualquier hombre armado de cualquier puto ejército del mundo. Se sentó sonriendo, y mirándolo fijamente pidió su ginebra de todos los viernes.
Con lo bien que lo había preparado todo, pensaba el pobre iluso nervioso, había perdido el combate antes de que sonara la campana. Hay cosas que no viene en los libros. Situaciones como esta son la mejor universidad.
La femme fatale cedió terreno muy hábilmente. Jugó con su pelo castaño, reía sin parar, el creía que tenía posibilidades de salvarse de la quema. Por ello dio un largo sorbo relajado a su vaso. Se estaba confiando, grave error.
Tras varias rondas, se pusieron al corriente de sus vidas. Ninguno era lo que esperaba de sí mismo. Trabajos que no llenaban, amantes que prometían mucho y sólo dejaron una fría firma en el colchón, viajes soñados que nunca hicieron.
De repente, sobre el pobre soldado acurrucado en la trinchera, cayó el ataque sin piedad de la artillería pesada.
– Ya no te quiero.
Lo soltó como si fuera la frase más fácil del mundo. Paul Warfield Tibbets Jr. se lo pensó menos para lanzar la bomba sobre Hiroshima.
Se quedó en blanco. No tenía ningún comodín en aquella partida. Jaque mate.
Como siempre, hubo un intento de salvar aquella masacre por parte de la agresora:
- Tranquilo, te llamaré. Creo que eres un hombre muy interesante, me haces reír, pero encontré a otro con quien me entiendo mejor -él leyó entre líneas, "con quien follo mejor".
Salió corriendo a la calle. Obviamente, fue una mala noche. A pesar de las bombillas que, sobre las cabezas de los transeúntes, intentaban dar luz sobre las heridas que todos tenemos en el pecho.
Llegó a una fiesta como tantas otras. Recurrió a los besos que sólo alivian durante unas horas. Se bebió la oscuridad para encontrar sus más bajos instintos que nos permiten ser nosotros mismos, que hunden nuestra careta de barro y vergüenza.
En el último tugurio miraba fijamente aquellos ojos verdes. Era preciosa, ella lo sabía, doble peligro. No supo cómo, pero estuvieron hablando de todo y de nada al mismo tiempo. Todo para acabar, como dijo el poeta, echando el polvo más triste del mundo.
Esperó aproximadamente media hora. El tiempo justo de terminar la primera copa. Ella llegó bien preparada para la guerra verbal que tendría lugar en diez minutos aproximadamente. Vino con aquel vestido rojo que dejaba claro que iba a dar batalla sin cuartel, no iba a dejarse intimidar.
Eso y sus grandes ojos marrones, bastarían para desarmar a cualquier hombre armado de cualquier puto ejército del mundo. Se sentó sonriendo, y mirándolo fijamente pidió su ginebra de todos los viernes.
Con lo bien que lo había preparado todo, pensaba el pobre iluso nervioso, había perdido el combate antes de que sonara la campana. Hay cosas que no viene en los libros. Situaciones como esta son la mejor universidad.
La femme fatale cedió terreno muy hábilmente. Jugó con su pelo castaño, reía sin parar, el creía que tenía posibilidades de salvarse de la quema. Por ello dio un largo sorbo relajado a su vaso. Se estaba confiando, grave error.
Tras varias rondas, se pusieron al corriente de sus vidas. Ninguno era lo que esperaba de sí mismo. Trabajos que no llenaban, amantes que prometían mucho y sólo dejaron una fría firma en el colchón, viajes soñados que nunca hicieron.
De repente, sobre el pobre soldado acurrucado en la trinchera, cayó el ataque sin piedad de la artillería pesada.
– Ya no te quiero.
Lo soltó como si fuera la frase más fácil del mundo. Paul Warfield Tibbets Jr. se lo pensó menos para lanzar la bomba sobre Hiroshima.
Se quedó en blanco. No tenía ningún comodín en aquella partida. Jaque mate.
Como siempre, hubo un intento de salvar aquella masacre por parte de la agresora:
- Tranquilo, te llamaré. Creo que eres un hombre muy interesante, me haces reír, pero encontré a otro con quien me entiendo mejor -él leyó entre líneas, "con quien follo mejor".
Salió corriendo a la calle. Obviamente, fue una mala noche. A pesar de las bombillas que, sobre las cabezas de los transeúntes, intentaban dar luz sobre las heridas que todos tenemos en el pecho.
Llegó a una fiesta como tantas otras. Recurrió a los besos que sólo alivian durante unas horas. Se bebió la oscuridad para encontrar sus más bajos instintos que nos permiten ser nosotros mismos, que hunden nuestra careta de barro y vergüenza.
En el último tugurio miraba fijamente aquellos ojos verdes. Era preciosa, ella lo sabía, doble peligro. No supo cómo, pero estuvieron hablando de todo y de nada al mismo tiempo. Todo para acabar, como dijo el poeta, echando el polvo más triste del mundo.
CARLOS SERRANO