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Grotesca casa de muñecas

La cena bisbisa como un cadáver agarrador, el sonoro declive de una vida que fue confidente, que nos recuerda el vértigo, el vértigo del amanecer, un vértigo lacónico, del pabilo de la luz que se apaga en el gran dormitorio de las tapias, el vértigo de la niñez cabida en la pipa del fumador.

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Los listones de madera se adueñan de mi aliento, lo convierten en insecto desdichado, que se pasea por las espaldas, por la canción castaña de las aspas del ventilador antillano, la prosa de lo que se dijo antes, cubierta de costras, de sedición y pólizas heladas.

- ¿De dónde eres, Eneda?

- De donde jamás mereceré ser. Vengo del fracaso, Helios. Tengo partido el cuerpo, medio apurado. Estoy dentro del cerco del hechicero. Pendiente de desahucio. Como un perro cojo, sin alimento, escabroso. Sin embargo, mi corazón está intacto. Y juega a sacar tajada de la vida, a llenarse de saludos, a frecuentar el furor de la garganta con un arma blanca en la voz.

¿De dónde me gustaría ser?, ¿a dónde me gustaría pertenecer? Esa es la pregunta pertinente. A aquel lugar sin estridencias, donde el tobillo pase por una insolencia y nadie me recrimine. A ese lugar donde la primavera desangra matices recortados, los muertos cumplen con su tránsito, donde puedes espantar al diablo con el parlamento de la mirada, donde no existen arcones exclusivos ni alcaudones que decapiten su apetito para sentirse a salvo.

A un lugar donde la tierra no esté mordida por las tapias ni por los coroneles, la tierra no tenga hierro ni balanzas.

A un lugar donde escuche los motores de los aviones, y nadie piense que el cielo ha dejado de ser un astillero más para las nubes y los lunáticos, se les vea arrugarse en una comida informal, sin que haya operarios ni estofado ni séquitos, el cielo avise, quite el pie, caiga delante de mis pechos, la locura me envuelva en una emisora de radio que ya no cuenta los días por domingos, se vacíe como cuencos tibetanos de paz, se acorte mientras paseo en bicicleta, en el humo blanco de un pasto quemándose, se extienda de azules de pelo largo cuando atardezca, y esté repleto de ligas, de bajitos que hablan francés, de tripas de amor, de rasgos propios de un sexo dulce, que manche la piel, que abra los huevos con el pico y no se enfrente al peso real de las ardillas.

Que los caballos sean un trozo más del campo, así, sin pasado, sin cosecha, sin albardón ni vaquero, con retinas extensibles, con disparates, que el castaño forme frases, yo las complete con el anzuelo de otra boca besándome. Y las yeguas blancas, que viven sueltas, acostadas en el primer grado de la tierra, sean la imagen de la Virgen María, y a su alrededor, música de cebada, viento encontrado para luchar, charcos haciendo gárgaras.

Me gustaría extraviarme en las cuatro esquinas de las pupilas tiernas, con la matriz inmaculada de las montañas, con las ermitas de los sinos y los senos, con los ojos magullados de los atardeceres. Sin gestas.

Me gustaría pertenecer a ese mundo hospitalario donde mis parientes pobres reposen en una tierra sin nadie, en una tierra de nadie, pueda dar sepultura y descanso a los perros que han llegado a niños siendo ancianos. Que pueda rodar ladera abajo, sintiendo que las pieles de aquellos plátanos se han hecho un traje de hombre. Y nadie las tildará de basura.

Nadie las molerá a patadas, y ese perro cojo y yo, que nos separaremos del resto, beberemos limonada y tomaremos dos palas. Yo le diré a mi compañero, mientras izamos la tierra: Aquí quisimos estar, y nunca terminará nuestro funeral porque seguiremos siempre vivos. Aquí quedará por siempre la espuma sentida de nuestros cadáveres, los carromatos levantando vuelos. No tendremos que habitar nunca más las cuevas, ni el metal, ni decidir el color. Ahora somos libres.
J. DELGADO-CHUMILLA
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