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Carmen Lirola | Diez segundos

Aquella mañana el sol había madrugado para salir a comprar el pan. Aún no habían abierto los quioscos y ya flirteaba con mi ventana en su ronda de despertador. “Chiquita, –le decía– vamos a levantarnos”. Y mi ventana, taciturna, descorría los visillos para recibirlo entre quejas y querellas matutinas.


- A las ocho me voy a trabajar –susurró Celia medio dormida.

Estaba tumbada a mi lado, con su espalda pegada a la mía, y despegó su párpado soñoliento para ver qué sorpresa le guardaba el reloj de la mesilla. Las 7:50.

- Sólo un ratito más –susurró mientras se daba la vuelta y se abrazaba a mí por detrás, fuerte, implacable.

Desde la cama, me quedé mirando a través del cristal. Calandrias y gorriones cantautoras, viandantes, farolas que se apagaban, coches y demás mobiliario público, todos ensimismados en la rutina de la calle principal del pueblo. Celia se desperezaba lentamente.

Me acariciaba el cuello, pasaba la pierna por encima, jugaba con sus manos por debajo de la chaqueta de mi pijama. Me giré y la besé. Los labios mantenían el mismo calor que se escondía bajo las sábanas, el mismo tacto voluptuoso e incandescente.

Cuando volví a mirar el despertador, el tiempo nos había robado nueve minutos y diez segundos. Sin que Celia se diera cuenta, a la vez que continuaba con las caricias infantiles, deslicé ambas manos por encima del edredón y quité la pila de mi reloj de pulsera. 7:59:50.

- ¿Qué hora es? –me preguntó

- Aún nos quedan diez segundos.

Las manecillas del reloj se olvidaron de avanzar. Los pájaros, los viandantes, las farolas, los coches y el resto del mobiliario público se olvidaron de avanzar. Todo se paró. Todos se clavaron en las siete y cincuenta y nueve con cincuenta segundos. No había explicación cierta, quizá el tiempo se percató de que aquellos “buenos días” eran algo reacios a que se les censurara tan pronto.

Pusimos la televisión y comenzamos una maratón de películas. Debatimos, charlamos, cuestionamos e incluso discutimos acerca de todas las absurdeces posibles. Cuando nos cansábamos, hacíamos el amor en cada baldosa del dormitorio, en la bañera, en el armario.

Nos vestíamos para desnudarnos, nos ensuciábamos para volver a ducharnos, reposábamos para luego volver a fatigarnos. Durante decenas de horas muertas contamos estrellas y convertimos el tercer piso de la Plaza Santa Ana en el museo de la lectura, el cine y los besos. De cuando en cuando, Celia lanzaba la misma pregunta.

- ¿Qué hora es?

- Todavía nos quedan diez segundos –le respondía.

Y entonces volvía a abstraerse en algún libro, como si no fuera consciente de cuántas páginas llevaba engullidas ahí, entre su séquito de almohadas y cojines. Empecé a dudar de cuánto tiempo más podría retardar su marcha, de si no era ya el momento propicio para dejar que las agujas circularan de nuevo por aquella esfera.

Tenía miedo de agobiarla, de aburrir sus ganas, así que aproveché otro de los abrazos furtivos para devolverle la pila a mi reloj, a escondidas. A continuación, el ruido mundano regresó a su puesto y profanó la paz de aquella habitación, la calle era el mismo hervidero de todos los días.

Sin zafarme de Celia, cerré los ojos e inicié la cuenta, partiendo desde uno y concluyendo en diez. “Uno, dos,…”, comencé. Celia, en tanto, posó su mano en mi rodilla y desde ahí ascendió. Poquito a poco, dibujaba líneas abstractas sobre la piel, recorriendo con la yema de su dedo la rótula, sartorio y grácil. Siempre hacia arriba.

El camino que seguía solo iba a deparar al paraíso inguinal, el culmen de la escalada. Sin embargo, se desvió de la ruta y ni siquiera me rozó, buscaba otra alternativa. Su línea continuó hasta toparse con mi muñeca, donde aquel reloj sonaba en su circunloquio particular.

“Ocho, nueve…”, cavilé. Entonces, con sutileza, se escuchó un ligero “clac” y noté cómo la pila de mi reloj caía sobre mi pierna. Celia se acercó y, hundiendo la cabeza en mi hombro, musitó:

- Sólo un ratito más.

CARMEN LIROLA
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