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Desmemoria del saqueo

Da igual por donde abras el periódico porque en cualquiera de sus rincones te aguarda la sorpresa. Me volvió a ocurrir el otro día cuando hojeaba con cierta premura el contenido del diario El Mundo. Por lo general, son los titulares los que, a primera vista, retienen mi atención. Esos gruesos caracteres impresos poseen la propiedad de imantar al lector sin que éste pueda evitarlo. Y yo no soy una excepción.

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El titular tiene algo de detonante. Anuncia la bomba (informativa, claro), cuando no lo es ya en sí mismo. El escritor ruso de origen judío Joseph Roth decía en uno de los capítulos finales de su novela Hotel Savoy que esas “letras eran como un estallido en el centro de la página”. Exactamente es así. Son como un disparo de tinta, una ráfaga con la potencia del resplandor, una frase corta sobre la que gravita todo el peso de la prensa.

No pongo objeción a esta regla de oro del periodismo, pero hay otra al menos con su mismo rango: la capital importancia de la foto que acompaña al texto. Nunca es una mera ilustración, ni un consorte de trámite. Y esta vez, menos aún. La que tenía frente a mí era un testimonio gráfico desolador. Primero me dejó perplejo, unos segundos después, aturdido.

La foto, hecha por Antonio Rubio (el firmante del artículo), me dejó finalmente paralizado. Al verla, me resistí a aceptar la crueldad que a veces nos reserva la vida: “No puede ser, ese que aparece ahí es alguien desvalido, despojado de su personalidad. No puede tratarse del mismo tipo, del todopoderoso abogado de Jesús Gil”.

Tuve que mirarla detenidamente varias veces para identificar a la persona a quien se refería. El pie de la instantánea intentaba aclararlo: “Ésta es la situación que presentaba ayer José Luis Sierra tras su ingreso en el hospital de Sevilla”. Pero nada del aspecto de ese hombre demacrado y con la mirada perdida en ninguna parte tenía que ver con el José Luis Sierra que conocí de cerca a principios de la década de los 90, los años en que la Costa cayó en manos de los especuladores.

En poco tiempo, el Alzheimer ha devorado hasta la última célula de su memoria. Él ya no sabe que está en la cárcel cumpliendo una pena de nueve años de privación de libertad (siete por malversación y dos por falsedad documental) por su decisiva participación en el caso Saqueo 1.

Desconoce quién es. Un extraño ocupa su cuerpo. La enfermedad degenerativa que lo apresa ha engullido su voluntad. Ignora que, entre 1991 y 1995, dirigió en la sombra y con mano férrea el Ayuntamiento de Marbella, como hombre de confianza del orondo y desaparecido alcalde y presidente del Atlético de Madrid.

Gil murió prematuramente antes de ser juzgado por múltiples causas relacionadas con su controvertido mandato. Apenas le dio tiempo a calentar el banquillo de los acusados, pero cuando falleció ya pesaban sobre él varias sentencias firmes, por apropiación indebida y estafa, que lo llevaron a prisión preventivamente y lo inhabilitaron para cargo público.

En cambio, José Luis Sierra, que lo sobrevivió, tuvo que hacer frente a otros graves cargos sobre la descapitalización de las arcas del Consistorio marbellero. Entre ambos lo dejaron en la ruina, esquilmaron el becerro de oro de la Costa del Sol. Y lo hicieron con el consentimiento de la inmensa mayoría de los vecinos que, en sucesivas elecciones locales, les otorgaron contundentes mayorías absolutas. Escuece que, amparados en esa complicidad popular, dejaran en tierra calma las cuentas municipales. Pero así fue. El voto es soberano, de acuerdo, pero nunca es inocente.

Porque con ese aplastante apoyo, Gil hizo y deshizo a su antojo, en una etapa en la que casi todo se le consintió. Los hechos son conocidos. Él daba la cara y hacía caja, y Sierra montó el entramado de sociedades (toda una administración paralela) con la que el alcalde -promotor urbanístico- gestionó el Ayuntamiento como uno más de sus negocios. Y no sólo nunca lo ocultó, sino que alardeaba de ello en público. Creyéndose impune, así se comportó.

Lo mismo hizo Sierra. No era alto funcionario, ni concejal preeminente, pero en el Ayuntamiento no se movía un papel sin su autorización. Y esto no lo digo de oídas, lo he visto en acción. En las sesiones plenarias de la Corporación, especialmente en las que se dilucidaban cuestiones urbanísticas, entre ellas el polémico pleno de madrugada para aprobar el PGOU, lo que decía Sierra iba a misa.

Se ponía entre el público, como un asistente más, y desde allí dirigía la orquesta, interviniendo si era preciso, para esto o aquello, siempre que a él le pareciera oportuno. Y si para ello era necesario interrumpir el ritmo del pleno, no se cortaba un pelo en hacerlo. Realmente era quien mandaba.

El secretario municipal, en teoría máximo custodio de la legalidad, no daba un paso sin el visto bueno de él, teniendo que soportar correcciones o reprimendas de todo tipo si las cosas no se hacían a su gusto. No he visto una cosa igual.

Nadie osaba discutir el criterio de Sierra. Su jefe, feliz y ufano desde el sillón presidencial, veía cómo todos acataban sin rechistar la voluntad de su abogado favorito, autosuficiente y seguro de todos sus movimientos. Estaba convencido que le brindaba una protección infalible, que no habría tribunal capaz de poner en duda esos métodos, tan categóricos, tan triunfales, tan según el dueño de Imperioso, su caballo, cargados de razón y derecho.

A Gil llegar al poder le costó poco. Poco más que una galopada. Arropado por una constante presencia en los medios, lo que le dio una extraordinaria proyección, simplificó su mensaje al máximo: él era el salvador frente a los políticos profesionales, vividores y vagos que sangran al pueblo con sus privilegios. ¿Les suena de algo todo este catecismo populista?

Pero la imagen actual de Sierra mueve a la compasión. Es un enfermo sin cura, una sombra sin remedio. No es desde luego quien era. La sociedad se ha olvidado de él, como él se ha olvidado de todo. Le quedan algunas cuentas pendientes con la justicia, pero en su actual estado de deterioro físico e intelectual se van a archivar una a una.

Tampoco tiene sentido que siga encarcelado, porque es un reo desprovisto de sus facultades de entendimiento, por lo que en absoluto es consciente de que esté en el presidio penando un delito. Al contrario que otros internos, él no sabe qué hace allí. No es nadie.

Sólo la tenacidad de su mujer ha conseguido que tras varios intentos baldíos, Instituciones Penitenciarias (sorda e insensible a los ruegos y las denuncias en un principio), también lo entienda así. Y finalmente le ha concedido el tercer grado “por razones humanitarias” y lo ha dejado ingresado en el Hospital Virgen Macarena, de Sevilla. Allí, ajeno a este mundo, los médicos van a intentar recomponer, en lo posible, su maltrecha salud, ya que no su desarreglada mente, sitiada con encono por la desmemoria.
MANUEL BELLIDO MORA
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