Durante algunos años, en mitad del implacable estío, se tomó la costumbre de regar con ron la tumba de Antonio Machín, en el cementerio de San Fernando de Sevilla. Era un curioso ceremonial. El camposanto, en el que tantos duelos de toreros y tonadilleras menudean entre las hileras de sepulcros y cruces, se llenaba por un rato de guayaberas y guitarras, como si aquello fuera el Caribe.
Era como una purificación, una celebración de la vida en territorio de muertos. Algo que, cada agosto, venía a aliviar, entre cipreses y osarios, la pesada losa de gravedad que recarga de tristeza infinita estos recintos amurallados de aflicciones. Con el ron, capaz de tonificar al más sieso, entraba allí a raudales la cegadora luz de las Antillas en las posesiones de la penumbra.
Con el licor esparcido sobre la lápida hirviente por la abrumadora temperatura de esas fechas, se invocaba el espíritu del creador de Dos Gardenias. Y la cosa, eso de asociar la suerte y los desvaríos sentimentales a los boleros, daba resultado. Porque el detalle anual con el rey de las maracas tenía un estimulante simbolismo: el de hacer frente con alegría a la inevitable marcha de nuestros seres queridos. Nos dejan, pero no del todo. "Más se pierde en el amor", alegaban a coro los asistentes.
En los dramas lorquianos un funeral era como la peste. Los vivos, tras depositar en la fosa al fallecido, hacían lo mismo en sus casas, y se encerraban. Se enterraban en vida, entre balcones enemistados con la calle, y persianas bajadas hasta el suelo a plomo, con el insoportable peso de la condena del luto, ese ofuscado manto de silencio. Con razón Federico pidió, llegado su momento, que dejaran el balcón abierto. Aire fresco para espantar la pena negra.
Es lo que han hecho también los amigos de Roberto González, el cantante de Tabletom. Lo tenían por un desertor de los cementerios. Un tipo duro que hasta ahora había conseguido darle esquinazo a la esquela. Él apuró la prorroga hasta el final. Y lo hizo sin desentonar, manteniendo el humor socarrón, el ingenio sin domesticar hasta el último momento.
Su despedida será largamente recordada. A la altura de su condición de hombre sin ataduras, conforme a su fama libertaria. Rodeado de amigos, de músicos y colegas de varias generaciones, se marchó rompiendo otra norma más, la que prescribe la formalidad y el decoro en las galas mortuorias.
Con él, desde luego, no iba solemnidad alguna de catafalcos y velas. Pero no se despreció la que había. Uno de sus incondicionales, se acercó a ella, y prendió con su llama el pitillo. De una calada, rodeó de humo el féretro. Ron para Machín. Cannabis sativa para la voz de lija del grupo más venerado de Málaga.
Humo y canciones se apoderaron de la capilla. Volutas aromáticas para amortiguar la separación. Pero con las flautas de Pedro Ramírez y Agustín Carrillo, y junto al rasgueo de Perico, sus más cercanos compañeros, el tránsito pareció otra cosa. Hubo emoción, de acuerdo. Afloraron lágrimas, claro que sí. Retumbó la rebeldía contra la cruel e inevitable partida, por supuesto.
Pero al salir todos los allí congregados (más de 300, entre ellos su amigo y confidente Kiko Veneno, llegado de Sevilla nada más enterarse de la noticia) compartían una misma y gratificante sensación: el haber disfrutado con el peculiar estilo vocal de Roberto y, sobretodo, la certeza de que nadie va a impedir que lo sigan haciendo.
Más allá de su condición de destartalado cronista de la Málaga subterránea, que nadie le discute, el front man de Tabletom era un personaje libérrimo, ajeno a contabilidades y monederos.
Quién diría que, en su primera juventud, trabajó en el Banco Español de Crédito. Quizá de ahí proceda su aversión al dinero, y a las cuentas corrientes. Era, como me dijo Lolo Milanés, el más alternativo e independiente, el antisistema por naturaleza.
Una vez, al preguntarle por su modo de vida, me dijo que él vivía "del aire". Y así fue. Nunca tuvo casa propia, ni hipoteca, ni encadenamiento económico alguno. Para el resto, para su callejero comportamiento, le sobraba arte.
Al verlo con su peremne aspecto descuidado, algo harapiento, lo tomaban por vagabundo. Ese fue el error de quienes así pensaban. Se quedaron en lo superficial, en la corteza de la apariencia. Pero ese juicio equivocado es fácil de subsanar. Basta con disfrutar de sus canciones. En ellas están contenidas toda la sabiduría de un hombre profundamente instruido que supo congeniar en sus letras lo popular y lo culto. El Piyayo y Rubén Darío. La Repompa y Rimbaud.
Cuando, en 2002, se publico 7000 kilos pude asistir a un instante irrepetible. Roberto estaba sentado en el sofá en casa de Perico Ramírez. Habíamos hablado de su visión de Málaga, de esa vena surrealista que anida en algunos de sus vecinos, en quienes, ignorados por la cultura oficial, forjan en realidad la verdadera personalidad de la Ciudad del Paraíso, como la llamó Vicente Aleixandre.
Sin esperarlo, sonaron los primeros acordes de Guadalmedina, una de las más hondas y atinadas descripciones de una ciudad, la de su infancia, ya inexistente. Roberto la cantó como yo nunca antes le había oído. Con duende, con nitidez y compás flamenco. Como si la voz, cavernosa y agria, viniese de aquellos años. Fue estremecedor, y así me sigue pareciendo cada vez que la escucho.
Es cierto que sus cuerdas vocales, como todo su quebrado y fatigado cuerpo, ya no eran las mismas. Que le faltaba la respiración. Que sus facultades vocales se habían mermado. Las había ido dejando olvidadas en su eterno deambular por las calles de su ciudad.
Allí era un héroe de la contracultura. Un hippie de barba hirsuta y penacho incorregible. Un versificador de ingeniosos juegos de palabras, tan dado por igual al calado poético como a la burla inmisericorde. Un santo de los rockeros.
Ahora que se ha ido, alguien ha querido elevar más aún su condición. Una pintada anónima aparecida en su barrio, el de la Trinidad, lo eleva a los altares: "Rockberto es Dios". Él ha declinado el nombramiento. Dice que es demasiada responsabilidad.
Era como una purificación, una celebración de la vida en territorio de muertos. Algo que, cada agosto, venía a aliviar, entre cipreses y osarios, la pesada losa de gravedad que recarga de tristeza infinita estos recintos amurallados de aflicciones. Con el ron, capaz de tonificar al más sieso, entraba allí a raudales la cegadora luz de las Antillas en las posesiones de la penumbra.
Con el licor esparcido sobre la lápida hirviente por la abrumadora temperatura de esas fechas, se invocaba el espíritu del creador de Dos Gardenias. Y la cosa, eso de asociar la suerte y los desvaríos sentimentales a los boleros, daba resultado. Porque el detalle anual con el rey de las maracas tenía un estimulante simbolismo: el de hacer frente con alegría a la inevitable marcha de nuestros seres queridos. Nos dejan, pero no del todo. "Más se pierde en el amor", alegaban a coro los asistentes.
En los dramas lorquianos un funeral era como la peste. Los vivos, tras depositar en la fosa al fallecido, hacían lo mismo en sus casas, y se encerraban. Se enterraban en vida, entre balcones enemistados con la calle, y persianas bajadas hasta el suelo a plomo, con el insoportable peso de la condena del luto, ese ofuscado manto de silencio. Con razón Federico pidió, llegado su momento, que dejaran el balcón abierto. Aire fresco para espantar la pena negra.
Es lo que han hecho también los amigos de Roberto González, el cantante de Tabletom. Lo tenían por un desertor de los cementerios. Un tipo duro que hasta ahora había conseguido darle esquinazo a la esquela. Él apuró la prorroga hasta el final. Y lo hizo sin desentonar, manteniendo el humor socarrón, el ingenio sin domesticar hasta el último momento.
Su despedida será largamente recordada. A la altura de su condición de hombre sin ataduras, conforme a su fama libertaria. Rodeado de amigos, de músicos y colegas de varias generaciones, se marchó rompiendo otra norma más, la que prescribe la formalidad y el decoro en las galas mortuorias.
Con él, desde luego, no iba solemnidad alguna de catafalcos y velas. Pero no se despreció la que había. Uno de sus incondicionales, se acercó a ella, y prendió con su llama el pitillo. De una calada, rodeó de humo el féretro. Ron para Machín. Cannabis sativa para la voz de lija del grupo más venerado de Málaga.
Humo y canciones se apoderaron de la capilla. Volutas aromáticas para amortiguar la separación. Pero con las flautas de Pedro Ramírez y Agustín Carrillo, y junto al rasgueo de Perico, sus más cercanos compañeros, el tránsito pareció otra cosa. Hubo emoción, de acuerdo. Afloraron lágrimas, claro que sí. Retumbó la rebeldía contra la cruel e inevitable partida, por supuesto.
Pero al salir todos los allí congregados (más de 300, entre ellos su amigo y confidente Kiko Veneno, llegado de Sevilla nada más enterarse de la noticia) compartían una misma y gratificante sensación: el haber disfrutado con el peculiar estilo vocal de Roberto y, sobretodo, la certeza de que nadie va a impedir que lo sigan haciendo.
Más allá de su condición de destartalado cronista de la Málaga subterránea, que nadie le discute, el front man de Tabletom era un personaje libérrimo, ajeno a contabilidades y monederos.
Quién diría que, en su primera juventud, trabajó en el Banco Español de Crédito. Quizá de ahí proceda su aversión al dinero, y a las cuentas corrientes. Era, como me dijo Lolo Milanés, el más alternativo e independiente, el antisistema por naturaleza.
Una vez, al preguntarle por su modo de vida, me dijo que él vivía "del aire". Y así fue. Nunca tuvo casa propia, ni hipoteca, ni encadenamiento económico alguno. Para el resto, para su callejero comportamiento, le sobraba arte.
Al verlo con su peremne aspecto descuidado, algo harapiento, lo tomaban por vagabundo. Ese fue el error de quienes así pensaban. Se quedaron en lo superficial, en la corteza de la apariencia. Pero ese juicio equivocado es fácil de subsanar. Basta con disfrutar de sus canciones. En ellas están contenidas toda la sabiduría de un hombre profundamente instruido que supo congeniar en sus letras lo popular y lo culto. El Piyayo y Rubén Darío. La Repompa y Rimbaud.
Cuando, en 2002, se publico 7000 kilos pude asistir a un instante irrepetible. Roberto estaba sentado en el sofá en casa de Perico Ramírez. Habíamos hablado de su visión de Málaga, de esa vena surrealista que anida en algunos de sus vecinos, en quienes, ignorados por la cultura oficial, forjan en realidad la verdadera personalidad de la Ciudad del Paraíso, como la llamó Vicente Aleixandre.
Sin esperarlo, sonaron los primeros acordes de Guadalmedina, una de las más hondas y atinadas descripciones de una ciudad, la de su infancia, ya inexistente. Roberto la cantó como yo nunca antes le había oído. Con duende, con nitidez y compás flamenco. Como si la voz, cavernosa y agria, viniese de aquellos años. Fue estremecedor, y así me sigue pareciendo cada vez que la escucho.
Es cierto que sus cuerdas vocales, como todo su quebrado y fatigado cuerpo, ya no eran las mismas. Que le faltaba la respiración. Que sus facultades vocales se habían mermado. Las había ido dejando olvidadas en su eterno deambular por las calles de su ciudad.
Allí era un héroe de la contracultura. Un hippie de barba hirsuta y penacho incorregible. Un versificador de ingeniosos juegos de palabras, tan dado por igual al calado poético como a la burla inmisericorde. Un santo de los rockeros.
Ahora que se ha ido, alguien ha querido elevar más aún su condición. Una pintada anónima aparecida en su barrio, el de la Trinidad, lo eleva a los altares: "Rockberto es Dios". Él ha declinado el nombramiento. Dice que es demasiada responsabilidad.
MANUEL BELLIDO MORA