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No te equivoques de autobús

Todo iba sobre ruedas. Nos queríamos mucho, íbamos a casarnos e íbamos a mudarnos a un lujoso apartamento. Pero apareció la fatalidad en forma de suegros. Al principio todo bien. Saludos, echamos unas risas, etc. Tenía que haberlo supuesto. Me sonaba la cara de aquel tipo. No era de extrañar, trabajaba en la televisión.

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Natie, mi novia, no me contó mucho sobre ellos, así que no sabía sobre qué hablarles. George, el padre, se mostró simpático desde el primer minuto, incluso desveló secretos del mundo del espectáculo.

Su reacción cuando les dije mi trabajo... No dijo nada. Pero lo que más me extraño fue aquel hombre atado en su maletero y el que me ofreciera dinero en las cenas familiares cuando llevaba mi placa de policía. Costumbres familiares, dicen ellos.

Con tal de caerles en gracia accedí a hacerles un favor. Todavía pienso que lo hicieron aposta. Por fin, era mi gran oportunidad. Repasé todo hasta el último detalle, salí a la calle dispuesto a comerme el mundo (si no era al contrario). Repasé el discurso una vez más, no lo hacía del todo mal, y después de bajarme en mi parada, media hora de autobús, me puse en camino.

Estaba muy contento hasta que unos niños me tiraron unos globos de agua caliente (con treinta grados a la sombra) pero pensé: da igual, son niños. A la hora seguía caminando, y otro grupo de niños me empezaron a tirar piedras, una de las cuales me impactó en mis partes nobles. Da igual, son niños.

Pero esto no era todo. Mientras estaba indefenso en el suelo, más niños se acercaron y me pegaron tal paliza que acabé en el hospital. A los tres días desperté. El doctor me dio una gran alegría, según él.

- Como no pudiste acudir a la fiesta infantil, han venido los niños a verte...

Dicen las malas lenguas que los niños sufrieron mucho antes de morir. Otros dicen que el agente disfrazado de payaso tuvo la delicadeza de hacerlo rápido, para que no sufrieran. De todo esto saco una moraleja: para ir a la residencia infantil no hay que subirse en el 8.
CARLOS SERRANO
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