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Manipula que algo (chungo) queda

El reconfortante placer cotidiano de leer periódicos, o de asomarse un buen rato a los incontables medios digitales, se ha convertido en un ejercicio de riesgo. Especialmente para el equilibrio mental y el correcto funcionamiento del aparato digestivo.

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Uno, a estas alturas de la batalla y con tantos precedentes de aviesos manipuladores, cree estar curado de espantos. Pero algunos, incluidos noticiarios de radio y tertulias de canales de televisión, se empeñan en superarse y deslizan noticias con tan altos componentes de mentira y trampa que, inmediatamente después de una inevitable sensación de perplejidad, arrastran al organismo a la nausea incontenible. Y ya saben lo contrariado que te deja un vómito.

No es que sea sorprendente, ni cosa nueva, la inveterada práctica del engaño consumado con enorme descaro. A este tipo de comportamientos por desgracia ya estamos acostumbrados. Lo último es el empeño en presentar a los participantes en las masivas manifestaciones de estos días contra el Pacto del euro y los recortes sociales como sujetos peligrosos y alborotadores profesionales. Como poco menos que aventajados aprendices de terroristas que están poniendo en entredicho la paz y la convivencia ciudadana.

Para atacarlos no se quedan cortos y recurren a toda clase de artimañas: fotografías e imágenes de televisión trucadas, infiltrados en las protestas para desprestigiarlas ante la opinión pública y, en general, ese antiguo e inconfundible aroma a confusión que tantos réditos da. Sobretodo si estás dispuesto a aceptar toda esa basura informativa sin rechistar.

La táctica de la desinformación es tan voraz como osada, tan dañina que corroe la mente como al que le trepanan los sesos. Quien quiera que trague, pero esta clase de lavados de cerebros nunca ha llevado a buen puerto.

Para colmo les cuelgan el sambenito de "violentos". Esto es lo que faltaba. De ahí a considerarlos delincuentes y presionar para mandarlos a la cárcel sólo hay un paso. Y ellos, los secuaces de esta cantinela endemoniada, sin duda están dispuestos a darlo. Se ve que les va la persecución. Basta que rasques un poco la superficie para que aparezca el Torquemada que llevan encubierto.

Y no me detengo, porque no lo merece, en la obsesiva manía por desprestigiar a los “indignados” tachándolos, por cachondearse de ellos, de "perroflautas" y "pies negros".

En una cosa no se equivocan. Los tratan de "ociosos" y "desocupados". Y tienen razón: están parados y contra esa situación desesperante e inaceptable se rebelan. No se resignan a un futuro sin empleo; no quieren un destino de frustraciones generalizadas para la que se dice es la generación más preparada de la historia de nuestro país. Por eso, por si alguien no lo ha entendido todavía, se mueven. Y tiene toda la pinta de que no van a parar.

Ante algo que no controlan, que por primera vez se escapa al dominio de los poderes establecidos y tradicionales –y entre ellos también puede contarse desde luego a un gran sector de la prensa convencional-, están reaccionando con fiereza y con la falsedad como estrategia.

Está visto que les preocupa la fractura social que está en marcha, la discrepancia y la insubordinación que han tomado las calles. De lo contrario, no se molestarían lo más mínimo en prestarle atención. Esa, qué duda cabe, es la primera gran victoria de esta hornada de insumisos que han dicho "¡basta!".

Pero la pujanza de esta espontánea oleada de protestas, la Spanish Revolution como se le llama en el extranjero, la verdad con cierto alarde publicitario, también da pie a otras consideraciones que me parecen no menos importantes.

Es la primera vez en muchos años que se organiza una iniciativa colectiva sin el concurso, ni la intervención de los partidos políticos y los sindicatos, que hasta ahora vienen siendo los casi únicos instrumentos de participación popular en las tareas políticas.

La irrupción inesperada del movimiento del 15-M ha puesto de manifiesto que la sociedad no está dormida pero, al mismo tiempo, ha evidenciado la larga hibernación que había transcurrido hasta que la eclosión del malestar ha tenido lugar.

Durante la época de la Transición era habitual y estimulante la presencia activa de la gente en la actividad pública. Lo solía hacer a través de los partidos, pero de igual forma por medio de las asociaciones de vecinos y otras asociaciones de ciudadanos que, de forma combativa, acostumbraban a defender sus necesidades ante quien hiciera falta y, en ese menester, se entregaron sin tasa en la lucha por las igualdades sociales. Incomprensiblemente esa actitud de permanente reclamación, porque eran muchas las demandas pendientes, dejaron paso a la complacencia. Esa voz contestaria se fue apagando.

Hoy, en la mayoría de los casos, las asociaciones de vecinos, fundamental elemento para exponer las necesidades populares en los barrios, están al servicio de los mandatarios municipales. De ser trinchera y foco de exigencias para dignificar las condiciones de vida de la gente, se han transformado, producto de una desalentadora metamorfosis, en una especie de peñas en las que casi solo tienen cabida las actividades folclóricas, pasando a un segundo término su función primigenia de representación ciudadana con un marcado e imprescindible componente crítico.

En una palabra: se dejaron fagocitar por los ayuntamientos. De modo que su anterior carácter peleón se fue dulcificando hasta extremos de increíble docilidad. Y algo parecido sucedió con los partidos políticos que fueron absorbiendo y a la par anulando buena parte de las inquietudes participativas de la población, con el empobrecimiento de la calidad de la democracia que este fenómeno comporta.

Es fácil reprocharle a las organizaciones políticas que su modo de funcionamiento endogámico ha terminado por anestesiar a la sociedad. Pero si se ha llegado a este punto es porque antes ha habido una cesión de la soberanía. Una actitud acomodada del personal, indiferente al pulso de la calle, que ha dejado la solución de los problemas en las mismas manos.

Lo que ahora está sucediendo inyecta energía, aviva el debate y, sobretodo, devuelve el protagonismo a la gente de a pie. El grito no tiene amo. "No es posible encadenar el rayo", como dijo Miguel Hernández, por mucho que quieran manipularlo.
MANUEL BELLIDO MORA
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