Conozco a un hombre que lleva grabado el periódico en su frente. No es broma, ni exagero. Le ocurría cada día durante incontables años. Primero me lo contaron y ante mi incredulidad me animaron a comprobarlo personalmente. La cosa era digna de asombro.
Era un tendero que por las tardes, al sucumbir a la dulce tentación de la siesta, se tapaba la cara y parte de la cabeza con las hojas del diario, para aislarse del todo. Así se protegía de la incómoda luz del verano pero, mientras dormitaba ajeno a las noticias impresas en aquellas páginas, las galeradas parecían tomar vida azuzadas por el calor.
Él no se daba cuenta, pero con la temperatura tan elevada y sofocante, la tinta se licuaba lo suficiente como para garabatear la piel del adormecido lector. De manera que cuando volvía en sí y suavemente, como quien regresa de un placentero viaje, apartaba con cuidado el improvisado velo de papel, la parte alta de su rostro aparecía escrita: en cada una de sus arrugas, como renglones rugosos de la edad, tenía grabada la caligrafía de los sucesos de la jornada.
Aquello, en mi infancia, me parecía extraordinario y, ahora que lo pienso, fue un hecho prodigioso que me animó de forma decisiva a meterme a periodista. Pues a ver qué otra profesión tiene la facultad de inculcar la sabiduría en la epidermis de las personas con tanta nitidez. Qué otro oficio es capaz de dejar esa huella a flor de piel.
He recordado este curioso caso de mi niñez al pasar por una esquina en la que se anunciaba un reconocimiento público a Francisco Polonio Luque. En el cartel, que también he visto en varios escaparates y en las paredes de algunos bares, se aclara, para entendernos, que el homenajeado es Paquillo Moreno.
En realidad así es como lo conoce todo el mundo en Montilla. El sobrenombre le viene de su padre y a éste, de su abuelo. Paco Moreno tiene una sonrisa afable y un trato cordial y cariñoso. No recuerdo verlo enfadado.
Tiene, además de un aspecto sincero, un rasgo más que lo caracteriza: lleva a su pueblo calcado en cada milímetro de su escueta e inconfundible anatomía. Pero en él, a diferencia del comerciante de mi infancia, las palabras y los hechos de su tierra no se han quedado en la superficie, sino que le han calado hasta la más recóndita fibra de su cuerpo.
La gente lo admira y respeta por lo mucho que ha hecho por el fútbol y el deporte local durante toda su existencia. A su lado han crecido y madurado incontables chavales. Les enseñaba a jugar al balompié, los llevaba a pueblos sin que importara la distancia cada fin de semana, y conquistó con ellos incontables méritos deportivos, entre otros el meteórico ascenso a la Liga Nacional de Juveniles, un hito sin precedentes en la historia de esta ciudad tan poco dada a presumir y preservar sus logros.
Pero, a lo largo de tantos kilómetros y horas de convivencia con aquellos chiquillos, lo que terminó inculcándole fueron unos indispensables valores humanos, tan necesarios y valiosos como el afán por el triunfo.
Mi hermano Luis Bellido, que compartió con él innumerables entrenamientos y viajes, dice que “fueron tantas experiencias, todas ellas agradables, que cuando menos le debíamos un momento de gratitud a un hombre que entregó todos sus ratos libres a hacernos entender la vida de otra forma bien diferente: el respeto al contrario y la educación eran las palabras que, una y mil veces, no se cansaba de repetir Paco, cada vez que nos encontrábamos en el desaparecido Estadio Alvear”.
En su biografía, naturalmente, abundan los éxitos obtenidos en el terreno de juego como monitor y preparador físico. Tanto es así que falta sitio en su casa para albergar la colección de trofeos, medallas y diplomas distribuidos en estanterías, vitrinas y repisas.
A medida que la recorremos, enumera anécdotas y curiosidades relacionadas con cada uno de estos objetos, los entorchados de su corazón. Está especialmente orgulloso de lo conseguido con el equipo de fútbol femenino al que llevó a cotas competitivas insospechadas, otro de sus sueños hechos realidad.
Pero las habilidades de Paco, por notorias y ejemplares que sean, no se quedan restringidas al terreno deportivo. Su ya larga vida (el próximo 9 de julio cumplirá 70 años) le ha deparado curiosas y singulares hazañas dignas de figurar en una novela de aventuras.
Como albañil, trabajó durante algunos años en la Costa del Sol. Ayudó con sus manos y su ciencia de reputado alarife a levantar el Hotel Don Pepe, una de las enseñas del turismo de lujo en Marbella. Otras importantes residencias y chalets de esta ciudad también llevan en sus muros y en su estructura su sello de calidad.
Lo llamaron para complejas obras en Portugal, Marruecos, Holanda e incluso se solicitaron sus servicios en el Golfo de México. Hasta allí, cruzando el océano, fue para reparar las calderas de vapor de un buque, una delicada operación en la que aplicó toda su pericia, revistiendo la parte dañada con ladrillos refractarios.
“Los mismos que hay en el primer horno de tu casa”, me dice satisfecho, como quien da garantías de algo que es, a ciencia cierta, indestructible. Como me consta que es, cierto y seguro, el afecto que tiene a mis padres, a mi familia entera. Seguramente le vendrá de cuando, siendo poco más que un adolescente, vendió molletes calientes, primero en la calle Escuelas, unos años después en la Panadería del barrio.
Las Casas Nuevas al completo cabe en su casa. Pueden pensar que esto que digo es un disparate, un dislate incomparable. Pero sólo tienen que traspasar el umbral de su vivienda para comprobarlo. Está en la calle “El Pulsista” y allí, delante de su mesa de trabajo con un torno y unas cuantas herramientas, este albañil carpintero se las apaña para tomarse la tensión arterial a la pasión por su pueblo. Y no le falla el pulso en la tarea.
Ha reconstruido a escala las calles, las casas, los bloques, las plazas sin olvidar detalle alguno. En esas maquetas se evidencia maña e ingenio, unas virtudes de artesano sabio que le han dado fama de manitas con muy buen gusto para la decoración.
El arquitecto Arturo Ramírez, que ha requerido sus servicios en más de una ocasión, lo sabe. Igual que el Conde de la Cortina, que lo mandó contratar para las Bodegas Alvear. Conoce tan a fondo esa empresa que ha reproducido al milímetro todas y cada una de sus dependencias.
Así, recreando la fisonomía de su pueblo, Paquillo Moreno lleva a cabo su particular operación rescate, un plan de salvamento privado de lo que está en peligro.
Llama la atención que, entre los inmuebles reedificados con madera y cartón, figure El Parador, también llamado Lagar de San Francisco Solano, en el Pago del Carrerón. Al contemplarlo con todos sus detalles decorativos originales (la vidriera central, los delicados remates, su fina planta andaluza) se puede sentir la dimensión exacta de lo que está a punto de perderse. A qué se espera para impedirlo.
Era un tendero que por las tardes, al sucumbir a la dulce tentación de la siesta, se tapaba la cara y parte de la cabeza con las hojas del diario, para aislarse del todo. Así se protegía de la incómoda luz del verano pero, mientras dormitaba ajeno a las noticias impresas en aquellas páginas, las galeradas parecían tomar vida azuzadas por el calor.
Él no se daba cuenta, pero con la temperatura tan elevada y sofocante, la tinta se licuaba lo suficiente como para garabatear la piel del adormecido lector. De manera que cuando volvía en sí y suavemente, como quien regresa de un placentero viaje, apartaba con cuidado el improvisado velo de papel, la parte alta de su rostro aparecía escrita: en cada una de sus arrugas, como renglones rugosos de la edad, tenía grabada la caligrafía de los sucesos de la jornada.
Aquello, en mi infancia, me parecía extraordinario y, ahora que lo pienso, fue un hecho prodigioso que me animó de forma decisiva a meterme a periodista. Pues a ver qué otra profesión tiene la facultad de inculcar la sabiduría en la epidermis de las personas con tanta nitidez. Qué otro oficio es capaz de dejar esa huella a flor de piel.
He recordado este curioso caso de mi niñez al pasar por una esquina en la que se anunciaba un reconocimiento público a Francisco Polonio Luque. En el cartel, que también he visto en varios escaparates y en las paredes de algunos bares, se aclara, para entendernos, que el homenajeado es Paquillo Moreno.
En realidad así es como lo conoce todo el mundo en Montilla. El sobrenombre le viene de su padre y a éste, de su abuelo. Paco Moreno tiene una sonrisa afable y un trato cordial y cariñoso. No recuerdo verlo enfadado.
Tiene, además de un aspecto sincero, un rasgo más que lo caracteriza: lleva a su pueblo calcado en cada milímetro de su escueta e inconfundible anatomía. Pero en él, a diferencia del comerciante de mi infancia, las palabras y los hechos de su tierra no se han quedado en la superficie, sino que le han calado hasta la más recóndita fibra de su cuerpo.
La gente lo admira y respeta por lo mucho que ha hecho por el fútbol y el deporte local durante toda su existencia. A su lado han crecido y madurado incontables chavales. Les enseñaba a jugar al balompié, los llevaba a pueblos sin que importara la distancia cada fin de semana, y conquistó con ellos incontables méritos deportivos, entre otros el meteórico ascenso a la Liga Nacional de Juveniles, un hito sin precedentes en la historia de esta ciudad tan poco dada a presumir y preservar sus logros.
Pero, a lo largo de tantos kilómetros y horas de convivencia con aquellos chiquillos, lo que terminó inculcándole fueron unos indispensables valores humanos, tan necesarios y valiosos como el afán por el triunfo.
Mi hermano Luis Bellido, que compartió con él innumerables entrenamientos y viajes, dice que “fueron tantas experiencias, todas ellas agradables, que cuando menos le debíamos un momento de gratitud a un hombre que entregó todos sus ratos libres a hacernos entender la vida de otra forma bien diferente: el respeto al contrario y la educación eran las palabras que, una y mil veces, no se cansaba de repetir Paco, cada vez que nos encontrábamos en el desaparecido Estadio Alvear”.
En su biografía, naturalmente, abundan los éxitos obtenidos en el terreno de juego como monitor y preparador físico. Tanto es así que falta sitio en su casa para albergar la colección de trofeos, medallas y diplomas distribuidos en estanterías, vitrinas y repisas.
A medida que la recorremos, enumera anécdotas y curiosidades relacionadas con cada uno de estos objetos, los entorchados de su corazón. Está especialmente orgulloso de lo conseguido con el equipo de fútbol femenino al que llevó a cotas competitivas insospechadas, otro de sus sueños hechos realidad.
Pero las habilidades de Paco, por notorias y ejemplares que sean, no se quedan restringidas al terreno deportivo. Su ya larga vida (el próximo 9 de julio cumplirá 70 años) le ha deparado curiosas y singulares hazañas dignas de figurar en una novela de aventuras.
Como albañil, trabajó durante algunos años en la Costa del Sol. Ayudó con sus manos y su ciencia de reputado alarife a levantar el Hotel Don Pepe, una de las enseñas del turismo de lujo en Marbella. Otras importantes residencias y chalets de esta ciudad también llevan en sus muros y en su estructura su sello de calidad.
Lo llamaron para complejas obras en Portugal, Marruecos, Holanda e incluso se solicitaron sus servicios en el Golfo de México. Hasta allí, cruzando el océano, fue para reparar las calderas de vapor de un buque, una delicada operación en la que aplicó toda su pericia, revistiendo la parte dañada con ladrillos refractarios.
“Los mismos que hay en el primer horno de tu casa”, me dice satisfecho, como quien da garantías de algo que es, a ciencia cierta, indestructible. Como me consta que es, cierto y seguro, el afecto que tiene a mis padres, a mi familia entera. Seguramente le vendrá de cuando, siendo poco más que un adolescente, vendió molletes calientes, primero en la calle Escuelas, unos años después en la Panadería del barrio.
Las Casas Nuevas al completo cabe en su casa. Pueden pensar que esto que digo es un disparate, un dislate incomparable. Pero sólo tienen que traspasar el umbral de su vivienda para comprobarlo. Está en la calle “El Pulsista” y allí, delante de su mesa de trabajo con un torno y unas cuantas herramientas, este albañil carpintero se las apaña para tomarse la tensión arterial a la pasión por su pueblo. Y no le falla el pulso en la tarea.
Ha reconstruido a escala las calles, las casas, los bloques, las plazas sin olvidar detalle alguno. En esas maquetas se evidencia maña e ingenio, unas virtudes de artesano sabio que le han dado fama de manitas con muy buen gusto para la decoración.
El arquitecto Arturo Ramírez, que ha requerido sus servicios en más de una ocasión, lo sabe. Igual que el Conde de la Cortina, que lo mandó contratar para las Bodegas Alvear. Conoce tan a fondo esa empresa que ha reproducido al milímetro todas y cada una de sus dependencias.
Así, recreando la fisonomía de su pueblo, Paquillo Moreno lleva a cabo su particular operación rescate, un plan de salvamento privado de lo que está en peligro.
Llama la atención que, entre los inmuebles reedificados con madera y cartón, figure El Parador, también llamado Lagar de San Francisco Solano, en el Pago del Carrerón. Al contemplarlo con todos sus detalles decorativos originales (la vidriera central, los delicados remates, su fina planta andaluza) se puede sentir la dimensión exacta de lo que está a punto de perderse. A qué se espera para impedirlo.
MANUEL BELLIDO MORA