Ferrán caminó a lo largo del pasillo y contempló su figura en el espejo durante un largo rato. Su reflejo, algo lejano, le devolvió exactamente la misma mirada que él le había entregado a aquel retrato idéntico a él. Con las manos palpaba suavemente su rostro buscando algún indicio, guardado bajo la piel, de que era él quien seguía habitando ese cuerpo.
Desde que su historia con Candela había acabado unos meses atrás, iba de aquí para allá revolcándose con cualquier mujer que tuviera pulso y un hueco entre las piernas. Pero no lo disfrutaba. Lo hacía y así lo sentía, como si el sexo con cualquier otra mujer que no fuese Candela, representara una mutilación voluntaria, una mutilación que conscientemente se iba procurando en todo el cuerpo. Su método era sistemático y desenfrenado, como lo es el de la tortura.
- Vuelve a la cama. Está empezando a refrescar... -dijo una voz femenina detrás de él.
Ferrán hizo caso omiso. Seguía embobado mirándose al espejo. Habían pasado ya tres meses desde que una brecha insalvable se había abierto entre él y el mundo. Se encontraba en una pensión a las afueras de la ciudad.
La habitación olía a cerrado, un cenicero repleto de colillas de tabaco negro y un par de vasos de whisky aguado era la única ornamentación de la mesita de noche, y la cama, por muy limpias que estuvieran las sábanas, tenía profundamente marcadas las heridas que deja el amor oculto y olvidado.
- Sigues enamorado de ella ¿verdad? Cuéntame, ¿quién es? -la muchacha estaba despierta y su torso se dejaba entrever cubierto por las sábanas, como una sirena.
Ferrán se giró, se apoyó en el borde de la cama y encendió un cigarrillo. Ni siquiera se preocupó en ofrecerle uno, sabía que no era su marca y las cosas no estaban para malgastar vicios. Permaneció callado durante varios minutos, intentando encontrar las palabras precisas que no hicieran rebosar el recuerdo de Candela.
- Yo era su amante hasta hace tres meses. Se acabó. Una bronca, diferencias, ese tipo de cosas, ¿sabes? Uno, al final, termina queriendo más de la cuenta y eso por su parte era imposible.
- ¿Cómo se llama?
- Es mejor que no lo sepas...
- ¿Por qué?
Ferrán no contestó y aquella chica tampoco insistió. Entre ellos surgió un silencio pacificador, conciliatorio, como si las ausencias de voz se hubieran estrechado en un profundo abrazo, fusionándose entre sí. Los dos sabían que los fantasmas más poderosos son los nombres, la leña perfecta para avivar un recuerdo, una vendetta perfecta de la nostalgia. Hablar de Candela, pronunciar su nombre en esa habitación hubiera sido como reventar contra las paredes su perfume, su olor, su ropa, su acento, su desnudez, su mirada…
- ¿Sabes qué, Ferrán? Desde hace tiempo mantengo la teoría que afirma que el corazón es una vasija de barro que cuando ama se llena y rebosa de algún líquido que nos da vida. Vamos de aquí para allá esparciendo líquido y empapando así a quienes están cerca, las cosas que hacemos, los paisajes que vemos.
Cuando la vasija se rompe, el líquido se pierde, se derrama y es imposible volverlo a recoger. Es entonces cuando el corazón se vuelve vacío y salpica silencio a quienes nos rodean, a las cosas que hacemos y dejamos de hacer, a los paisajes que no vemos. Todo se vuelve tan vacío que nada ni nadie producen eco en nosotros; nos convertimos en una cueva demasiado oscura cuyo fondo es imposible de pronunciar.
Desde que su historia con Candela había acabado unos meses atrás, iba de aquí para allá revolcándose con cualquier mujer que tuviera pulso y un hueco entre las piernas. Pero no lo disfrutaba. Lo hacía y así lo sentía, como si el sexo con cualquier otra mujer que no fuese Candela, representara una mutilación voluntaria, una mutilación que conscientemente se iba procurando en todo el cuerpo. Su método era sistemático y desenfrenado, como lo es el de la tortura.
- Vuelve a la cama. Está empezando a refrescar... -dijo una voz femenina detrás de él.
Ferrán hizo caso omiso. Seguía embobado mirándose al espejo. Habían pasado ya tres meses desde que una brecha insalvable se había abierto entre él y el mundo. Se encontraba en una pensión a las afueras de la ciudad.
La habitación olía a cerrado, un cenicero repleto de colillas de tabaco negro y un par de vasos de whisky aguado era la única ornamentación de la mesita de noche, y la cama, por muy limpias que estuvieran las sábanas, tenía profundamente marcadas las heridas que deja el amor oculto y olvidado.
- Sigues enamorado de ella ¿verdad? Cuéntame, ¿quién es? -la muchacha estaba despierta y su torso se dejaba entrever cubierto por las sábanas, como una sirena.
Ferrán se giró, se apoyó en el borde de la cama y encendió un cigarrillo. Ni siquiera se preocupó en ofrecerle uno, sabía que no era su marca y las cosas no estaban para malgastar vicios. Permaneció callado durante varios minutos, intentando encontrar las palabras precisas que no hicieran rebosar el recuerdo de Candela.
- Yo era su amante hasta hace tres meses. Se acabó. Una bronca, diferencias, ese tipo de cosas, ¿sabes? Uno, al final, termina queriendo más de la cuenta y eso por su parte era imposible.
- ¿Cómo se llama?
- Es mejor que no lo sepas...
- ¿Por qué?
Ferrán no contestó y aquella chica tampoco insistió. Entre ellos surgió un silencio pacificador, conciliatorio, como si las ausencias de voz se hubieran estrechado en un profundo abrazo, fusionándose entre sí. Los dos sabían que los fantasmas más poderosos son los nombres, la leña perfecta para avivar un recuerdo, una vendetta perfecta de la nostalgia. Hablar de Candela, pronunciar su nombre en esa habitación hubiera sido como reventar contra las paredes su perfume, su olor, su ropa, su acento, su desnudez, su mirada…
- ¿Sabes qué, Ferrán? Desde hace tiempo mantengo la teoría que afirma que el corazón es una vasija de barro que cuando ama se llena y rebosa de algún líquido que nos da vida. Vamos de aquí para allá esparciendo líquido y empapando así a quienes están cerca, las cosas que hacemos, los paisajes que vemos.
Cuando la vasija se rompe, el líquido se pierde, se derrama y es imposible volverlo a recoger. Es entonces cuando el corazón se vuelve vacío y salpica silencio a quienes nos rodean, a las cosas que hacemos y dejamos de hacer, a los paisajes que no vemos. Todo se vuelve tan vacío que nada ni nadie producen eco en nosotros; nos convertimos en una cueva demasiado oscura cuyo fondo es imposible de pronunciar.
CARMEN LIROLA