En pleno siglo XXI, cielo y abismo mantienen intacto su antiguo significado, su primitiva diferenciación como encarnación del bien y el mal. No hay nada más que darse una vuelta por la actualidad para encontrar ejemplos a puñados, pero hay un par de ellos que por sus hondas consecuencias espolean especialmente la atención y la curiosidad del observador desapasionado.
Y lo que es más llamativo, en los últimos días el mundo entero, entendido en un fenómeno global por el minucioso seguimiento mediático (incluyo aquí redes sociales), ha asistido masivamente a una de las mayores representaciones de estos polos opuestos, antagonistas como la noche y el día, enemigos como el fuego y el agua, incompatibles como la justicia y la guerra. Y lo ha hecho con escasa horas de separación. No es por acudir al fácil juego de palabras pero esto que digo va a misa.
El domingo, día sagrado para los católicos, el Vaticano iniciaba un rápido (por infrecuente en su agilidad) proceso de elevación a los altares de una de sus figuras más veneradas con la beatificación de Juan Pablo II. Santo súbito. De Roma a la cúpula celeste en pocos años, haciendo realidad en tiempo record el deseo de incontables seguidores del Papa Karol Wojtyla que reclamaron el inmediato ingreso en el santoral para el desaparecido pontífice el mismo día del fallecimiento de éste en marzo de 2005.
Unas horas después, Osama bin Laden, el mayor demonio para la civilización occidental, era arrojado a las profundidades del océano. A la misma sima del infierno abisal con el cuerpo relleno de plomo. Aplastado contra el fondo negro del mar bajo el peso de las balas justicieras de los comandos de élite del ejercito de las banderas de las barras y estrellas.
Un fatal destino, entre las algas alargadas y oscilantes, junto a las mudas criaturas submarinas ajenas a la religión y al ajuste de cuentas de los humanos, que curiosamente ya predijo Chico Ocaña en una canción de su grupo Los Mártires del Compás, publicada en 2004 dentro de su disco Simpapeles.es Compapeles.son: “Oh Galicia Calidades, ¿dónde está Ben Laden? En el fondo del mar, sólo Dios o Alá lo sabe”.
Con su fino e inspirado humor, el lacerante artista gaditano de la voz rota adivinó el inmisericorde acuático porvenir, la fatal tumba salina del terrorista más buscado. Mejor muerto que vivo, conforme a la retórica del far west, tal ha sido la sentencia del pez gordo desbarbado por la CIA. ¿No es para estar, en la más inalcanzable fosa, escamado?
Chico, tan hábil y sutil, lo dejó en su canción a cuenta del dios dirá, intuyendo tal vez -como así ha sido- que el final y la contundente defunción del líder radical islamista Ben Laden estaría envuelto en la confusión, en el apagón informativo.
Porque no es normal que cinco días después de la operación militar milimétricamente diseñada que acabó con su vida, aún no se haya aclarado totalmente cómo se produjo el asalto al refugio (más que mansión aquello tiene toda la pinta de una vivienda de autoconstrucción) y la muerte del sanguinario dirigente de Al Qaeda.
Desde la Casa Blanca se han ofrecido versiones contradictorias sobre el hecho, lo que resulta poco tranquilizante, en concreto para quienes consideran que la captura del canalla y su correspondiente juicio hubiera sido más útil para la lucha contra el terrorismo.
Pero, sobre todo, el silencio informativo y, lo que es peor, la sospecha de manipulación tramposa de las explicaciones oficiales están extendiendo una sensación de desconfianza en las relaciones entre los medios de comunicación y el Gobierno de Estados Unidos.
De este modo, la inicial algarabía con que se recibió la noticia ha ido dejando paso a las dudas. Interrogantes y preguntas que se hacen la comunidad internacional y los sectores más críticos con el proceder de la maquinaria de poder norteamericana. Para Obama, por el momento, todo ha sido un éxito.
Ha visto alzadas su popularidad, prestigio y credibilidad frente a la campaña de acoso del bando republicano que, en su insidioso y continuo ataque, incluso ha llegado a poner en duda la fe de bautismo, el genuino origen yanqui, del actual inquilino del despacho oval.
Pero una cuestión tan delicada y prioritaria como la persecución de Ben Laden y la lucha contra la amenaza del islamismo radicalizado no se puede despachar con la socorrida frase de “muerto el perro se acabó la rabia”. Entre otras cosas porque siempre resulta arriesgado querer simplificar con un golpe de autoridad y bravuconadas de ese calibre un asunto primordial para la paz en el que está involucrada la sociedad y el conjunto de naciones.
Por ahora Estados Unidos tiene el respaldo de los países aliados. Sin embargo empiezan a asomar voces discordantes que no se contentan con una atropellada nota oficial. Quizás no se atrevan a discutir el liderazgo mundial de Washington, pero puesto que se trata de una acción llevada a cabo fuera de su suelo demandan una mayor claridad y, dentro de las habituales restricciones en operaciones de esta naturaleza, una respuesta informativa sincera y convincente.
Por una sencilla razón. Porque las temidas represalias, si se producen, pueden que no tengan como único objetivos a los verdugos de Ben Laden y a quienes han inspirado las órdenes de su innegociable liquidación.
El ataque a las Torres Gemelas en Nueva York causó miles de víctimas e hirió el orgullo nacional del gigante. Otras explosiones, en Madrid y Londres, llevaron la muerte y la destrucción a Europa. De igual modo que ese fanatismo ha puesto en su punto de mira en otros continentes, el más reciente el atentado de Marrakech, también atribuido a una célula de Al Qaeda.
Para los afectados por las matanzas en todos estos lugares, el asesinato del fundador de este feroz grupo terrorista ha sido un alivio. Una noticia, en muchos casos una venganza, largamente esperada. Es curioso que en sus desgarrados sentimientos haya prevalecido un principio tradicionalmente asignado a la Ley de Talión, contra la que precisamente se rebeló Jesucristo, por negar la misericordia y la compasión: “el ojo por ojo, diente por diente”. Es su respuesta al dolor, su manera de aborrecer al diablo.
En un tajo sumergido e ignoto debe estar Ben Laden. Es el infierno del mártir, bajo toneladas de aguas turbulentas.
Y lo que es más llamativo, en los últimos días el mundo entero, entendido en un fenómeno global por el minucioso seguimiento mediático (incluyo aquí redes sociales), ha asistido masivamente a una de las mayores representaciones de estos polos opuestos, antagonistas como la noche y el día, enemigos como el fuego y el agua, incompatibles como la justicia y la guerra. Y lo ha hecho con escasa horas de separación. No es por acudir al fácil juego de palabras pero esto que digo va a misa.
El domingo, día sagrado para los católicos, el Vaticano iniciaba un rápido (por infrecuente en su agilidad) proceso de elevación a los altares de una de sus figuras más veneradas con la beatificación de Juan Pablo II. Santo súbito. De Roma a la cúpula celeste en pocos años, haciendo realidad en tiempo record el deseo de incontables seguidores del Papa Karol Wojtyla que reclamaron el inmediato ingreso en el santoral para el desaparecido pontífice el mismo día del fallecimiento de éste en marzo de 2005.
Unas horas después, Osama bin Laden, el mayor demonio para la civilización occidental, era arrojado a las profundidades del océano. A la misma sima del infierno abisal con el cuerpo relleno de plomo. Aplastado contra el fondo negro del mar bajo el peso de las balas justicieras de los comandos de élite del ejercito de las banderas de las barras y estrellas.
Un fatal destino, entre las algas alargadas y oscilantes, junto a las mudas criaturas submarinas ajenas a la religión y al ajuste de cuentas de los humanos, que curiosamente ya predijo Chico Ocaña en una canción de su grupo Los Mártires del Compás, publicada en 2004 dentro de su disco Simpapeles.es Compapeles.son: “Oh Galicia Calidades, ¿dónde está Ben Laden? En el fondo del mar, sólo Dios o Alá lo sabe”.
Con su fino e inspirado humor, el lacerante artista gaditano de la voz rota adivinó el inmisericorde acuático porvenir, la fatal tumba salina del terrorista más buscado. Mejor muerto que vivo, conforme a la retórica del far west, tal ha sido la sentencia del pez gordo desbarbado por la CIA. ¿No es para estar, en la más inalcanzable fosa, escamado?
Chico, tan hábil y sutil, lo dejó en su canción a cuenta del dios dirá, intuyendo tal vez -como así ha sido- que el final y la contundente defunción del líder radical islamista Ben Laden estaría envuelto en la confusión, en el apagón informativo.
Porque no es normal que cinco días después de la operación militar milimétricamente diseñada que acabó con su vida, aún no se haya aclarado totalmente cómo se produjo el asalto al refugio (más que mansión aquello tiene toda la pinta de una vivienda de autoconstrucción) y la muerte del sanguinario dirigente de Al Qaeda.
Desde la Casa Blanca se han ofrecido versiones contradictorias sobre el hecho, lo que resulta poco tranquilizante, en concreto para quienes consideran que la captura del canalla y su correspondiente juicio hubiera sido más útil para la lucha contra el terrorismo.
Pero, sobre todo, el silencio informativo y, lo que es peor, la sospecha de manipulación tramposa de las explicaciones oficiales están extendiendo una sensación de desconfianza en las relaciones entre los medios de comunicación y el Gobierno de Estados Unidos.
De este modo, la inicial algarabía con que se recibió la noticia ha ido dejando paso a las dudas. Interrogantes y preguntas que se hacen la comunidad internacional y los sectores más críticos con el proceder de la maquinaria de poder norteamericana. Para Obama, por el momento, todo ha sido un éxito.
Ha visto alzadas su popularidad, prestigio y credibilidad frente a la campaña de acoso del bando republicano que, en su insidioso y continuo ataque, incluso ha llegado a poner en duda la fe de bautismo, el genuino origen yanqui, del actual inquilino del despacho oval.
Pero una cuestión tan delicada y prioritaria como la persecución de Ben Laden y la lucha contra la amenaza del islamismo radicalizado no se puede despachar con la socorrida frase de “muerto el perro se acabó la rabia”. Entre otras cosas porque siempre resulta arriesgado querer simplificar con un golpe de autoridad y bravuconadas de ese calibre un asunto primordial para la paz en el que está involucrada la sociedad y el conjunto de naciones.
Por ahora Estados Unidos tiene el respaldo de los países aliados. Sin embargo empiezan a asomar voces discordantes que no se contentan con una atropellada nota oficial. Quizás no se atrevan a discutir el liderazgo mundial de Washington, pero puesto que se trata de una acción llevada a cabo fuera de su suelo demandan una mayor claridad y, dentro de las habituales restricciones en operaciones de esta naturaleza, una respuesta informativa sincera y convincente.
Por una sencilla razón. Porque las temidas represalias, si se producen, pueden que no tengan como único objetivos a los verdugos de Ben Laden y a quienes han inspirado las órdenes de su innegociable liquidación.
El ataque a las Torres Gemelas en Nueva York causó miles de víctimas e hirió el orgullo nacional del gigante. Otras explosiones, en Madrid y Londres, llevaron la muerte y la destrucción a Europa. De igual modo que ese fanatismo ha puesto en su punto de mira en otros continentes, el más reciente el atentado de Marrakech, también atribuido a una célula de Al Qaeda.
Para los afectados por las matanzas en todos estos lugares, el asesinato del fundador de este feroz grupo terrorista ha sido un alivio. Una noticia, en muchos casos una venganza, largamente esperada. Es curioso que en sus desgarrados sentimientos haya prevalecido un principio tradicionalmente asignado a la Ley de Talión, contra la que precisamente se rebeló Jesucristo, por negar la misericordia y la compasión: “el ojo por ojo, diente por diente”. Es su respuesta al dolor, su manera de aborrecer al diablo.
En un tajo sumergido e ignoto debe estar Ben Laden. Es el infierno del mártir, bajo toneladas de aguas turbulentas.
MANUEL BELLIDO MORA