Fue en octubre de 1982 cuando el entonces vicesecretario general del PSOE y vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, pronunció aquella conocida frase de que “el que se mueve no sale en la foto”. Era, en España, el punto de partida de la coartación de la democracia interna en los partidos y, por ende, del dominio del aparato de estos sobre los militantes y los ciudadanos. Me viene al recuerdo la dichosa frase porque quienes estos días se reunen en algunas plazas españolas demandando democracia real, parece que se plantean como objetivo la reforma de la Ley Electoral y la Ley de Partidos, transcurridos casi treinta años desde que un dirigente de izquierdas, socialista en este caso, y socio institucional de los dirigentes comunistas en muchas ocasiones, pusiese en solfa la libertad interna dentro de su partido, conminando a los disidentes al silencio bajo pena de expulsión. Es más. Coincide esta singularidad con la actitud de algunos dirigentes del movimiento que acampa en la Puerta del Sol.
FOTO: JOSÉ MANUEL REDONDO VÍLCHEZ
Mientras veía en una cadena de televisión cómo una periodista entrevistaba a algunos de los presentes en la plaza más emblemática de Madrid, un personaje se le acercó apercibiéndola de que a quien debía solicitar información era a alguno de los cuarenta portavoces de la organización y no a cualquiera que por allí anduviese, en una demostración no ya solo de la incongruencia de su actitud con aquello que demandaban del sistema, sino del totalitarismo organizativo que defendía según el cual el derecho a opinar sólo podía ejercerlo la clase dirigente y nunca el pueblo.
Que nuestro sistema de partidos adolece de falta de democracia interna y nuestra Ley Electoral es manifiestamente mejorable, no es algo que tengan que venir, al menos a mí, a demostrármelo. Lo he vivido en mis propias carnes políticas y no soy un advenedizo en su denuncia.
Sin embargo, como muy bien ha manifestado Alberto Ruiz-Gallardón, cuando fracasan las políticas de derechas la solución es cambiar a partidos de izquierdas, y cuando son estas últimas las que dan al traste con las espectativas de la ciudadanía es el sistema el que debe asumir las culpas.
No ha fallado el sistema, como no lo ha hecho en todos aquellos países en los que la superación de la crisis es una realidad y se está en los niveles más elevados de empleo de los últimos diez años. Ha fracasado el partido en el Gobierno a la hora de adoptar las medidas necesarias y ello, en un sistema democrático, se resuelve con los votos en las urnas y cambiando a quienes nos dirigen.
Y en cuanto a nuestros partidos, no me cansaré de repetirlo. La juventud se ha ido alejando poco a poco del ejercicio de la democracia activa. Lo ha hecho, también, gran parte de la intelectualidad española, para finalmente dejar el poder en manos de una clase política funcionarial, que ocupa las instituciones como si poseyese una plaza en propiedad, generando una casta que defiende sus propios intereses desde la anulación de la participación real de los ciudadanos en la toma de decisiones.
Hemos llegado a esta situación por la propia desidia y apatía de quienes ahora se manifiestan y pretenden cambiar en un día -algo imposible- lo que nunca debió haber permitido que se fuese generando a lo largo de los años.
Cambiar este estatus no será fácil, pero la solución no pasa porque una pléyade de partidos minoritarios tome el poder o por el triunfo de planteamientos anarquistas como algunos dejan entrever con su propuesta de cambio del sistema.
La solución real está en que el pueblo recupere a sus partidos, que la sociedad se vea representada realmente en ellos y lo sea por los más cualificados. Necesitaremos de la acción conjunta desde dentro y desde fuera de los partidos.
Desde dentro, facilitando la racionalidad democrática, hoy perdida, en base a la democratización de todas las estructuras de partido. Desde fuera, asumiendo la responsabilidad del compromiso social que ha de llevarnos a participar de la actividad política y la gestión de lo público en las instituciones a través de los partidos.
Si esa conjunción de esfuerzos no llega a producirse, no dudo que movimientos como estos vayan a más, radicalizando sus posturas y haciendo más insoportable la convivencia social en España.
FOTO: JOSÉ MANUEL REDONDO VÍLCHEZ
Mientras veía en una cadena de televisión cómo una periodista entrevistaba a algunos de los presentes en la plaza más emblemática de Madrid, un personaje se le acercó apercibiéndola de que a quien debía solicitar información era a alguno de los cuarenta portavoces de la organización y no a cualquiera que por allí anduviese, en una demostración no ya solo de la incongruencia de su actitud con aquello que demandaban del sistema, sino del totalitarismo organizativo que defendía según el cual el derecho a opinar sólo podía ejercerlo la clase dirigente y nunca el pueblo.
Que nuestro sistema de partidos adolece de falta de democracia interna y nuestra Ley Electoral es manifiestamente mejorable, no es algo que tengan que venir, al menos a mí, a demostrármelo. Lo he vivido en mis propias carnes políticas y no soy un advenedizo en su denuncia.
Sin embargo, como muy bien ha manifestado Alberto Ruiz-Gallardón, cuando fracasan las políticas de derechas la solución es cambiar a partidos de izquierdas, y cuando son estas últimas las que dan al traste con las espectativas de la ciudadanía es el sistema el que debe asumir las culpas.
No ha fallado el sistema, como no lo ha hecho en todos aquellos países en los que la superación de la crisis es una realidad y se está en los niveles más elevados de empleo de los últimos diez años. Ha fracasado el partido en el Gobierno a la hora de adoptar las medidas necesarias y ello, en un sistema democrático, se resuelve con los votos en las urnas y cambiando a quienes nos dirigen.
Y en cuanto a nuestros partidos, no me cansaré de repetirlo. La juventud se ha ido alejando poco a poco del ejercicio de la democracia activa. Lo ha hecho, también, gran parte de la intelectualidad española, para finalmente dejar el poder en manos de una clase política funcionarial, que ocupa las instituciones como si poseyese una plaza en propiedad, generando una casta que defiende sus propios intereses desde la anulación de la participación real de los ciudadanos en la toma de decisiones.
Hemos llegado a esta situación por la propia desidia y apatía de quienes ahora se manifiestan y pretenden cambiar en un día -algo imposible- lo que nunca debió haber permitido que se fuese generando a lo largo de los años.
Cambiar este estatus no será fácil, pero la solución no pasa porque una pléyade de partidos minoritarios tome el poder o por el triunfo de planteamientos anarquistas como algunos dejan entrever con su propuesta de cambio del sistema.
La solución real está en que el pueblo recupere a sus partidos, que la sociedad se vea representada realmente en ellos y lo sea por los más cualificados. Necesitaremos de la acción conjunta desde dentro y desde fuera de los partidos.
Desde dentro, facilitando la racionalidad democrática, hoy perdida, en base a la democratización de todas las estructuras de partido. Desde fuera, asumiendo la responsabilidad del compromiso social que ha de llevarnos a participar de la actividad política y la gestión de lo público en las instituciones a través de los partidos.
Si esa conjunción de esfuerzos no llega a producirse, no dudo que movimientos como estos vayan a más, radicalizando sus posturas y haciendo más insoportable la convivencia social en España.
ENRIQUE BELLIDO