La afición al cine degenera en extrañas y desconcertantes formas de comunicación que no sólo no me perturban sino que, a fuerza de repetirse machaconamente, como quien espera la llegada de la hora puntual de la comida, incluso me empiezan a resultar naturales, diría más, familiares. Tengo un amigo con el que apenas cruzo palabras en meses pero que cada domingo (a veces también los sábados y algunos festivos sueltos) me asalta con una pregunta invariable. Es más, si no llega a producirse siento un pálpito, una preocupación. ¿Estará enfermo? ¿Habrá vuelto a romperse la pierna?
Lo hace mediante un lacónico mensaje al celular: “¿movie today?”, me inquiere con cierto apremio, como si ya estuviera ante la taquilla y hubiera que decidirse ipso facto ante la abrumadora y parpadeante oferta del multicine, sin perder tiempo ni impacientar demasiado a la empleada del local, que espera la decisión del cliente aislada en su pecera.
Mi amigo tiene la costumbre de preguntarme en inglés no por extravagancia ni por darse tono internacional o presumir de cosmopolitismo. No. Dice que así practica y no olvida lo poco que aprendió en Londres cuando, en sus años de comentarista musical en una emisora de Málaga, lo llevaron (a él y su acompañante) a presenciar una actuación de The Who en el viejo estadio de Wembley.
La mención al célebre y venerado campo de fútbol la suele hacer con cierta reserva como si le escociera que, en ese mismo sitio, el Barcelona ganara su primera Champion y ahora, dentro de unos días, pueda repetir la gesta. Es que un madridista como él, según me explicó una vez, no puede disociar la idea de que allí mismo, sobre aquel césped, creciera la gloria culé.
Creo, aunque esto nunca me lo ha confesado, que esa manera de pensar, ese reconcome, le impidió disfrutar del todo del fabuloso concierto de Pete Townshend, Roger Daltrey y los suyos. Así es. Un merengue rencoroso, pero leal.
No se muy bien por qué (debe ser de los pocos, muy pocos, que hacen caso a los que nos dedicamos a informar de la actualidad cinematográfica) pero lo cierto es que mi colega suele aceptar de buen grado lo que le recomiendo. De modo que, sin pensárselo dos veces, adquiere dos boletos para el título indicado. Y resulta que en más de una ocasión eran los únicos que estaban en la sala.
Desconozco si han experimentado esa sensación, pero mi amigo lo tiene claro, y no se corta en disfrutarla. “Es como si fuera un magnate. Todo un cine para nosotros solos, anda que no. Una proyección privada, como las que le hacían a Franco en el Pardo. Igual que las que le ponían a los prebostes de los grandes estudios para que dieran su visto bueno a la película”, me comentaba después visiblemente satisfecho.
Aún no he podido averiguar las razones de tan pobre asistencia. Quizás fuera el momento elegido: al mediodía, su hora favorita, a pocas parejas les da por ir al cine. O tal vez sea que, en realidad, mis cintas predilectas no interesen al gran público. Esto último, desde luego, cada vez queda más patente.
Vale, sin duda era una situación de privilegio. Un gran recinto con todas sus comodidades para un par de espectadores. A sus anchas, a su antojo, y sin que nadie coma palomitas o cuchichee a su alrededor. “Algo incomparable, Manolo”, me suelta ufano en otro sms, esta vez, pues su dominio de la lengua de Shakespeare no da para más, en español.
La anécdota, sin embargo, refleja una incontestable realidad: el progresivo y alarmante desplome de la asistencia del público a las salas de exhibición. Año tras año, la estadística refleja con datos tozudos esta tremenda fuga de aficionados. En 2010, últimos datos cotejados, la cifra de espectadores cayó casi un 12 por ciento con respecto a 2009, con lo que se reafirma una tendencia que se venía manifestando, por tercer año consecutivo, desde 2006.
La gente está dando la espalda a los cines. Para qué negarlo. Pero no al Cine, que continúa siendo una de las formas ideales de pasar el tiempo libre, de entretener el ocio. Lo que está cambiando sencillamente es la forma de consumir el producto. Las descargas y la visión online están sustituyendo las excursiones, tan sagradas y esperadas, a la oscuridad de la sala, con toda su parafernalia y su ritual de antigua pasión cinéfila.
Ahora lo que prima es el gratis total, de ahí las urgencias y las presiones de productores, distribuidores y exhibidores para contar con mecanismos alternativos –tasas y cánones digitales– que garanticen sus ingresos. Otra cosa es que éstos sean del agrado de los cibernautas.
Sin embargo es aventurado hablar de decadencia de la tradicional manera de explotación comercial de las películas. La proliferación de obras en 3 dimensiones ha aliviado el panorama con cifras rimbombantes, aunque estemos hablando de unas cantidades engañosas, ya que principalmente se deben al mayor precio de las localidades para este sistema, sensiblemente más caras.
Es pronto pues para afirmar que el modelo está agotado. Pero un hecho no debe ser ignorado. En Málaga acaba de cerrar el Multicines Larios, dejando en el paro a sus 15 empleados. Con su supresión se resiente un modelo que hasta ahora parecía intocable, el de las macrosalas asociadas a un gran centro comercial.
Es el único multicentro de exhibición que ha quedado fuera del acuerdo de traspaso de la cadena Cine Sur a la empresa británica Cineworld. Una transacción cuantificada en unos 18 millones de euros, mediante el cual la multinacional con sede en Londres se hace cargo de un circuito de 136 salas repartidas en 11 multicines de España, con especial implantación en Andalucía y Extremadura.
De esta forma la familia Sánchez-Ramade, presa de su fuerte deuda financiera derivada de la crisis del ladrillo, se deshace de una parte de su patrimonio, quizás no la más importante, pero sí de gran significación y valor sentimental. Su fundador, el empresario cordobés Eugenio Sánchez-Ramade, basó la prosperidad de sus negocios en los cines bajo el impactante lema publicitario “La pantalla de los éxitos”. Es una cruel paradoja del destino que este emporio, que los ha llevado a ser la segunda familia más rica de Andalucía con inversiones en diferentes sectores económicos, sea al final la historia de un fracaso.
Lo hace mediante un lacónico mensaje al celular: “¿movie today?”, me inquiere con cierto apremio, como si ya estuviera ante la taquilla y hubiera que decidirse ipso facto ante la abrumadora y parpadeante oferta del multicine, sin perder tiempo ni impacientar demasiado a la empleada del local, que espera la decisión del cliente aislada en su pecera.
Mi amigo tiene la costumbre de preguntarme en inglés no por extravagancia ni por darse tono internacional o presumir de cosmopolitismo. No. Dice que así practica y no olvida lo poco que aprendió en Londres cuando, en sus años de comentarista musical en una emisora de Málaga, lo llevaron (a él y su acompañante) a presenciar una actuación de The Who en el viejo estadio de Wembley.
La mención al célebre y venerado campo de fútbol la suele hacer con cierta reserva como si le escociera que, en ese mismo sitio, el Barcelona ganara su primera Champion y ahora, dentro de unos días, pueda repetir la gesta. Es que un madridista como él, según me explicó una vez, no puede disociar la idea de que allí mismo, sobre aquel césped, creciera la gloria culé.
Creo, aunque esto nunca me lo ha confesado, que esa manera de pensar, ese reconcome, le impidió disfrutar del todo del fabuloso concierto de Pete Townshend, Roger Daltrey y los suyos. Así es. Un merengue rencoroso, pero leal.
No se muy bien por qué (debe ser de los pocos, muy pocos, que hacen caso a los que nos dedicamos a informar de la actualidad cinematográfica) pero lo cierto es que mi colega suele aceptar de buen grado lo que le recomiendo. De modo que, sin pensárselo dos veces, adquiere dos boletos para el título indicado. Y resulta que en más de una ocasión eran los únicos que estaban en la sala.
Desconozco si han experimentado esa sensación, pero mi amigo lo tiene claro, y no se corta en disfrutarla. “Es como si fuera un magnate. Todo un cine para nosotros solos, anda que no. Una proyección privada, como las que le hacían a Franco en el Pardo. Igual que las que le ponían a los prebostes de los grandes estudios para que dieran su visto bueno a la película”, me comentaba después visiblemente satisfecho.
Aún no he podido averiguar las razones de tan pobre asistencia. Quizás fuera el momento elegido: al mediodía, su hora favorita, a pocas parejas les da por ir al cine. O tal vez sea que, en realidad, mis cintas predilectas no interesen al gran público. Esto último, desde luego, cada vez queda más patente.
Vale, sin duda era una situación de privilegio. Un gran recinto con todas sus comodidades para un par de espectadores. A sus anchas, a su antojo, y sin que nadie coma palomitas o cuchichee a su alrededor. “Algo incomparable, Manolo”, me suelta ufano en otro sms, esta vez, pues su dominio de la lengua de Shakespeare no da para más, en español.
La anécdota, sin embargo, refleja una incontestable realidad: el progresivo y alarmante desplome de la asistencia del público a las salas de exhibición. Año tras año, la estadística refleja con datos tozudos esta tremenda fuga de aficionados. En 2010, últimos datos cotejados, la cifra de espectadores cayó casi un 12 por ciento con respecto a 2009, con lo que se reafirma una tendencia que se venía manifestando, por tercer año consecutivo, desde 2006.
La gente está dando la espalda a los cines. Para qué negarlo. Pero no al Cine, que continúa siendo una de las formas ideales de pasar el tiempo libre, de entretener el ocio. Lo que está cambiando sencillamente es la forma de consumir el producto. Las descargas y la visión online están sustituyendo las excursiones, tan sagradas y esperadas, a la oscuridad de la sala, con toda su parafernalia y su ritual de antigua pasión cinéfila.
Ahora lo que prima es el gratis total, de ahí las urgencias y las presiones de productores, distribuidores y exhibidores para contar con mecanismos alternativos –tasas y cánones digitales– que garanticen sus ingresos. Otra cosa es que éstos sean del agrado de los cibernautas.
Sin embargo es aventurado hablar de decadencia de la tradicional manera de explotación comercial de las películas. La proliferación de obras en 3 dimensiones ha aliviado el panorama con cifras rimbombantes, aunque estemos hablando de unas cantidades engañosas, ya que principalmente se deben al mayor precio de las localidades para este sistema, sensiblemente más caras.
Es pronto pues para afirmar que el modelo está agotado. Pero un hecho no debe ser ignorado. En Málaga acaba de cerrar el Multicines Larios, dejando en el paro a sus 15 empleados. Con su supresión se resiente un modelo que hasta ahora parecía intocable, el de las macrosalas asociadas a un gran centro comercial.
Es el único multicentro de exhibición que ha quedado fuera del acuerdo de traspaso de la cadena Cine Sur a la empresa británica Cineworld. Una transacción cuantificada en unos 18 millones de euros, mediante el cual la multinacional con sede en Londres se hace cargo de un circuito de 136 salas repartidas en 11 multicines de España, con especial implantación en Andalucía y Extremadura.
De esta forma la familia Sánchez-Ramade, presa de su fuerte deuda financiera derivada de la crisis del ladrillo, se deshace de una parte de su patrimonio, quizás no la más importante, pero sí de gran significación y valor sentimental. Su fundador, el empresario cordobés Eugenio Sánchez-Ramade, basó la prosperidad de sus negocios en los cines bajo el impactante lema publicitario “La pantalla de los éxitos”. Es una cruel paradoja del destino que este emporio, que los ha llevado a ser la segunda familia más rica de Andalucía con inversiones en diferentes sectores económicos, sea al final la historia de un fracaso.
MANUEL BELLIDO MORA