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La palabra embozada

Ahora que presiento cada vez más cerca la renovada cita con las urnas, acuden a mi memoria las sensaciones que tuve ligadas a la primera convocatoria electoral de mi vida. Entonces, junio de 1977, yo estaba terminando el primer curso de Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid (vale, es imposible ocultar que soy un cincuentañero) y sabía que, pese a la ilusión colectiva de todo un país que se sacudía la recién enterrada dictadura, yo no iba a poder participar plenamente en la fiesta democrática, tan esperada y que llegó con tantos titubeos a su estreno.

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Fui testigo de aquellas jubilosas vísperas y compartí la esperanza que traía consigo el inminente regreso del sufragio libre y universal, máxima expresión -o así nos parecía- del poder individual para decidir el futuro político. Con aquellos comicios, los primeros tras cuarenta años de prohibiciones, los españoles dejaron de ser súbditos y pasaron a ejercer de ciudadanos, con todas sus consecuencias.

Pero la mayoría de edad, última herencia de restrictivo franquismo, estaba fijada en los 21 años, lo que me dejó, a mis 17 años, con las ganas de elegir papeleta y sumarla a las demás en ese cofre de la voluntad popular que es la urna, donde se sedimenta en un pequeño papel rectangular la gran decisión de la gente.

Todo eso ya es historia. Los balbuceos democráticos de la Transición son materia de los libros de texto. Y así, contenida en los programas educativos, se explica a grandes rasgos, de forma esquemática y sin entrar en detalles en las aulas de los institutos de bachillerato.

Mi hija Aurora, que ahora disfruta de la misma edad que yo tenía en tales fechas (quién pudiera volver a los 17, como cantaba Violeta Parra), anda estos días enfrascada en apuntes que, brevemente, condensan todo los pasos decisivos que se dieron desde que Adolfo Suárez fue nombrado presidente del primer Gobierno de la monarquía con Juan Carlos I al frente.

Repasándolos con ella descubrimos un importante error en lo referente a Alianza Popular, de la que se dice que su líder era Manuel Egea. "¿Cómo?" -reacciono sorprendido- "¡que le han cambiado la identidad a nuestro ilustre padre de la patria!".

Claramente se ha deslizado un grave error en el texto que tenía entre manos mi hija, al confundir el apellido del fundador de este partido, Manuel Fraga, que posteriormente además fue uno de los ponentes de la Constitución. Una inexactitud que aunque no se sabe a ciencia cierta de dónde procede, parece tener su origen en un resumen sacado de Internet para preparar el examen. Un resumen, por cierto, muy extendido por toda la clase entre los estudiantes.

La anécdota -aunque otorgarle esta consideración es rebajar su gravedad- refleja una práctica muy habitual: la red está plagada de trabajos comprimidos, de síntesis y reseñas abreviadas que, en muchos casos, carecen del mínimo rigor y pueden conducir, como sucede en el caso antes referido, a penosas equivocaciones.

Además, una considerable proporción de estos resúmenes no indica autor, ni origen, lo que en sí mismo ya es suficiente razón para desconfiar de ellos. Pero a pesar de lo cual se utilizan a mansalva. Es lo que tiene el muy socorrido método del copia y pega. Hace más cómoda la siempre enojosa tarea de hincar los codos, pero expone a imprecisiones y, lo que es peor, deja en evidencia la pobre y fullera preparación de numerosos alumnos.

Los párrafos anónimos circulan por internet a sus anchas. Frente a ellos hay que tomar precauciones, un mínimo control, una elemental precaución, para no terminar contaminados. Son textos encubiertos y tramposos que, en su máscara, propagan inexactitudes de todo tipo.

Algo parecido ocurre en los participantes en los foros y debates amparados en la red al cobijo de las muy generosas condiciones de publicación existentes en la comunidad de blogueros. Abundan, y en esto Montilla Digital tampoco es una excepción, los que so pretexto del intercambio de opiniones, atizan el fuego dialéctico con toda clase de insidias y acusaciones.

Y con esa táctica, refugiada en el cobarde anonimato, da la impresión que su mayor empeño es quemar al adversario, al contrincante político, con palabras embozadas, con afirmaciones hirientes destinadas únicamente a desprestigiar a quien van dirigidas. Ésa, en definitiva, es su mayor pretensión destructora. Su infame y lamentable alcance. A este navajeo verbal se reduce la disputa política, en lugar de aprovechar este cauce libérrimo de la prensa digital para enriquecer la controversia.

A medida que se aproxima el domingo 22 de mayo esta tendencia se acerca a la par a su cenit. Cualquier noticia sobre alguno de los cuatro candidatos al sillón de la Alcaldía de Montilla dispara las entradas en el foro, a veces con comentarios salidos de tono que rozan la calumnia, si es que no incurren directamente en ella. Pero como esa mala leche la destilan cual ponzoña tapada, hacen el daño y escurren el bulto. Así cualquiera es un hacha de la crítica miserable.

Sólo hay un asunto que le pueda plantar competencia a la batalla electoral: lo concerniente a la religión, católica por supuesto. La catarata de opiniones, pros y contras, suscitada por el emplazamiento del futuro monumento a San Francisco Solano constata este fenómeno.

Está claro que, a estas alturas, la iglesia y casi todo lo que se deriva de ella sigue sacando de quicio al personal. Pero, por desgracia, lo que podía haber sido una estupenda tribuna para abordar la conveniencia o no de esta iniciativa con argumentos razonados y sin perder la compostura, se quedó en un cruce de exabruptos y groserías de radicales atrincherados en sus inamovibles posiciones. De esta forma se ha perdido otra oportunidad de analizar profundamente el papel de la religión y sus representaciones iconográficas en una sociedad moderna.

Es apasionante el intercambio de golpes dialécticos, pero que sea a cara descubierta. De lo contrario, la infinita cancha de este medio de comunicación se asemeja a un guirigay de exaltados en el que la primera víctima del griterío siempre resulta que es el respeto al contrario.

De acuerdo. La principal regla de la democracia es aceptar la discrepancia, la disidencia. Encajar el reproche aunque duela es una estrategia muy sana. Pero en igualdad de condiciones, sabiendo en todo momento quién es el oponente.

Adolfo Suárez aceptó el juego y sufrió en el empeño un enorme desgaste durante los años que estuvo en el poder, con una oposición agresiva que no le perdonó ni una. A su favor, sin embargo, tuvo que quienes lo recriminaron lo hicieron frente a frente.

No tuvo la misma suerte con sus correligionarios. De un tiempo a esta parte su figura como estadista está siendo reconocida ahora. Pero él, presa de su enfermedad, no ha llegado a tiempo de disfrutar del tardío consuelo a tantos agravios. Esto también, como parte de nuestra reciente historia, se recoge en el tocho de apuntes de mi hija Aurora correspondientes a esta asignatura. Y lo mejor de todo, sin errores.
MANUEL BELLIDO MORA
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