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Geometría blaugrana

Siguiendo al pie de la letra lo que fríamente establece cada mes la Encuesta de Población Activa, se puede asegurar que el oficio más abundante en nuestro país es el de parado. Escuece aceptarlo y retuerce las tripas la enorme dimensión de este drama social que agria nuestros días. Es para no tomarlo a broma, porque no está el patio para hacer chanza de las abusivas cifras del desempleo.

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Pero todo es relativo: mientras en incontables hogares se acuestan por la noche sin saber cómo van a pagar los gastos de la hipoteca al día siguiente (una auténtica pesadilla, si es que conciben el sueño), en el Vaticano están que trinan por una estatua dedicada a Juan Pablo II, el papa que va camino de los altares. Los rectores del mayor templo del catolicismo se oponen a ella, porque la ven “fea, cabezona y además no se le parece”. Total, que el monumento a Wojtyla no concuerda con el canon estético de la Iglesia.

El escultor la ha hecho con buena intención, pero sólo ha conseguido irritar a la Curia. Según su autor, la enorme figura con forma de campana simboliza la cualidad del Santo Padre para cobijar bajo su acogedora capa a los hijos de Dios, pero los estetas del Pontificio Consejo de Cultura no pasan por ahí. No es que les parezca que ellos no quepan. No. Es que la ven desproporcionada, como un mamotreto. Vaya, que no les gusta. La polémica está servida, y la opinión pública enredada en una discusión bizantina, en Roma.

Con los asuntos concernientes al clero, que no siempre son de la dimensión de esta controvertida estatua, siempre ocurre lo mismo: la más insignificante diatriba acaba tomando altura. Empieza sotto voce y desemboca en griterío.

Igual ocurre en muchos otros terrenos. Forma parte de la innata condición humana para disfrutar con una refriega verbal. No importa tanto lo que decimos, sino cómo -de alto- se suelta lo que nos viene en gana por esa boca.

Decía François Truffaut que “todo el mundo tiene dos profesiones: la suya y la de crítico de cine”. El excelente director de La femme d´à côté (1981), el hombre que amaba las mujeres, sintetizó así, con ingenio y atino, la tendencia de quienes salen de ver una película con el irrefrenable deseo de querer sentar cátedra dando su opinión (todos suponen que fundamentada y sesuda), sobre lo que acaban de ver en la pantalla.

En lo tocante al fútbol, este fenómeno alcanza cotas insospechadas. Abundan los que llevan dentro un entrenador y sienten ante cada partido la necesidad inaplazable de expresarse. Están seguros que el mundo sería mejor si se pusieran en práctica sus tácticas de juego. A su lado, los entrenadores profesionales no tienen nada que hacer. Son unos aprendices. Unos intrusos.

Como se acerca a pasos agigantados la final de la Champion, no hay manera de esquivar a estos iluminados profetas del balompié que te plantan su discurso, venga a cuento o no. Es una pena que Pep Guardiola no tenga en consideración el insustancial pero vociferante argumentario de estos teóricos de ocasión del llamado "deporte rey".

Yo, que no niego mi querencia madridista desde que siendo un niño vi en persona los malabarismos de Amancio Amaro (su recorte en seco era insuperable), las galopadas de Paco Gento, que corría por la banda como quien lleva un velocímetro en el corazón y, en la mente, una brújula orientada siempre a la portería contraria, admiro sin embargo la concepción del fútbol desarrollada por el entrenador culé.

Él ha elevado a ciencia el toque del balón. La circulación de éste que siempre se antoja algo imprevisible, resulta en su caso la consecuencia de un principio de laboratorio largamente ensayado.

A mí, tradicionalmente enemistado con las Matemáticas, me subyuga la portentosa aplicación al rectángulo de juego de las reglas de la geometría que ha plasmado Guardiola. Sus jugadores, concienzudamente entregados a poner en práctica en cada encuentro un teorema que sólo a ellos está reservado, siembran la cancha de triángulos, diagonales y líneas.

Y en esa maraña invisible, en ese escenario asimétrico de cruces y desmarques, envuelve al equipo rival como si fuera un pelele, un títere sin voluntad. Todo hecho con una precisión difícil de contrarrestar, y con unos resultados que han catapultado exponencialmente su bolsa de puntos. La aritmética, esta visto, no engaña. Negar todo esto invocando la fe merengue me parece un atraso y un ejercicio poco inteligente.

Está bien. Quizás sea ir demasiado lejos atribuir la excelencia del fútbol sólo y exclusivamente a una mera operación matemática. Seguro que otros con un planteamiento radicalmente distinto le dan la vuelta a la teoría como si fuera un calcetín, poniendo en evidencia las fragilidades de un sistema aparentemente infalible, perfecto.

Mourinho lo ha hecho, aunque de momento sólo una vez. Con su triunfo en la Copa del Rey demostró que el Barcelona no es invencible. Y lo hizo con unas armas, basadas en la potencia física, supuestamente diferentes. ¿Diferentes?. No del todo.

El portugués puede parecer un genio de la guerrilla, un estratega de la bronca, pero no subestima del todo la exactitud de las Matemáticas. Lo que pasa es que, en su caso, él se inclina por la geometría atlética. Con personalidades tan marcadas como las suyas, el fútbol ha ingresado en el siglo XXI con un aspecto sofisticado.

También han evolucionado los que disfrutan acudiendo a los estadios o siguiendo la competición por televisión. Ha cambiado la forma de narrar los partidos de forma que ahora son un gran espectáculo radiofónico, y las crónicas tienden al refinamiento literario, a la exquisitez de la mejor prosa tanto en la prensa tradicional como en los medios digitales.

“Antes -le he oído comentar al escritor Juan Cueto- la gente a la que le gustaba el fútbol era de segunda división cultural. Ahora el espectador es mucho más variado. El fútbol está ya legitimado intelectualmente. Y creo que Pep Guardiola, entre otros, ha logrado esa legitimación”.

Dentro de un par de días, en Wembley, tiene ocasión de coronarse como el mejor entrenador de la historia del equipo blaugrana, si es que no lo es ya. Poco podemos hacer los madridistas contra esto. La nube de ceniza volcánica que se ha querido cruzar en su camino rumbo a Londres no es cosa nuestra, aunque su color tuviera tonalidades blancas. Tanto poder, creo, no tiene Florentino. Está forrado, pero los volcanes no le obedecen. De momento.
MANUEL BELLIDO MORA
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