Sabía que ese día no era distinto a los demás. Aunque figurase en el calendario con aquel distintivo color rojo que no representaba nada. Subió al coche, volvió a quedarse sin gasolina a medio camino de la oficina. Ella sabía que su mala suerte no podía ser casualidad, y en caso de serla, empezaba a repetirse demasiadas veces.
El reloj iba más lento que de costumbre y aquel día el jefe gritaba más de lo normal. Su cordura corría grave peligro. Esperaba a que el viernes llegara como príncipe azul para despedirse.
Al fin llegó a casa. Se puso cómoda. Vio su serie preferida de televisión acompañada de una suculenta cena. Se duchó, cogió su rotulador y se puso enfrente del calendario. Tachó el indeseable lunes y dijo esperanzada: "un día menos. Me hubiese encantado que la realidad fuera ésta, ojalá".
María volvió al infierno de cada noche. Aquel hombre volvía borracho para desahogar su ira. Sabía lo que sucedería. A pesar de llorar, nadie iba a salvarla. Pero ella seguía esperándole despierta.
Se quitó el cinturón y golpeó sin piedad, como si los gritos pidiendo que parara aumentaran su enfado. Paró cuando no escuchó lágrimas. Cuando vio un cuchillo de cocina clavado en su vientre.
María salió corriendo a la calle. La lluvia no parecía importarle, seguía recto sin rumbo fijo. Cual barco a la deriva. Miraba al suelo como si tuviera miedo de echar la vista al frente. Parecía buscar una respuesta en el frío suelo.
Sus ojos estaban pidiendo auxilio en sustitución de su boca, que parecía estar en huelga de palabras. Un compañero de trabajo estuvo a punto de atropellarla. Al ver el estado de María, le entraron ganas de bajarse del coche y abrazarla. Decirle que no tenía nada que temer. Sin embargo, solo hizo un amago de estúpido saludo cordial que no obtuvo respuesta. Seguía observándola a través de los cristales del coche.
Cuando aquel conductor volvió a casa puso las noticias. Al principio no prestó atención a la noticia del suicidio. Cuando pusieron la foto no podía mantenerse en pie.
Fue a visitarla a su tumba. Pensó que no tenía motivo alguno para seguir allí, pero pasó toda la tarde, irónicamente, bajo la lluvia.
El reloj iba más lento que de costumbre y aquel día el jefe gritaba más de lo normal. Su cordura corría grave peligro. Esperaba a que el viernes llegara como príncipe azul para despedirse.
Al fin llegó a casa. Se puso cómoda. Vio su serie preferida de televisión acompañada de una suculenta cena. Se duchó, cogió su rotulador y se puso enfrente del calendario. Tachó el indeseable lunes y dijo esperanzada: "un día menos. Me hubiese encantado que la realidad fuera ésta, ojalá".
María volvió al infierno de cada noche. Aquel hombre volvía borracho para desahogar su ira. Sabía lo que sucedería. A pesar de llorar, nadie iba a salvarla. Pero ella seguía esperándole despierta.
Se quitó el cinturón y golpeó sin piedad, como si los gritos pidiendo que parara aumentaran su enfado. Paró cuando no escuchó lágrimas. Cuando vio un cuchillo de cocina clavado en su vientre.
María salió corriendo a la calle. La lluvia no parecía importarle, seguía recto sin rumbo fijo. Cual barco a la deriva. Miraba al suelo como si tuviera miedo de echar la vista al frente. Parecía buscar una respuesta en el frío suelo.
Sus ojos estaban pidiendo auxilio en sustitución de su boca, que parecía estar en huelga de palabras. Un compañero de trabajo estuvo a punto de atropellarla. Al ver el estado de María, le entraron ganas de bajarse del coche y abrazarla. Decirle que no tenía nada que temer. Sin embargo, solo hizo un amago de estúpido saludo cordial que no obtuvo respuesta. Seguía observándola a través de los cristales del coche.
Cuando aquel conductor volvió a casa puso las noticias. Al principio no prestó atención a la noticia del suicidio. Cuando pusieron la foto no podía mantenerse en pie.
Fue a visitarla a su tumba. Pensó que no tenía motivo alguno para seguir allí, pero pasó toda la tarde, irónicamente, bajo la lluvia.
CARLOS SERRANO