La persona anónima no da su nombre porque es más fácil decir “cosas” desde el anonimato que desde la propia identidad. “¡Toy condío y así no me puedes identificar!. Y puedo decir lo que me plazca sin correr el riesgo de que me señalen con el dedo por la Corredera, o cosas peores. Y así disparo con la escopeta cargada de perdigones, porque una cuestión sí que está clara: no quiero matar a nadie, sólo zaherirlo, ¡afortunadamente!".
Indudablemente, en muchos de los periódicos, tanto en papel como digitales, existe la costumbre de participar anónimamente. Me parece muy bien y sólo se me ocurre hacer una matización ¡Respeta y te respetarán! Estoy hablando de "tolerancia", porque sin esa tolerancia no hay libertad ni tampoco democracia.
La tolerancia es la capacidad de respeto, comprensión y consideración de las opiniones, prácticas y creencias de quienes son diferentes y contrarios a nuestra forma de pensar. Ser tolerantes es ajustarse a la diversidad de la naturaleza humana.
Es desear convivir en armonía con nuestros semejantes, a pesar de la multiplicidad de creencias y caracteres. Es respetar el libre albedrío de cada persona, sin hacer distinción por su raza, creencias religiosas o políticas, ni por las condiciones sociales o económicas que puedan tener cada uno. Lo contrario es la intolerancia.
La intolerancia es esa incapacidad que tienen ciertos individuos para no soportar lo que no sea de su agrado. Suele manifestarse en la manía de odiar y rechazar las actitudes de las personas que no sean compatibles con su forma de ser, pensar o actuar.
La intolerancia es como un virus que corroe las relaciones humanas, y es como una perversa insidia que provoca conflictos en la convivencia con los prójimos (próximos), en la mayoría de los casos. Indudablemente esta forma de actuar también es extensible a los que no nos son cercanos.
La tolerancia como valor, se aprende en la práctica diaria. ¡Tolera y te tolerarán! Dicho de otro modo: hay que ser exquisitamente tolerante respetando las ideas, las creencias, las prácticas de los demás, cuando son diferentes o contrarias a las propias, para que así también tenga derecho a que respeten las mías.
La tolerancia es la capacidad de saber escuchar y aceptar a los demás, valorando las distintas formas de entender la vida y posicionarse ante ella, siempre que no atenten contra los derechos fundamentales de la persona.
Ahora analicemos otro modelo de práctica que, por lo común, usamos todos en diferentes momentos y según nos venga a pelo: el poner etiquetas. El colocar etiquetas a los demás es algo común en nuestro entorno, hasta el punto que estamos rodeados de ellas en gran cantidad de objetos y útiles de uso diario.
Hay etiquetas de vino, de alimentos, de ropa, de calzado, y un sin fin más de ellas a nuestro alrededor; y por supuesto hay etiquetas para las personas. Claro que las primeras son necesarias por su valor informativo sobre el producto, las segundas no lo son.
Etiquetar según la RAE es: “colocar etiquetas o marbetes (precinto, rótulo), especialmente a un producto destinado a la venta”; cuando nos referimos a personas, posiblemente sea más correcto usar el término encasillar que hace referencia a: “considerar o declarar a alguien, muchas veces arbitrariamente, como adicto a un partido, doctrina”, y “clasificar personas o cosas”.
Es decir, etiquetar a personas es encasillarlas normalmente bajo criterios poco flexibles y en muchos de los casos con una sobredosis de desprecio (sociata, pepero, facha, progre, podrían ser algunos calificativos ya casi cariñosos).
Colocar etiquetas, encasillar, es relativamente fácil y común, es algo así como el deporte secreto y público a la par de la mayoría de los españoles. Digo españoles porque no conozco lo suficientemente bien los deportes nacionales de otras partes del mundo.
En definitiva, estamos refiriéndonos a la realidad de que podemos catalogar a la gente entre "mala" y "buena" al poner etiquetas a los actos de los demás. Dicha actitud es un defecto habitual en nosotros, y por ende es una muestra de pensamiento distorsionado. El culpar o poner etiquetas a los demás no resuelve nada como tal y en muchos casos hace más daño que bien y sí puede ser síntoma de estreñimiento mental.
En realidad en este mundo no existe ni el bien absoluto ni el mal absoluto. Es un producto de la percepción personal, de la educación y del entrenamiento de cada ser humano mediatizado por el entorno socio-político-religioso en que se mueve. Muchas veces cuando catalogamos a una persona de "mala" o "equivocada", no sabemos si ese juicio puede ser válido, y a veces ni tenemos todos los elementos para juzgarla.
Hay cosas que los demás hacen que nosotros nunca haríamos y viceversa. No caigamos en el juego absurdo de buscar siempre quién tiene la culpa, pues por lo general es una pérdida de tiempo y nos causa mucho desgaste emocional. Uno de los factores que influyen en la aparición constante de conflictos está relacionado con nuestra permanente necesidad de poner etiquetas. Las etiquetas se utilizan para ordenar o clasificar diferentes cosas.
Todo ser humano tiene derecho a la disidencia y a la discrepancia ideológica, sin más deberes que el decoro y la urbanidad para con quienes piensen de manera diferente. Despreciar sistemáticamente no es el camino. Según el filósofo Séneca, “el hombre es sagrado para el hombre”.
Indudablemente, en muchos de los periódicos, tanto en papel como digitales, existe la costumbre de participar anónimamente. Me parece muy bien y sólo se me ocurre hacer una matización ¡Respeta y te respetarán! Estoy hablando de "tolerancia", porque sin esa tolerancia no hay libertad ni tampoco democracia.
La tolerancia es la capacidad de respeto, comprensión y consideración de las opiniones, prácticas y creencias de quienes son diferentes y contrarios a nuestra forma de pensar. Ser tolerantes es ajustarse a la diversidad de la naturaleza humana.
Es desear convivir en armonía con nuestros semejantes, a pesar de la multiplicidad de creencias y caracteres. Es respetar el libre albedrío de cada persona, sin hacer distinción por su raza, creencias religiosas o políticas, ni por las condiciones sociales o económicas que puedan tener cada uno. Lo contrario es la intolerancia.
La intolerancia es esa incapacidad que tienen ciertos individuos para no soportar lo que no sea de su agrado. Suele manifestarse en la manía de odiar y rechazar las actitudes de las personas que no sean compatibles con su forma de ser, pensar o actuar.
La intolerancia es como un virus que corroe las relaciones humanas, y es como una perversa insidia que provoca conflictos en la convivencia con los prójimos (próximos), en la mayoría de los casos. Indudablemente esta forma de actuar también es extensible a los que no nos son cercanos.
La tolerancia como valor, se aprende en la práctica diaria. ¡Tolera y te tolerarán! Dicho de otro modo: hay que ser exquisitamente tolerante respetando las ideas, las creencias, las prácticas de los demás, cuando son diferentes o contrarias a las propias, para que así también tenga derecho a que respeten las mías.
La tolerancia es la capacidad de saber escuchar y aceptar a los demás, valorando las distintas formas de entender la vida y posicionarse ante ella, siempre que no atenten contra los derechos fundamentales de la persona.
Ahora analicemos otro modelo de práctica que, por lo común, usamos todos en diferentes momentos y según nos venga a pelo: el poner etiquetas. El colocar etiquetas a los demás es algo común en nuestro entorno, hasta el punto que estamos rodeados de ellas en gran cantidad de objetos y útiles de uso diario.
Hay etiquetas de vino, de alimentos, de ropa, de calzado, y un sin fin más de ellas a nuestro alrededor; y por supuesto hay etiquetas para las personas. Claro que las primeras son necesarias por su valor informativo sobre el producto, las segundas no lo son.
Etiquetar según la RAE es: “colocar etiquetas o marbetes (precinto, rótulo), especialmente a un producto destinado a la venta”; cuando nos referimos a personas, posiblemente sea más correcto usar el término encasillar que hace referencia a: “considerar o declarar a alguien, muchas veces arbitrariamente, como adicto a un partido, doctrina”, y “clasificar personas o cosas”.
Es decir, etiquetar a personas es encasillarlas normalmente bajo criterios poco flexibles y en muchos de los casos con una sobredosis de desprecio (sociata, pepero, facha, progre, podrían ser algunos calificativos ya casi cariñosos).
Colocar etiquetas, encasillar, es relativamente fácil y común, es algo así como el deporte secreto y público a la par de la mayoría de los españoles. Digo españoles porque no conozco lo suficientemente bien los deportes nacionales de otras partes del mundo.
En definitiva, estamos refiriéndonos a la realidad de que podemos catalogar a la gente entre "mala" y "buena" al poner etiquetas a los actos de los demás. Dicha actitud es un defecto habitual en nosotros, y por ende es una muestra de pensamiento distorsionado. El culpar o poner etiquetas a los demás no resuelve nada como tal y en muchos casos hace más daño que bien y sí puede ser síntoma de estreñimiento mental.
En realidad en este mundo no existe ni el bien absoluto ni el mal absoluto. Es un producto de la percepción personal, de la educación y del entrenamiento de cada ser humano mediatizado por el entorno socio-político-religioso en que se mueve. Muchas veces cuando catalogamos a una persona de "mala" o "equivocada", no sabemos si ese juicio puede ser válido, y a veces ni tenemos todos los elementos para juzgarla.
Hay cosas que los demás hacen que nosotros nunca haríamos y viceversa. No caigamos en el juego absurdo de buscar siempre quién tiene la culpa, pues por lo general es una pérdida de tiempo y nos causa mucho desgaste emocional. Uno de los factores que influyen en la aparición constante de conflictos está relacionado con nuestra permanente necesidad de poner etiquetas. Las etiquetas se utilizan para ordenar o clasificar diferentes cosas.
Todo ser humano tiene derecho a la disidencia y a la discrepancia ideológica, sin más deberes que el decoro y la urbanidad para con quienes piensen de manera diferente. Despreciar sistemáticamente no es el camino. Según el filósofo Séneca, “el hombre es sagrado para el hombre”.
PEPE CANTILLO