Presumen los cofrades -y no les falta razón– que constituyen el mayor colectivo social en Andalucía. Movilizan decenas de miles de personas que cumplen, religiosamente, con sus cuotas, además de llevar a cabo un activismo frenético, en particular durante el periodo de Cuaresma. En una sociedad supuestamente laica, las cofradías de pasión y de gloria agrupan más gente que todos los partidos políticos juntos.
Es una contradicción pero tengo más: se despueblan de practicantes los templos católicos, pero no cesan de edificarse casas de hermandad y de abrirse cuarteles. Un fenómeno que, por su frecuencia y alarde de medios, produce un insoslayable resquemor en el clero, desde la más modesta parroquia a la más elevada púrpura.
Realmente de unos años para aquí hay una curiosa y parece que imparable corriente migratoria en el seno de la iglesia, que provoca no ya el desconsuelo sino el recelo de la jerarquía eclesiástica y los sacerdotes frente a algo que se le escapa. Los fieles se empeñan en dejar vacías las capillas mientras se atestan las sedes de las cofradías y hermandades, especialmente al mediodía y por la noche en los fines de semana. Algo se mueve pero no termina de tener la bendición apostólica.
Unas horas después de su innovador y aclamado pregón de la Semana Santa de Málaga, que tuvo por la personalidad y el oficio de su protagonista un denso y emocionado aire de auto sacramental callejero, Antonio Banderas ha significado que la Semana Santa es perfectamente compatible con la modernidad. Viéndolo tan convencido de lo que dice y hace, su argumento no parece un disparate.
El constante compromiso del actor malagueño con su tradición más querida está cambiando la proyección internacional de este hecho multitudinario de religiosidad popular. Lo está despojando de tópicos, está desmontando su tipismo de rancia estampa para viajeros románticos.
El astro de Hollywood, enamorado del sol, los días azules y el limonero de su infancia, tiene el propósito, y lo está consiguiendo, de actualizar los objetivos y finalidades de las cofradías. Por supuesto el culto es principio básico, pero de la misma forma, y con idéntica o mayor intensidad, lo es también la cobertura de objetivos sociales, de acuerdo a los tiempos que corren. Esto es la concesión de becas de estudios en el extranjero y otras acciones que se inclinan sobre todo a la concreción de un ideario de justicia social en lugar de lo que hasta ahora se ha entendido por caridad.
Ya solo falta que la curia católica también comprenda que, aunque fuera de su estricto control y gobierno, los cuartelillos pueden llegar a ser auténticos semilleros de acólitos. Y que en ellos, tumultuosos y enfebrecidos con los preparativos de los enseres pascuales, se puede practicar una provechosa pesca de almas. Con bar o sin él, con servicio de cocina incluido o no, que ésta es ya otra cuestión que se habrá de plantear teniendo en cuenta los lógicos intereses de la hostelería local. Como se ve, la Semana Santa y todo lo que depende de ella excede lo estrictamente devocional. Hace bastante tiempo.
Frente a las procesiones que se avecinan tengo sensaciones diversas. Porque yo como aquellos de mis congéneres que se visten de nazareno y rezan sin entrar en la iglesia, soy rehén de mis contradicciones. Unos días de unas, el resto, de otras.
Pero ¡ostras Pedrín! de Domingo de Ramos a Resurrección me echo a la calle. Invado a mi antojo ese espacio público formando parte de la muchedumbre, para ver el desfile de las imágenes aupadas en sus tronos, el cortejo de hermanos de luz, la parada de insignias y símbolos, el lento discurrir del ceremonioso cortejo con su música sacra y su incienso humeante y aromático durante largas horas.
Son muchos, incontables espectadores, los que como yo ocupamos plazas y callejas. Y, en nuestro arrebato místico provocado por el magno espectáculo, no caemos en la cuenta de que hay otros tantos que como nosotros viven y transitan a diario por esa densa geografía humana, pero que no comparten nuestro apabullante catecismo estético de crucificados y dolorosas. Que el éxtasis que nos envuelve, a ellos les asfixia. Y se aguantan. O se van con su disidencia a otra parte, detrás de otros dioses, a la búsqueda de recodos y playas. Silenciosos.
En época de renuncias y penitencias, es su sacrificio, a veces -por qué no decirlo- hecho a regañadientes. Airado y arisco. De mala gana, cojones. Porque nadie es perfecto. Y menos los no creyentes.
De pequeños nos dijeron que esta monumental puesta en escena que es la Semana Santa puede interpretarse como un camino de perfección, redención y reconciliación con Dios. No digo que no. Ni que sí.
Es solo Semana Santa. Pero me gusta. Crecimos tan apegados a la Iglesia, a sus ritos y letanías que aún nos alimentamos, espiritualmente, del conjunto de virtudes cardinales, teologales y morales que nos inculcaron.
Aquellas enseñanzas, como el que aprende a montar en bicicleta, no se olvidan. Permanece el sustrato de lo que, durante los años párvulos, rigió la relación con nuestros confesores, a los que, titubeantes y miedosos, relatábamos lo que no decíamos a nadie más. Así eran las cosas: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor, acto de contrición y cumplir la penitencia.
Y qué mejor momento que estos días de sigilosos encapuchados para entonar un mea culpa. Para como un disciplinante más enfatizar el arrepentimiento del Yo pecador. La sincera confidencia pública del que, débil e imperfecto cual es el hombre, recae impío en la tentación.
Pues bien. Aquí a cara descubierta me desahogo y limpio: Soy reo de mis pecados, ustedes juzgarán por su grado de infracción moral si son veniales o mortales. Eso, como mi propia reputación, déjoles a su ecuánime criterio.
Lo confieso pronto y claro porque me acucian y rodean los defectos. Envidio la sed de Dionisos, ambiciono el apetito de Carpanta, codicio el pasaporte de Ulises, y ansío con urgencia -así de avaricioso soy- la alfombra mágica de Aladino.
Iracundo, odio los genocidios, las corruptelas y los abusos. Y además me sacan de quicio y me enojan, no saben ustedes cuánto, las enfermedades, las dolencias que sitian y acosan a quienes quiero. Las adversidades que con su persistencia les altera el ánimo y la sensibilidad merma.
Y me rebelo, olvidando y traicionando la templaza virtud, contra lo que a la Tierra despoja de paz y armonía, fuera tiranía o endiablada e indomable natura.
Lo sé. Me expongo al castigo pero no puedo callar más tiempo: Pierdo la paciencia y poseído por la soberbia, el peor de los pecados, se me retuerce el estómago ante el tramposo, quien, sobre el engaño, alza su dominio, su ley terrorífica, su letal y ponzoñosa vanidad.
Y ahora, finiquitada la inaplazable delación de mi alma, pues se aproximan las fechas santas, me noto aligerado y libre, como a quien al amparo de la primavera se excarcela del infierno invierno de los barrotes, acogiéndose al privilegio de algunas hermandades y cofradías. Por la gracia del Consejo de Ministros. Y de Dios.
Es una contradicción pero tengo más: se despueblan de practicantes los templos católicos, pero no cesan de edificarse casas de hermandad y de abrirse cuarteles. Un fenómeno que, por su frecuencia y alarde de medios, produce un insoslayable resquemor en el clero, desde la más modesta parroquia a la más elevada púrpura.
Realmente de unos años para aquí hay una curiosa y parece que imparable corriente migratoria en el seno de la iglesia, que provoca no ya el desconsuelo sino el recelo de la jerarquía eclesiástica y los sacerdotes frente a algo que se le escapa. Los fieles se empeñan en dejar vacías las capillas mientras se atestan las sedes de las cofradías y hermandades, especialmente al mediodía y por la noche en los fines de semana. Algo se mueve pero no termina de tener la bendición apostólica.
Unas horas después de su innovador y aclamado pregón de la Semana Santa de Málaga, que tuvo por la personalidad y el oficio de su protagonista un denso y emocionado aire de auto sacramental callejero, Antonio Banderas ha significado que la Semana Santa es perfectamente compatible con la modernidad. Viéndolo tan convencido de lo que dice y hace, su argumento no parece un disparate.
El constante compromiso del actor malagueño con su tradición más querida está cambiando la proyección internacional de este hecho multitudinario de religiosidad popular. Lo está despojando de tópicos, está desmontando su tipismo de rancia estampa para viajeros románticos.
El astro de Hollywood, enamorado del sol, los días azules y el limonero de su infancia, tiene el propósito, y lo está consiguiendo, de actualizar los objetivos y finalidades de las cofradías. Por supuesto el culto es principio básico, pero de la misma forma, y con idéntica o mayor intensidad, lo es también la cobertura de objetivos sociales, de acuerdo a los tiempos que corren. Esto es la concesión de becas de estudios en el extranjero y otras acciones que se inclinan sobre todo a la concreción de un ideario de justicia social en lugar de lo que hasta ahora se ha entendido por caridad.
Ya solo falta que la curia católica también comprenda que, aunque fuera de su estricto control y gobierno, los cuartelillos pueden llegar a ser auténticos semilleros de acólitos. Y que en ellos, tumultuosos y enfebrecidos con los preparativos de los enseres pascuales, se puede practicar una provechosa pesca de almas. Con bar o sin él, con servicio de cocina incluido o no, que ésta es ya otra cuestión que se habrá de plantear teniendo en cuenta los lógicos intereses de la hostelería local. Como se ve, la Semana Santa y todo lo que depende de ella excede lo estrictamente devocional. Hace bastante tiempo.
Frente a las procesiones que se avecinan tengo sensaciones diversas. Porque yo como aquellos de mis congéneres que se visten de nazareno y rezan sin entrar en la iglesia, soy rehén de mis contradicciones. Unos días de unas, el resto, de otras.
Pero ¡ostras Pedrín! de Domingo de Ramos a Resurrección me echo a la calle. Invado a mi antojo ese espacio público formando parte de la muchedumbre, para ver el desfile de las imágenes aupadas en sus tronos, el cortejo de hermanos de luz, la parada de insignias y símbolos, el lento discurrir del ceremonioso cortejo con su música sacra y su incienso humeante y aromático durante largas horas.
Son muchos, incontables espectadores, los que como yo ocupamos plazas y callejas. Y, en nuestro arrebato místico provocado por el magno espectáculo, no caemos en la cuenta de que hay otros tantos que como nosotros viven y transitan a diario por esa densa geografía humana, pero que no comparten nuestro apabullante catecismo estético de crucificados y dolorosas. Que el éxtasis que nos envuelve, a ellos les asfixia. Y se aguantan. O se van con su disidencia a otra parte, detrás de otros dioses, a la búsqueda de recodos y playas. Silenciosos.
En época de renuncias y penitencias, es su sacrificio, a veces -por qué no decirlo- hecho a regañadientes. Airado y arisco. De mala gana, cojones. Porque nadie es perfecto. Y menos los no creyentes.
De pequeños nos dijeron que esta monumental puesta en escena que es la Semana Santa puede interpretarse como un camino de perfección, redención y reconciliación con Dios. No digo que no. Ni que sí.
Es solo Semana Santa. Pero me gusta. Crecimos tan apegados a la Iglesia, a sus ritos y letanías que aún nos alimentamos, espiritualmente, del conjunto de virtudes cardinales, teologales y morales que nos inculcaron.
Aquellas enseñanzas, como el que aprende a montar en bicicleta, no se olvidan. Permanece el sustrato de lo que, durante los años párvulos, rigió la relación con nuestros confesores, a los que, titubeantes y miedosos, relatábamos lo que no decíamos a nadie más. Así eran las cosas: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor, acto de contrición y cumplir la penitencia.
Y qué mejor momento que estos días de sigilosos encapuchados para entonar un mea culpa. Para como un disciplinante más enfatizar el arrepentimiento del Yo pecador. La sincera confidencia pública del que, débil e imperfecto cual es el hombre, recae impío en la tentación.
Pues bien. Aquí a cara descubierta me desahogo y limpio: Soy reo de mis pecados, ustedes juzgarán por su grado de infracción moral si son veniales o mortales. Eso, como mi propia reputación, déjoles a su ecuánime criterio.
Lo confieso pronto y claro porque me acucian y rodean los defectos. Envidio la sed de Dionisos, ambiciono el apetito de Carpanta, codicio el pasaporte de Ulises, y ansío con urgencia -así de avaricioso soy- la alfombra mágica de Aladino.
Iracundo, odio los genocidios, las corruptelas y los abusos. Y además me sacan de quicio y me enojan, no saben ustedes cuánto, las enfermedades, las dolencias que sitian y acosan a quienes quiero. Las adversidades que con su persistencia les altera el ánimo y la sensibilidad merma.
Y me rebelo, olvidando y traicionando la templaza virtud, contra lo que a la Tierra despoja de paz y armonía, fuera tiranía o endiablada e indomable natura.
Lo sé. Me expongo al castigo pero no puedo callar más tiempo: Pierdo la paciencia y poseído por la soberbia, el peor de los pecados, se me retuerce el estómago ante el tramposo, quien, sobre el engaño, alza su dominio, su ley terrorífica, su letal y ponzoñosa vanidad.
Y ahora, finiquitada la inaplazable delación de mi alma, pues se aproximan las fechas santas, me noto aligerado y libre, como a quien al amparo de la primavera se excarcela del infierno invierno de los barrotes, acogiéndose al privilegio de algunas hermandades y cofradías. Por la gracia del Consejo de Ministros. Y de Dios.
MANUEL BELLIDO MORA