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Ser más Europa

Una ola de extrema derecha recorre la Europa que ya sufrió hace setenta años una ideología que fomenta la animadversión a la diferencia y que en lugar de soluciones solo encuentra enemigos a combatir. El caso de Finlandia, donde los Auténticos Finlandeses, con casi un 20 por ciento de los votos, casi han quedado empatados con centristas y socialdemócratas, no es un hecho aislado. En Holanda, Suecia, Francia, Italia, Polonia, Hungría, Dinamarca, Bélgica o Alemania, que se flagela aún de su pasado, existen, como en Finlandia, partidos con representación parlamentaria que amenazan la construcción europea y los valores democráticos en los que se sustenta la UE.

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Sus proclamas son idénticas. Sólo les diferencia el trapo excluyente que ondean. Su ideario, en vez de propuestas, tiene chivos expiatorios: miedo al extranjero; odio al homosexual; fundamentalismo religioso; anti-islamismo; antisemitismo; antieuropeísmo; machismo y supremacía de la condición de nacional.

Se oponen a los rescates financieros de la UE; hablan el lenguaje que entiende la gente de la calle; plantean soluciones fáciles y demagógicas a problemas complejos. No presumen de intelectualidad, ni aspiran a conocerla y sus líderes poseen cualidades militares. Son los voceros de la deshumanización de una parte de la sociedad que ridiculiza la justicia y la solidaridad y que admite la amoralidad como medio para llegar al fin.

El Estado donde el neo-fascismo tiene su referencia más consolidada es Italia. Umberto Bossi, líder de la Liga Norte -segunda fuerza política en el norte de Italia-, está coaligado con Berlusconi y aboga por un trato preferente a las regiones ricas del norte italiano que a las menos desarrolladas del sur. El ministro de Berlusconi se muestra tajante con la inmigración, es un antieuropeísta militante y niega asilo político a los norteafricanos que huyen despavoridos de la incertidumbre económica y de la falta de libertades.

El Frente Nacional francés, fundado por Jean-Marie Le Pen, obtuvo en los comicios regionales del año pasado el 15 por ciento de los sufragios y aspira a luchar en la segunda vuelta de las presidenciales francesas de 2012.

Marine Le Pen, hija de Jean-Marie, es la renovación de la ultraderecha gala. Es más amable en las formas que su padre aunque defiende lo mismo: no al euro; no a la UE; no a la inmigración; no al islam. Todo acompañado de una verborrea facilona que suma apoyos en los lugares más castigados por la crisis.

Holanda, referencia del progresismo, también le ha puesto alfombra roja a la derecha antidemocrática tras las últimas elecciones donde se contabilizó un 15 por ciento de apoyo para los radicales de derecha. En Bélgica, los ultraderechistas tienen 12 diputados; en Alemania, aunque no se sientan en el Parlamento Federal (Bundestag), poseen más de una decena de escaños en los estados alemanes (landers); en Austria, a falta de uno, existen dos partidos con voz y voto en el Parlamento austríaco –en total, suman 51 parlamentarios-.

Suecia, Dinamarca o Hungría también tienen escaños ocupados por la extrema derecha. En Hungría, la ideología filofacista es el tercer grupo parlamentario y dispone de un rama militar encargada de “limpiar Hungría” de gitanos, homosexuales o negros.

Hungría, miembro de pleno derecho de la UE, ha aprobado días atrás una ley fundamental que vulnera la Convención Europea de Derechos Humanos y la Carta de Derechos Fundamentales –incluida en el Tratado de Lisboa-.

La nueva Carta Magna húngara habla de "raza húngara"; encomienda a Dios “la Corona, el orgullo patrio, la cristiandad y la familia”; el cristianismo es el “elemento unificador” de la nación; queda bloqueada, “por antinatural”, la posibilidad de aprobar leyes que permitan el matrimonio homosexual o la interrupción voluntaria del embarazo y reinstaura la cadena perpetua sin “ninguna posibilidad de libertad condicional”.

El renacer del populismo tiene muchos porqués: desesperación de las clases populares que han perdido la confianza en una clase política sumisa al poder financiero; una Europa sin liderazgo que asiste como mera espectadora ante los cambios profundos que vive el mundo; el déficit democrático de instituciones que gobiernan nuestras vidas pero que sus mandatarios no han sido elegidos en las urnas; unos ciudadanos hastiados de votar a políticos que han hecho de nuestro futuro una ruleta rusa movida por el interés de la clase económica dominante e incapaces de presentar una alternativa que sacuda del desánimo a la población.

Por su parte, los dirigentes europeos siguen perdiendo el tiempo en declaraciones de intenciones que siempre acaban en nada. Ante esta nueva realidad asiste atónita, sin rumbo y sin discurso, una socialdemocracia y una izquierda alternativa europeas que llevan demasiado tiempo manteniendo ostentosos debates de salón sin llegar a ninguna conclusión que salve de la incertidumbre a más de 500 millones de europeos.

Vivimos en una Europa cobarde con la dictadura de los mercados y que impone a los Estados una férrea “disciplina presupuestaria”. Una Europa que, en cumplimiento de la ortodoxia económica liberal, está cooperando al desmantelamiento del Estado del Bienestar o que rescata a Portugal, Grecia e Irlanda a cambio de crear esqueletos estatales que cada vez parecen más empresas privadas que Estados.

Seguir edificando la obra que dejaron empezada los padres fundadores de Europa es vital para un mundo globalizado en el que el concepto "Estado-nación" es insuficiente para asumir los retos que nos plantea el nuevo orden geopolítico mundial.

O somos más Europa o no seremos nada como veintisiete partes en un nuevo orden mundial multipolar. Pero tampoco seremos nada si construimos Europa de espaldas a los europeos y convertimos el continente en el paraíso terrenal para la bancocracia.

El actual modelo de construcción europea, al dictado de los mercados y alejado de los intereses de los ciudadanos, es el caldo de cultivo perfecto para que florezcan los populismos fascistas que están poniendo en peligro el proceso de construcción europea.
RAÚL SOLÍS
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