Me resulta muy curioso, llamativo y sorprendente que, a estas alturas del partido, existan todavía nostálgicos de aquel experimento trágico y desolador que fue la II República. Entiéndanme, no quiero valorar política o socialmente la conveniencia o justicia del sistema en sí: me parece razonablemente justo que los propios ciudadanos elijan a su máximo representante, siempre y cuando los candidatos entre los que hay que escoger a tamaña personalidad sean adecuados –cuestión altamente complicada, cuando menos, vistos los jefes, subjefes y secretarios actuales de los partidos políticos-.
Lo que me llama la atención es, sobre todo, la beatificación que de ese período de nuestra Historia han hecho políticos, sindicatos, historiadores y pueblo en general. Uno puede leer a Paul Preston o Ian Gibson y se encuentran con una imagen totalmente distinta a la expuesta por otros expertos como Stanley Paine.
Por cierto, también es interesante comprobar que la mayoría de los historiadores con voz en este asunto son de origen británico. Supongo que de los españoles no nos fiamos ni un pelo, básicamente porque ninguno puede ser objetivo.
Servidor, además de leer a estos señores, utiliza otro método para buscar las fuentes históricas; principalmente charlar con viejetes que recuerdan aún aquellos años. Quedan muy poquitos, y la mayoría mezclan recuerdos borrosos debido a sus avanzadas edades, pero la verdad es que llevo haciendo esto mucho tiempo, y esos mismos viejetes de ahora me han contado cosas desde que tengo doce o trece años, cuando ellos aún conservaban frescos los recuerdos almacenados en sus sinapsis.
El resultado es el que ya imaginan la mayoría de ustedes: según el sitio donde estuviera cada uno, la Historia se cuenta de un modo absolutamente diferente. Muchos se quejan de la explotación, de la miseria y el hambre; de los piojos, garrapatas y de la mierda que llevaban encima porque no tenían ni siquiera la humilde posibilidad de lavarse.
Otros hablan de austeridad, precariedad y miedo. Me cuentan que no hacía falta ser un potentado para tener miedo: bastaba con acudir a misa los domingos. Pero todos coinciden en dos recuerdos nítidos: el miedo y la violencia.
La II República se proclamó el 14 de abril de 1931, dos días después de unas elecciones municipales que ganaron –en el cómputo total- los partidos de derecha monárquica. Sin embargo, la confusión producida por la circunstancia de que primero se hicieron los recuentos en las grandes ciudades, donde habían triunfado los partidos republicanos de izquierda, precipitó una jugada maestra de éstos, que mintiendo a toda España, adujeron que el país había optado por la República. La penosa y cobarde actuación de Alfonso XIII, quitándose de en medio como alma que lleva el diablo, hizo el resto.
A partir de ahí, los sucesivos gobiernos republicanos, a veces con la mejor de las intenciones –el esfuerzo por edificar una enseñanza pública libre y gratuita, por ejemplo-, a veces con las peores –basta con consultar en las hemerotecas las arengas de socialistas, comunistas, falangistas y otros especímenes de la época, incitando a la población a la más descabellada de las violencias- hicieron un papel tan execrable como aquellos monarcas que consideraron a España su propio patio de vecinos.
O sea, convirtieron el experimento en una secuencia de asesinatos, violencia, sangre y terrorismo que probablemente fue usada como modelo por el fascismo italiano, el nazismo alemán y el comunismo soviético de Stalin.
Es evidente que los tiempos no son los mismos, aunque hay quien cita elementos sospechosamente parecidos: la Crisis del 29 influyó decisivamente en los ultranacionalismos alemán e italiano que dieron origen a la creación de los monstruos Hitler y Mussolini, así como la revolución de Lenin dio origen, mediante el proceso llamado de perversión, al tirano asesino Stalin y sus satélites en la URSS y Centroeuropa.
No estoy muy de acuerdo en comparar nuestra actual crisis económica y financiera con aquel desastre del 29, pero sí que es cierto que sumando la crisis energética y la alimentaria, puede estar gestándose un nuevo tipo de revolución; sí, esa que quizás haya empezado, esta vez, por Oriente Medio.
En cualquier caso, pensar en la instauración en España de una III República me parece, como decía al principio, por lo menos muy arriesgado. Porque en la actualidad, al menos el Jefe del Estado no tiene que ser elegido por esta comunidad de vecinos envidiosos, canallas y rencorosos que es España.
Lo que me llama la atención es, sobre todo, la beatificación que de ese período de nuestra Historia han hecho políticos, sindicatos, historiadores y pueblo en general. Uno puede leer a Paul Preston o Ian Gibson y se encuentran con una imagen totalmente distinta a la expuesta por otros expertos como Stanley Paine.
Por cierto, también es interesante comprobar que la mayoría de los historiadores con voz en este asunto son de origen británico. Supongo que de los españoles no nos fiamos ni un pelo, básicamente porque ninguno puede ser objetivo.
Servidor, además de leer a estos señores, utiliza otro método para buscar las fuentes históricas; principalmente charlar con viejetes que recuerdan aún aquellos años. Quedan muy poquitos, y la mayoría mezclan recuerdos borrosos debido a sus avanzadas edades, pero la verdad es que llevo haciendo esto mucho tiempo, y esos mismos viejetes de ahora me han contado cosas desde que tengo doce o trece años, cuando ellos aún conservaban frescos los recuerdos almacenados en sus sinapsis.
El resultado es el que ya imaginan la mayoría de ustedes: según el sitio donde estuviera cada uno, la Historia se cuenta de un modo absolutamente diferente. Muchos se quejan de la explotación, de la miseria y el hambre; de los piojos, garrapatas y de la mierda que llevaban encima porque no tenían ni siquiera la humilde posibilidad de lavarse.
Otros hablan de austeridad, precariedad y miedo. Me cuentan que no hacía falta ser un potentado para tener miedo: bastaba con acudir a misa los domingos. Pero todos coinciden en dos recuerdos nítidos: el miedo y la violencia.
La II República se proclamó el 14 de abril de 1931, dos días después de unas elecciones municipales que ganaron –en el cómputo total- los partidos de derecha monárquica. Sin embargo, la confusión producida por la circunstancia de que primero se hicieron los recuentos en las grandes ciudades, donde habían triunfado los partidos republicanos de izquierda, precipitó una jugada maestra de éstos, que mintiendo a toda España, adujeron que el país había optado por la República. La penosa y cobarde actuación de Alfonso XIII, quitándose de en medio como alma que lleva el diablo, hizo el resto.
A partir de ahí, los sucesivos gobiernos republicanos, a veces con la mejor de las intenciones –el esfuerzo por edificar una enseñanza pública libre y gratuita, por ejemplo-, a veces con las peores –basta con consultar en las hemerotecas las arengas de socialistas, comunistas, falangistas y otros especímenes de la época, incitando a la población a la más descabellada de las violencias- hicieron un papel tan execrable como aquellos monarcas que consideraron a España su propio patio de vecinos.
O sea, convirtieron el experimento en una secuencia de asesinatos, violencia, sangre y terrorismo que probablemente fue usada como modelo por el fascismo italiano, el nazismo alemán y el comunismo soviético de Stalin.
Es evidente que los tiempos no son los mismos, aunque hay quien cita elementos sospechosamente parecidos: la Crisis del 29 influyó decisivamente en los ultranacionalismos alemán e italiano que dieron origen a la creación de los monstruos Hitler y Mussolini, así como la revolución de Lenin dio origen, mediante el proceso llamado de perversión, al tirano asesino Stalin y sus satélites en la URSS y Centroeuropa.
No estoy muy de acuerdo en comparar nuestra actual crisis económica y financiera con aquel desastre del 29, pero sí que es cierto que sumando la crisis energética y la alimentaria, puede estar gestándose un nuevo tipo de revolución; sí, esa que quizás haya empezado, esta vez, por Oriente Medio.
En cualquier caso, pensar en la instauración en España de una III República me parece, como decía al principio, por lo menos muy arriesgado. Porque en la actualidad, al menos el Jefe del Estado no tiene que ser elegido por esta comunidad de vecinos envidiosos, canallas y rencorosos que es España.
MARIO J. HURTADO