En este país tenemos un problema con los expresidentes de Gobierno: no sabemos qué hacer con ellos ni ellos saben qué papel institucional han de prestar una vez que abandonan el cargo. Felipe González describió la situación comparándola con los jarrones chinos: son delicados y valiosos pero no se sabe dónde colocarlos; estorban en cualquier lugar y su utilidad, aparte de la ornamental, es ninguna.
Sin una función clara, los expresidentes se dedican a lo que creen han de hacer: expresar de vez en cuando opiniones y consejos, cual “abuelos cebolletas”. Una actitud que en la mayor parte de las ocasiones, como los consejos no solicitados, no suele ser bien recibida por sus pretendidos destinatarios. Entre otras cosas, porque los expresidentes, una vez abandonan las responsabilidades del cargo, se sienten liberados para aportar una visión de la realidad sin las cortapisas diplomáticas y políticas en las que prevalecía la prudencia.
No es de extrañar, por tanto, que cuando se les suelta la lengua ni sus propios correligionarios aplaudan lo que entienden como una intromisión de quien va por libre y no se aviene a estrategia de Gobierno o de partido.
De todos los presidentes de la democracia, los más lenguaraces han sido Felipe González y José María Aznar, siendo ambos ejemplos vivos de lo que no debería hacer un expresidente del Gobierno. Pero una cosa es revelar decisiones controvertidas cuando gobernaban, como la polémica que desataron las declaraciones del expresidente socialista al afirmar que tuvo la posibilidad de eliminar la cúpula de ETA en 1990 y no lo hizo -lo que todavía no sabe si fue correcto- y otra criticar al Ejecutivo actual poniendo en peligro los intereses del país.
Tal es el caso de José María Aznar. Aunque nunca estuvo “muerto”, últimamente ha “resucitado” con extraordinaria locuacidad. Este expresidente, además, hace de oráculo desde su fundación FAES para dotar de ideas al Partido Popular.
Es una persona que, desde un famoso mitin en Sevilla en que alardeó de su virilidad, ha ido adquiriendo “desenvoltura” en sus intervenciones hasta disfrutar hoy día, en su condición de expresidente, de libertad para hablar de cualquier asunto si cree que ello beneficia a su formación, aunque la contradiga en determinados planteamientos y decisiones.
Es, por ejemplo, lo acontecido con su opinión sobre Muammar el Gadafi: un “extravagante amigo”. Aunque es verdad que muchos de estos dictadores fueron antes subordinados aliados de las potencias (Noriega, Sadam Husein, Franco, etc.), también es cierto que acaban convirtiéndose en un estorbo para la evolución democrática de sus países. Es lo que han puesto de relieve las revueltas árabes.
Y para el Congreso en su conjunto, que aprobó la iniciativa, y para la comunidad occidental, la actitud del dictador libio de masacrar a su propio pueblo es motivo suficiente para que la ONU determine una intervención de apoyo a los rebeldes. Aznar no está de acuerdo con este cambio de opinión. Seguramente, a él le gustan las guerras sin autorización expresa de Naciones Unidas.
También se refirió el expresidente conservador a las armas que usa Gadafi en la aniquilación de su pueblo: bombas racimo vendidas por España. A Libia se le compra y vende material diverso, no desde hoy, sino desde hace mucho tiempo. Criticar ahora, cuando España participa en una alianza internacional para contrarrestar la fuerza con la que el dictador libra una guerra desigual contra los insurgentes, es cuanto menos inoportuno y desleal, máxime si los acuerdos comerciales y de colaboración se retrotraen incluso a la época de Aznar como gobernante y siendo España, entonces y ahora, un país fabricante de munición militar.
Esas declaraciones serían completas si recordasen que la ONU levantó el embargo al país norteafricano en septiembre de 2003, el mismo año en que el presidente Aznar viajó a Trípoli para formalizar las relaciones, y que la UE desbloqueó los acuerdos en octubre de 2004. EEUU retiró en 2006 a Libia de la lista de los países terroristas.
El expresidente está en su perfecto derecho de cuestionar ahora esta industria, pero hubiera sido preferible que lo hubiera hecho cuando estaba en condiciones de erradicar su existencia, y no cuando su país está inmerso en una acción internacional contra el sátrapa libio.
José María Aznar también puso en duda, en una conferencia en la Universidad de Washington, la capacidad de España para financiar su deuda en el futuro, algo que fue rápidamente tildado por la ministra de Economía y Hacienda, Elena Salgado, como manifestaciones "ignorantes" y "mal intencionadas".
Tampoco se trata de que un expresidente no pueda dictar conferencias sobre economía, sino que resulta paradójico que, en vez de contribuir a aliviar la presión del mercado, socave la credibilidad de su propio país para afrontar unas medidas en las que intervienen, no sólo intereses económicos, sino también políticos y estratégicos.
Un expresidente de gobierno no debería poner en peligro en foros internacionales la estabilidad (económica, militar o política) de su país por arañar réditos partidistas en unas elecciones. Y no debería hacerlo porque, si algo ha de aprender cualquier expresidente cuando deja el cargo, es el estar agradecido del honor de haber dirigido el destino de su país, al que estará ya por siempre vinculado para que siga avanzando hacia ese porvenir que entre todos, soberanamente, determinan.
Los expresidentes parece que no saben cómo contribuir a tal fin. Institucionalmente tampoco se les reconoce el papel que podrían desempeñar, aunque se les pase una pensión.
Mientras se establece esta cuestión, los expresidentes habrán de asumir que representan a su país, no a un partido. Y con el objetivo de afianzar ese legado deberían comportarse cual embajadores plenipotenciarios, esté ello protocolizado o no. Evitaríamos así el bochorno que sufre medio país ante unas intervenciones desafortunadas y a veces desleales para España.
Sin una función clara, los expresidentes se dedican a lo que creen han de hacer: expresar de vez en cuando opiniones y consejos, cual “abuelos cebolletas”. Una actitud que en la mayor parte de las ocasiones, como los consejos no solicitados, no suele ser bien recibida por sus pretendidos destinatarios. Entre otras cosas, porque los expresidentes, una vez abandonan las responsabilidades del cargo, se sienten liberados para aportar una visión de la realidad sin las cortapisas diplomáticas y políticas en las que prevalecía la prudencia.
No es de extrañar, por tanto, que cuando se les suelta la lengua ni sus propios correligionarios aplaudan lo que entienden como una intromisión de quien va por libre y no se aviene a estrategia de Gobierno o de partido.
De todos los presidentes de la democracia, los más lenguaraces han sido Felipe González y José María Aznar, siendo ambos ejemplos vivos de lo que no debería hacer un expresidente del Gobierno. Pero una cosa es revelar decisiones controvertidas cuando gobernaban, como la polémica que desataron las declaraciones del expresidente socialista al afirmar que tuvo la posibilidad de eliminar la cúpula de ETA en 1990 y no lo hizo -lo que todavía no sabe si fue correcto- y otra criticar al Ejecutivo actual poniendo en peligro los intereses del país.
Tal es el caso de José María Aznar. Aunque nunca estuvo “muerto”, últimamente ha “resucitado” con extraordinaria locuacidad. Este expresidente, además, hace de oráculo desde su fundación FAES para dotar de ideas al Partido Popular.
Es una persona que, desde un famoso mitin en Sevilla en que alardeó de su virilidad, ha ido adquiriendo “desenvoltura” en sus intervenciones hasta disfrutar hoy día, en su condición de expresidente, de libertad para hablar de cualquier asunto si cree que ello beneficia a su formación, aunque la contradiga en determinados planteamientos y decisiones.
Es, por ejemplo, lo acontecido con su opinión sobre Muammar el Gadafi: un “extravagante amigo”. Aunque es verdad que muchos de estos dictadores fueron antes subordinados aliados de las potencias (Noriega, Sadam Husein, Franco, etc.), también es cierto que acaban convirtiéndose en un estorbo para la evolución democrática de sus países. Es lo que han puesto de relieve las revueltas árabes.
Y para el Congreso en su conjunto, que aprobó la iniciativa, y para la comunidad occidental, la actitud del dictador libio de masacrar a su propio pueblo es motivo suficiente para que la ONU determine una intervención de apoyo a los rebeldes. Aznar no está de acuerdo con este cambio de opinión. Seguramente, a él le gustan las guerras sin autorización expresa de Naciones Unidas.
También se refirió el expresidente conservador a las armas que usa Gadafi en la aniquilación de su pueblo: bombas racimo vendidas por España. A Libia se le compra y vende material diverso, no desde hoy, sino desde hace mucho tiempo. Criticar ahora, cuando España participa en una alianza internacional para contrarrestar la fuerza con la que el dictador libra una guerra desigual contra los insurgentes, es cuanto menos inoportuno y desleal, máxime si los acuerdos comerciales y de colaboración se retrotraen incluso a la época de Aznar como gobernante y siendo España, entonces y ahora, un país fabricante de munición militar.
Esas declaraciones serían completas si recordasen que la ONU levantó el embargo al país norteafricano en septiembre de 2003, el mismo año en que el presidente Aznar viajó a Trípoli para formalizar las relaciones, y que la UE desbloqueó los acuerdos en octubre de 2004. EEUU retiró en 2006 a Libia de la lista de los países terroristas.
El expresidente está en su perfecto derecho de cuestionar ahora esta industria, pero hubiera sido preferible que lo hubiera hecho cuando estaba en condiciones de erradicar su existencia, y no cuando su país está inmerso en una acción internacional contra el sátrapa libio.
José María Aznar también puso en duda, en una conferencia en la Universidad de Washington, la capacidad de España para financiar su deuda en el futuro, algo que fue rápidamente tildado por la ministra de Economía y Hacienda, Elena Salgado, como manifestaciones "ignorantes" y "mal intencionadas".
Tampoco se trata de que un expresidente no pueda dictar conferencias sobre economía, sino que resulta paradójico que, en vez de contribuir a aliviar la presión del mercado, socave la credibilidad de su propio país para afrontar unas medidas en las que intervienen, no sólo intereses económicos, sino también políticos y estratégicos.
Un expresidente de gobierno no debería poner en peligro en foros internacionales la estabilidad (económica, militar o política) de su país por arañar réditos partidistas en unas elecciones. Y no debería hacerlo porque, si algo ha de aprender cualquier expresidente cuando deja el cargo, es el estar agradecido del honor de haber dirigido el destino de su país, al que estará ya por siempre vinculado para que siga avanzando hacia ese porvenir que entre todos, soberanamente, determinan.
Los expresidentes parece que no saben cómo contribuir a tal fin. Institucionalmente tampoco se les reconoce el papel que podrían desempeñar, aunque se les pase una pensión.
Mientras se establece esta cuestión, los expresidentes habrán de asumir que representan a su país, no a un partido. Y con el objetivo de afianzar ese legado deberían comportarse cual embajadores plenipotenciarios, esté ello protocolizado o no. Evitaríamos así el bochorno que sufre medio país ante unas intervenciones desafortunadas y a veces desleales para España.
DANIEL GUERRERO