Entre borrascas tan impertinentes como impenitentes –ya saben por qué lo digo- resulta que se nos ha pasado todo un mes, el de abril, en un abrir y cerrar de ojos. Y ahí no va a quedar la cosa, pues los del tiempo, peritos en altas y bajas presiones, nos anuncian que la Cata de mayo, lo que es su primer sorbo, ha de producirse envuelto en una atmósfera inestable: por la persistente actitud de la lluvia, que parece empeñada en no abandonarnos, como sobre todo por la previsión de tormentas y chaparrones en lo político, ya que tenemos encima la campaña electoral y la consiguiente cita con las urnas. Y habrá que mojarse.
A medida que se acerque la fecha señalada es previsible que se enrarezca el ambiente con nuevas y sorprendentes denuncias y revelaciones entre partidos enfrentados por obtener el poder. Muchas de ellas, a falta de pruebas consistentes, parecen orientadas únicamente a sacarle provecho al escándalo con una inmediata rentabilidad en la cuenta de los votos.
Está bien. En eso precisamente consiste el juego democrático, mientras no se incurra en la mentira. La libertad que disfrutamos bajo el paraguas de la Constitución (vuelvo a recurrir al símil meteorológico) otorga un amplio margen al debate ideológico. Al cruce de opiniones y discrepancias entre contrarios, lo que no sería posible con otro régimen de gobierno. Con una dictadura, por ejemplo, tan opuesta por su intransigente naturaleza a que los ciudadanos se expresen libremente y puedan controlar a sus gobernantes, cosa que, aparte de razonable, es fundamental y necesaria. Conviene recordarlo para los olvidadizos, y explicarlo a todos los que ignoran la historia.
En democracia, lo público está expuesto permanentemente al escrutinio del pueblo y de sus representantes, bien sean políticos, sindicales o de cualquier otro tipo. Ahí radica su esencial y saludable diferencia frente a quienes preconizan el regreso al pasado. La transparencia de las cuentas de la Administración es un factor de tranquilidad y garantiza que se pueda poner coto a los desmanes, a los comportamientos indecentes.
Lo estamos comprobando ahora que están saliendo a la luz hechos reprobables o que tienen toda la pinta de serlo. Airearlos es un sano ejercicio. La demostración de que, efectivamente, se puede fiscalizar la acción de gobierno y sancionarla, bajo el peso de la ley, cuando se certifique alguna práctica irregular.
Al contrario de lo que pueda pensarse, la capacidad actual para detectar al momento los asomos de corrupción fortalecen nuestro sistema de libertades, y es el síntoma más inequívoco de su buen funcionamiento. Su últimamente frecuente aparición -la de los brotes de conductas inadecuadas- conduce a una maliciosa e interesada asociación de ideas: "la democracia engendra corrupción, la permanencia en el poder la multiplica".
Pero tan pesimista como pernicioso argumento es fácil de desmontar. Lo que hace que las malas artes y las corruptelas se enquisten como una metástasis endemoniada es la carencia de instrumentos para extirparlas a tiempo. No su existencia en sí misma.
La actual oleada de revueltas populares contra gobiernos dictatoriales en el norte de África y en la península arábiga está dejando al descubierto una cantidad innumerable de abusos y excesos. Un infinito listado de agravios, acumulación de riquezas frente al empobrecimiento de la gente y toda clase de injusticias. Una triste realidad que escuece por sus desvaríos y tropelías y que, sin embargo, había quedado oculta bajo el espeso manto del silencio informativo, impuesto por la fuerza en países donde, hasta ahora, la libertad de prensa era una quimera.
Esa es la diferencia. La notable y contundente diferencia. Que, además, ante una ignominia de ese calibre la comunidad internacional hubiera permanecido al margen o prudentemente callada por cambalaches económicos, añade gravedad a la situación, a una escenografía de auténtico terror en la que los capitostes, jeques y reyezuelos de esas naciones han hecho y sobre todo deshecho a su antojo. Todo lo que les ha dado la gana y sin que nadie se lo impidiese u osase, por mínima que fuera la discrepancia, reprochárselo, a sabiendas del fatal destino al que se exponía.
En España, en la que esos espantos han quedado atrás hace años, se habla cada vez más del descrédito de la política. La idea, aunque haya quien quiera descargarla de peso e importancia, lleva aparejada una insoslayable dosis de veneno, porque lo que, en definitiva, se está logrando es un alejamiento, una desconfianza hacia los partidos. Una desafección -como se diría en Cataluña- entre éstos y los ciudadanos.
Y lo más preocupante es que en una sociedad que ha ido diluyendo y anulando su espíritu crítico detrás de belenes esteban, lomanas y duquesas de alba, la especie está alcanzando su propósito. Su tramposo y peligroso objetivo.
Es cierto. Hay casos de corrupción. Existen líderes, alcaldes y concejales imputados. Pero la proporción de éstos es insignificante frente a los que han desempeñado su labor de representantes públicos de una manera eficaz y honrada, sin que la más mínima sombra de duda se haya cruzado en su camino.
El próximo 22 de mayo podemos ratificar o retirarles nuestra confianza, según hayan cumplido con su programa electoral o se juzgue acertada su estancia en los sillones municipales. Esa será nuestra decisión, y nadie mientras podamos disfrutar de una democracia, la tomará en nuestro lugar.
Ante las urnas, el voto individual es el que manda. Es la soberanía popular la que se introduce por la ranura de esa especie de hucha repleta con los sobres que contienen la voluntad de la gente.
En esos recipientes transparentes también hay una metáfora, pues se contiene algo poético a la hora de depositar la papeleta en ellos. Es el reflejo traslúcido de cómo deber ser el ejercicio del poder. Limpio y cristalino. Con su resultado, periódicamente, se pronuncia el electorado. Es su manera inapelable de hablar del gobierno.
En las postrimerías de los años oscuros, cuando las urnas estaban desterradas del paisaje político de nuestras calles, un humorista con bombín, José Luis Coll, junto a Luis Sánchez Polack,“Tip”, su inseparable pareja cómica, hizo celebré una coletilla: “Y mañana hablaremos del gobierno” Pero, mientras estuvo el dictador, ese mañana nunca llegó. Como tampoco llegaron las urnas.
A medida que se acerque la fecha señalada es previsible que se enrarezca el ambiente con nuevas y sorprendentes denuncias y revelaciones entre partidos enfrentados por obtener el poder. Muchas de ellas, a falta de pruebas consistentes, parecen orientadas únicamente a sacarle provecho al escándalo con una inmediata rentabilidad en la cuenta de los votos.
Está bien. En eso precisamente consiste el juego democrático, mientras no se incurra en la mentira. La libertad que disfrutamos bajo el paraguas de la Constitución (vuelvo a recurrir al símil meteorológico) otorga un amplio margen al debate ideológico. Al cruce de opiniones y discrepancias entre contrarios, lo que no sería posible con otro régimen de gobierno. Con una dictadura, por ejemplo, tan opuesta por su intransigente naturaleza a que los ciudadanos se expresen libremente y puedan controlar a sus gobernantes, cosa que, aparte de razonable, es fundamental y necesaria. Conviene recordarlo para los olvidadizos, y explicarlo a todos los que ignoran la historia.
En democracia, lo público está expuesto permanentemente al escrutinio del pueblo y de sus representantes, bien sean políticos, sindicales o de cualquier otro tipo. Ahí radica su esencial y saludable diferencia frente a quienes preconizan el regreso al pasado. La transparencia de las cuentas de la Administración es un factor de tranquilidad y garantiza que se pueda poner coto a los desmanes, a los comportamientos indecentes.
Lo estamos comprobando ahora que están saliendo a la luz hechos reprobables o que tienen toda la pinta de serlo. Airearlos es un sano ejercicio. La demostración de que, efectivamente, se puede fiscalizar la acción de gobierno y sancionarla, bajo el peso de la ley, cuando se certifique alguna práctica irregular.
Al contrario de lo que pueda pensarse, la capacidad actual para detectar al momento los asomos de corrupción fortalecen nuestro sistema de libertades, y es el síntoma más inequívoco de su buen funcionamiento. Su últimamente frecuente aparición -la de los brotes de conductas inadecuadas- conduce a una maliciosa e interesada asociación de ideas: "la democracia engendra corrupción, la permanencia en el poder la multiplica".
Pero tan pesimista como pernicioso argumento es fácil de desmontar. Lo que hace que las malas artes y las corruptelas se enquisten como una metástasis endemoniada es la carencia de instrumentos para extirparlas a tiempo. No su existencia en sí misma.
La actual oleada de revueltas populares contra gobiernos dictatoriales en el norte de África y en la península arábiga está dejando al descubierto una cantidad innumerable de abusos y excesos. Un infinito listado de agravios, acumulación de riquezas frente al empobrecimiento de la gente y toda clase de injusticias. Una triste realidad que escuece por sus desvaríos y tropelías y que, sin embargo, había quedado oculta bajo el espeso manto del silencio informativo, impuesto por la fuerza en países donde, hasta ahora, la libertad de prensa era una quimera.
Esa es la diferencia. La notable y contundente diferencia. Que, además, ante una ignominia de ese calibre la comunidad internacional hubiera permanecido al margen o prudentemente callada por cambalaches económicos, añade gravedad a la situación, a una escenografía de auténtico terror en la que los capitostes, jeques y reyezuelos de esas naciones han hecho y sobre todo deshecho a su antojo. Todo lo que les ha dado la gana y sin que nadie se lo impidiese u osase, por mínima que fuera la discrepancia, reprochárselo, a sabiendas del fatal destino al que se exponía.
En España, en la que esos espantos han quedado atrás hace años, se habla cada vez más del descrédito de la política. La idea, aunque haya quien quiera descargarla de peso e importancia, lleva aparejada una insoslayable dosis de veneno, porque lo que, en definitiva, se está logrando es un alejamiento, una desconfianza hacia los partidos. Una desafección -como se diría en Cataluña- entre éstos y los ciudadanos.
Y lo más preocupante es que en una sociedad que ha ido diluyendo y anulando su espíritu crítico detrás de belenes esteban, lomanas y duquesas de alba, la especie está alcanzando su propósito. Su tramposo y peligroso objetivo.
Es cierto. Hay casos de corrupción. Existen líderes, alcaldes y concejales imputados. Pero la proporción de éstos es insignificante frente a los que han desempeñado su labor de representantes públicos de una manera eficaz y honrada, sin que la más mínima sombra de duda se haya cruzado en su camino.
El próximo 22 de mayo podemos ratificar o retirarles nuestra confianza, según hayan cumplido con su programa electoral o se juzgue acertada su estancia en los sillones municipales. Esa será nuestra decisión, y nadie mientras podamos disfrutar de una democracia, la tomará en nuestro lugar.
Ante las urnas, el voto individual es el que manda. Es la soberanía popular la que se introduce por la ranura de esa especie de hucha repleta con los sobres que contienen la voluntad de la gente.
En esos recipientes transparentes también hay una metáfora, pues se contiene algo poético a la hora de depositar la papeleta en ellos. Es el reflejo traslúcido de cómo deber ser el ejercicio del poder. Limpio y cristalino. Con su resultado, periódicamente, se pronuncia el electorado. Es su manera inapelable de hablar del gobierno.
En las postrimerías de los años oscuros, cuando las urnas estaban desterradas del paisaje político de nuestras calles, un humorista con bombín, José Luis Coll, junto a Luis Sánchez Polack,“Tip”, su inseparable pareja cómica, hizo celebré una coletilla: “Y mañana hablaremos del gobierno” Pero, mientras estuvo el dictador, ese mañana nunca llegó. Como tampoco llegaron las urnas.
MANUEL BELLIDO MORA