Hay quien llama "diario” a este tipo de escritos. A mí me encanta “crónica”. ¡Esta es mi “crónica”! Carajo, qué bien suena. Hasta hoy, 3 de abril de 2011, había escrito mi crónica sobre una mesa, acomodado en una silla y con una luz diáfana y soñadora. Es la rutina del escritor, la manía de repetir los mismos pasos para alcanzar esa inspiración, una especie de musa que hoya el prado del corazón.
No obstante y sin prestar atención a esa pantomima, estoy sentado sobre el balcón de un cuarto piso del hotel Street y me escoltan dos grandes tetrabicks de sangría, uno Don Simón y la otra, por ser mujer, Peñasol. Mi posición concreta es la siguiente: medio cuerpo traspasa la barandilla, los pies colgando, el portátil encima de los muslos y dos manos que llevan a este río rojo de alcohol a mi paladar. Es sin duda el mejor orgasmo que he experimentado en este país de rameras adolescentes, asesinos del romanticismo y de la moralidad femenina. Vaya… ¡si es que antes de describir el paisaje ya me estoy adentrando en materia! Un sorbito y me sereno, venga.
Sopla un viento vacío, descariñado. Trae toda la templanza y el calor taciturno de las cinco de la mañana. Viento, he de aconsejarte: haz las maletas, coge la brisa, ráfaga y demás colegas y vete a otro país o acabarás depresivo, austero, igual que tu tocayo del Mar Nórdico.
Bien. Una vez cerrada esta pequeña y embriagada digresión, tengo que dar vida al primer personaje de mi semana mallorquina. Ésta no es otra que a la señorita Ferrera, a quien por ser el motor de estas líneas la obsequio con una introducción en punto y aparte. Ya he consumido dos tercios de Don Simón y me la sudan las normas gramaticales.
Exactamente, no logro rememorar nuestro primer encuentro, los dos besos inaugurales o el intercambio verbal que acompasa miradas esquivas, pero que son el número exacto para mantener el interés y jugar al más doloroso pasotismo. Me hubiese gustado que mi ebria cabeza pusiera una imagen a ese momento, aunque tampoco voy a querellarle porque es culpa mía que esté navegando por corrientes de alcoholismo.
Además, me importa un comino el escenario, y es que me acuerdo de forma precisa (y exquisita) de cada detalle de la señorita Ferrera. Era (en pasado) una amazona de piel cobriza, cabellera bruna y salvaje, con unos ojos guerreros, inquietos y ansiosos.
El día que la conocí llevaba enfundado una camisa blanca bien remangada, combinado con su piel cetrina, unos ajustados Levy’s, sandalias de esparto y unos soberbios aires de grandeza. Intimidaba. Sin embargo, era la versión azabache de Catherine Z. Jones en El Zorro. Daba igual que blandiera su espada o un puñal de entre los ropajes, porque le habría ofrecido gustosamente mi gaznate si era ella quien me lo abría.
Pero eso es lo de menos, también me recrearía con su sonrisa y seguiría siendo lo de menos. Si algo caracterizaba a la señorita Ferrera era que no guardaba entre sus piernas (como casi la totalidad de las hembras) el veneno propio de su especie. Ella lo había escondido en algún punto ignoto de su voz. Cuando me habló, lo hizo con ese dichoso acento abierto, por no recurrir a la expresión “acento de los huevos que me vuelve loco”.
La cuestión es que me habló y truncó todas mis posibilidades de fiesta, evasión y de lujuria. De nuevo, a no sé cuántos cientos de kilómetros de mi ciudad, los fantasmas de Celia mitificaban mi más que exprimida nostalgia. No obstante, lo peor aún estaba tras el telón, como en una novela de Stephen King, donde en el último párrafo se alza el brazo de la tumba.
En la barra del bar, danzaban seis quinceañeras con brío y solvencia. Todas, con un libertinaje demencial, se movían sinuosamente, enarbolando algún vaso de ron o de whisky y espoleando a los jóvenes del suelo. (Voy a echarme al coleto lo que me resta de Don Simón para relatar el siguiente fragmento).
Una de las danesas, noruegas o diantres que fuese se bajó de su altar en una semiflexión y repartió besos a toda la muchedumbre que la había vitoreado. Aquello era una atrocidad, una especie de bacanal adolescente (¡Niña, vete a casa y mira a ver dónde has dejado la inocencia!)
Me da la sensación de que eso fue paradójico en exceso y no, no lo aguanté. Por un lado quería besar a una chica que avivaba mi mejor recuerdo (y eso que ni trescientas hordas de Ferreras podrían hacer sombra al dedo meñique de Celia) y por otro estaba siendo partícipe de un atentado contra la integridad de la mujer.
Así que me rendí y, como en las últimas ocasiones e historias, vacié un almacén entero de lágrimas al son del DJ y bajo una música titulada We no speak americano. No os imagináis lo triste, lo extravagante que es ver a un chico de apenas veinte abriles, hundido en una sala lúdica donde no existe nada más que el pasatiempo del tiempo.
Pero, si algo roza la desesperación, es la imposibilidad de olvidar, la locura de que en cada lugar que pisa este estúpido y borracho escritor se cuele, igual que una sabandija, la muchacha que ya me canso de nombrar. Supongo que es normal, son las secuelas que quedan cuando quieres a alguien de una forma que aún nadie ha sabido describir de un modo muy certero.
Así que, volviendo a mi historia, me encontraba en el sitio equivocado, cada vez más lejos de Celia y, sobre todo, de mí mismo. Pero no hay mal que por bien no venga y he aquí la segunda y última persona que cobra protagonismo en mi Crónica sobre una barandilla. En este caso, presento a la señorita Irene Villar, a la que también le concedo otro punto y aparte, no sin antes finiquitar el contenido de Peñasol y dar así tregua a mi rato bebedor.
Irene es de esos personajes que nunca tienen el papel de Melibea, nunca conocen a Calisto y, a pesar de todo, tampoco actúan de Celestina. Maestre es de esos personajes que representan al ama de llaves en el acto veintitrés o a la hermana de la prima de Doña Jimena.
Pero años más tarde, cuando ya la obra es en un recuerdo difuso, los espectadores coinciden en que no se acuerdan de la cara de Venus o del caballero que hizo de Don Juan, sino que la imagen que les queda es la de aquella actriz que actuó de manera esporádica e insustancial.
Irene es, por ello, lo único que conservaré de Ibiza (si es que no me caigo antes). Su función fue simple: aguantar a un pseudo borracho llorica durante unas horas e instigarlo a que recuperara a su amor perdido. Incluso me acercó hasta unos cincuenta metros de la puerta de mi hotel.
Después de toda la noche conmigo como lastre, me pidió que llamara a Celia y me dejase de buscar otras queridas, otras cualquieras zumbacorazones. Y yo, yo que le prometí seguir su consejo, le pagué con un billete de diez euros. ¿Para cuánto da cincuenta metros? No lo sé, tampoco el porqué, pero a los veinte minutos ya me encontraba con una extranjera al borde de mi cama.
Ni siquiera la desnudé, ni siquiera tengo la noción de cómo me desabrochó el pantalón pasando lo que buenamente tendría que pasar. Quizá fue el alcohol, el hartazgo de seguir amando sin ninguna mesura. A saber, qué más da, a fin de cuentas era la enésima vez que perdía un cachito de mi vergüenza, y poco le falta para acabarse. De hecho, le falta tan poco que voy a jugar un rato.
Qué lástima que por aquí cerca no haya una maceta con margaritas, si no ahora podría divertirme con sus pétalos. En vez de al “me quiere, no me quiere”, sería mucho más emocionante con un “me tiro, o no me tiro”. A mi padre esto le cabrearía, recuerdo que en cierta ocasión me dijo que “lo malo de los que se tiran por una azotea es que luego hay alguien que ha de limpiar el suelo y recoger los pedazos". Bueno, yo voy a ponerme de pie, y a ver qué…
- (Toc, toc. Toc, toc) Julio, soy Irene, ábreme la puerta.
Esto es lo malo de compartir habitación, que no te puedes ni suicidar tranquilo.
Fin de la crónica.
No obstante y sin prestar atención a esa pantomima, estoy sentado sobre el balcón de un cuarto piso del hotel Street y me escoltan dos grandes tetrabicks de sangría, uno Don Simón y la otra, por ser mujer, Peñasol. Mi posición concreta es la siguiente: medio cuerpo traspasa la barandilla, los pies colgando, el portátil encima de los muslos y dos manos que llevan a este río rojo de alcohol a mi paladar. Es sin duda el mejor orgasmo que he experimentado en este país de rameras adolescentes, asesinos del romanticismo y de la moralidad femenina. Vaya… ¡si es que antes de describir el paisaje ya me estoy adentrando en materia! Un sorbito y me sereno, venga.
Sopla un viento vacío, descariñado. Trae toda la templanza y el calor taciturno de las cinco de la mañana. Viento, he de aconsejarte: haz las maletas, coge la brisa, ráfaga y demás colegas y vete a otro país o acabarás depresivo, austero, igual que tu tocayo del Mar Nórdico.
Bien. Una vez cerrada esta pequeña y embriagada digresión, tengo que dar vida al primer personaje de mi semana mallorquina. Ésta no es otra que a la señorita Ferrera, a quien por ser el motor de estas líneas la obsequio con una introducción en punto y aparte. Ya he consumido dos tercios de Don Simón y me la sudan las normas gramaticales.
Exactamente, no logro rememorar nuestro primer encuentro, los dos besos inaugurales o el intercambio verbal que acompasa miradas esquivas, pero que son el número exacto para mantener el interés y jugar al más doloroso pasotismo. Me hubiese gustado que mi ebria cabeza pusiera una imagen a ese momento, aunque tampoco voy a querellarle porque es culpa mía que esté navegando por corrientes de alcoholismo.
Además, me importa un comino el escenario, y es que me acuerdo de forma precisa (y exquisita) de cada detalle de la señorita Ferrera. Era (en pasado) una amazona de piel cobriza, cabellera bruna y salvaje, con unos ojos guerreros, inquietos y ansiosos.
El día que la conocí llevaba enfundado una camisa blanca bien remangada, combinado con su piel cetrina, unos ajustados Levy’s, sandalias de esparto y unos soberbios aires de grandeza. Intimidaba. Sin embargo, era la versión azabache de Catherine Z. Jones en El Zorro. Daba igual que blandiera su espada o un puñal de entre los ropajes, porque le habría ofrecido gustosamente mi gaznate si era ella quien me lo abría.
Pero eso es lo de menos, también me recrearía con su sonrisa y seguiría siendo lo de menos. Si algo caracterizaba a la señorita Ferrera era que no guardaba entre sus piernas (como casi la totalidad de las hembras) el veneno propio de su especie. Ella lo había escondido en algún punto ignoto de su voz. Cuando me habló, lo hizo con ese dichoso acento abierto, por no recurrir a la expresión “acento de los huevos que me vuelve loco”.
La cuestión es que me habló y truncó todas mis posibilidades de fiesta, evasión y de lujuria. De nuevo, a no sé cuántos cientos de kilómetros de mi ciudad, los fantasmas de Celia mitificaban mi más que exprimida nostalgia. No obstante, lo peor aún estaba tras el telón, como en una novela de Stephen King, donde en el último párrafo se alza el brazo de la tumba.
En la barra del bar, danzaban seis quinceañeras con brío y solvencia. Todas, con un libertinaje demencial, se movían sinuosamente, enarbolando algún vaso de ron o de whisky y espoleando a los jóvenes del suelo. (Voy a echarme al coleto lo que me resta de Don Simón para relatar el siguiente fragmento).
Una de las danesas, noruegas o diantres que fuese se bajó de su altar en una semiflexión y repartió besos a toda la muchedumbre que la había vitoreado. Aquello era una atrocidad, una especie de bacanal adolescente (¡Niña, vete a casa y mira a ver dónde has dejado la inocencia!)
Me da la sensación de que eso fue paradójico en exceso y no, no lo aguanté. Por un lado quería besar a una chica que avivaba mi mejor recuerdo (y eso que ni trescientas hordas de Ferreras podrían hacer sombra al dedo meñique de Celia) y por otro estaba siendo partícipe de un atentado contra la integridad de la mujer.
Así que me rendí y, como en las últimas ocasiones e historias, vacié un almacén entero de lágrimas al son del DJ y bajo una música titulada We no speak americano. No os imagináis lo triste, lo extravagante que es ver a un chico de apenas veinte abriles, hundido en una sala lúdica donde no existe nada más que el pasatiempo del tiempo.
Pero, si algo roza la desesperación, es la imposibilidad de olvidar, la locura de que en cada lugar que pisa este estúpido y borracho escritor se cuele, igual que una sabandija, la muchacha que ya me canso de nombrar. Supongo que es normal, son las secuelas que quedan cuando quieres a alguien de una forma que aún nadie ha sabido describir de un modo muy certero.
Así que, volviendo a mi historia, me encontraba en el sitio equivocado, cada vez más lejos de Celia y, sobre todo, de mí mismo. Pero no hay mal que por bien no venga y he aquí la segunda y última persona que cobra protagonismo en mi Crónica sobre una barandilla. En este caso, presento a la señorita Irene Villar, a la que también le concedo otro punto y aparte, no sin antes finiquitar el contenido de Peñasol y dar así tregua a mi rato bebedor.
Irene es de esos personajes que nunca tienen el papel de Melibea, nunca conocen a Calisto y, a pesar de todo, tampoco actúan de Celestina. Maestre es de esos personajes que representan al ama de llaves en el acto veintitrés o a la hermana de la prima de Doña Jimena.
Pero años más tarde, cuando ya la obra es en un recuerdo difuso, los espectadores coinciden en que no se acuerdan de la cara de Venus o del caballero que hizo de Don Juan, sino que la imagen que les queda es la de aquella actriz que actuó de manera esporádica e insustancial.
Irene es, por ello, lo único que conservaré de Ibiza (si es que no me caigo antes). Su función fue simple: aguantar a un pseudo borracho llorica durante unas horas e instigarlo a que recuperara a su amor perdido. Incluso me acercó hasta unos cincuenta metros de la puerta de mi hotel.
Después de toda la noche conmigo como lastre, me pidió que llamara a Celia y me dejase de buscar otras queridas, otras cualquieras zumbacorazones. Y yo, yo que le prometí seguir su consejo, le pagué con un billete de diez euros. ¿Para cuánto da cincuenta metros? No lo sé, tampoco el porqué, pero a los veinte minutos ya me encontraba con una extranjera al borde de mi cama.
Ni siquiera la desnudé, ni siquiera tengo la noción de cómo me desabrochó el pantalón pasando lo que buenamente tendría que pasar. Quizá fue el alcohol, el hartazgo de seguir amando sin ninguna mesura. A saber, qué más da, a fin de cuentas era la enésima vez que perdía un cachito de mi vergüenza, y poco le falta para acabarse. De hecho, le falta tan poco que voy a jugar un rato.
Qué lástima que por aquí cerca no haya una maceta con margaritas, si no ahora podría divertirme con sus pétalos. En vez de al “me quiere, no me quiere”, sería mucho más emocionante con un “me tiro, o no me tiro”. A mi padre esto le cabrearía, recuerdo que en cierta ocasión me dijo que “lo malo de los que se tiran por una azotea es que luego hay alguien que ha de limpiar el suelo y recoger los pedazos". Bueno, yo voy a ponerme de pie, y a ver qué…
- (Toc, toc. Toc, toc) Julio, soy Irene, ábreme la puerta.
Esto es lo malo de compartir habitación, que no te puedes ni suicidar tranquilo.
Fin de la crónica.
CARMEN LIROLA