De izquierda a derecha. Negro, Negro, blanco, mierda. Tengo el miedo y los nervios acoplados, aplanados en la garganta. No puedo dejar de pensar en que estarás aquí. Y es que esta vez es cierto que vienes, ¿sabes? Diría incluso que casi te estoy viendo bajarte ya del tren, con tu maleta de cuero marrón, una mano en el bolsillo y la otra colocándote el pelo hacia detrás, que siempre te cae resbalando por la frente y te mojas un poco los labios con la lengua, como si cataras el aire de esta ciudad.
No sé si me diagnosticarán una parada cardíaca autoinducida o qué, pero esto es un completo suicidio a mano armada, pero sin armar. Noto el corazón en las manos, en las pestañas. Noto el corazón en... No noto el corazón, se me ha salido por la boca.
Negro, negro, otra vez, ¡vamos venga! Retrasos de mierda. Espero ansiosa. Aún no puedo creerme que estés llegando aquí, a mi ciudad, a esta estación. Pero puedo imaginarte en el tren, observando, como sólo tú podrías hacer, preguntándote cosas que la gente normal no se llegaría a cuestionar en su vida.
Cosas como, por ejemplo, por qué la chiquita pequeña rumana no deja de hacerte carantoñas y el señor de al lado mira el reloj nervioso. "Una bomba, lleva una bomba seguro", murmuras para ti. E inmediatamente ya estás analizando otra cosa, superponiendo pensamientos. Como, por ejemplo, que hay que ver lo bonita que es la luz de la que entra por la ventanilla al amanecer.
Puedo visualizarte allí inmóvil, al final de cualquiera de aquellos autobuses de color blanco y letras oscuras. Oscuras. Como tus ojos. Puedo casi verte pensando, dando todo eso que va a ocurrir por sentado, como cuando iba a verte a escondidas y eso fuera lo más normal del mundo, como si ahora tú lo hicieras formar parte de tu rutina, para que así perdiera importancia, ¿no?
Al contarlo, al formularlo con palabras, se hace tangible y pasa de ser algo real y evidente a convertirse en certeza -piensas seguro-. ¡Qué complicación! Dentro de poco, en unos minutos, voy a estar a dos centímetros de tu boca. Y esa es muy poca distancia, ¿sabes? Me puede la impaciencia.
A todo eso le doy vueltas en mi cabeza mientras observo muy atentamente cómo decenas de trenes se amotinan poco a poco en la estación, lanzando fuertes rugidos desde alguna parte del interior de esos grandes motores oxidados, esquivándose unos con otros y saturando el sonido de forma brutal.
Dejo que el ruido se apodere de todo, haciendo así que pase a un segundo plano y que mis oídos se acostumbren a éste. Todos se colocan en orden, formando un ejército de masas pesadas, humo zaíno, ruido y metal; unos al lado de otros. Descansando sus pesadas armaduras sobre sus desgastados raíles y sus motores enfriándose; colocándose entre metálicos chasquidos, crepitando de forma similar a como lo hacen unas hojas secas al ser pisadas, pero a lo bruto; y yo empiezo a atenerme a lo que viene en unos instantes.
Diez y cuarenta y siete de la mañana. Diciembre. Mi ciudad. Infarto. Corazón. Tú-tú-tú. Tú, yo. Y así paso una hora sentada en cualquier esquina de esta estación, observando con detalle la vida tan ajetreada que llevan todas esas personas que suben pisando fuerte hacia la planta inferior y hacen temblar la barandilla de la escalera principal. La misma vida sin vida. Pensamientos efímeros mientras te imagino; has dado tantas vueltas en mi cabeza que ya estás presente en ella incluso cuando trato de no hacerlo.
Tiempo suficiente para ir habituándome a esos grandes muros, a cada uno de los sucios rincones, a una maraña de hierros que cruzan de lado a lado con todas esas enormes vigas que atraviesan el techo de un punto a otro como si de telarañas se tratasen.
Lo único que quiero es tenerte aquí delante, debajo de todas esos fustes gigantes, bloqueándome hasta los movimientos voluntarios más básicos y haciendo que mi inercia de pensar en cosas sin pies ni cabeza me parezca lo mas banal del mundo, porque estarás aquí delante y sólo cuando no estás, todo deja de cobrar sentido… y yo me pierdo.
“El tren con destino equis está a punto de efectuar su llegada a la estación”, suena por megafonía, rebotando arriba y abajo con un eco atronador. Un mensaje envasado al vacío, que termina escapándose por algunos de los grandes ventanales que cubren en cadena toda la parte superior de los muros de la fachada de ladrillo rojo.
Carajo, acabo de reparar en todo lo que me han empezado a rugir las tripas ahora mismo, y es que todo esto hace mucho que dejó de ser un sueño. Ya estoy delirando...
A estas alturas ya casi estarás de pie en medio del estrecho pasillo entre las columnas de asientos, con las piernas un poco cruzadas tal que la rodilla izquierda quede levemente por debajo de la derecha. Siempre. Mordiéndote espontáneamente las uñas para controlar tus nervios, sujetándote la caída natural de tu pantalón tirando de la hebilla del cinturón hacia arriba, con la otra mano atusándote el pelo y sujetando el poco equipaje que traes; todo eso de forma intermitente. Y la mirada perdida en cualquier parte.
Tras localizar el tren en el que vas, miro hacia él de una forma que denota un poco de histeria, que trato de disimular. Y al llegar al corredor me dejo caer sobre la columna situada frente al cartel indicador del número de andén. Seis, dice. Se-is. Estaba muy claro, no podía ser otro.
El tren se detiene a apenas unos metros del pilar que me soporta. Termina su viaje soltando un gran chirrido que se me antoja demasiado eléctrico, apaga sus entrañas y abre sus puertas tras soltar un sonoro bufido, como quejándose. La señora de la gabardina de color rojo chillón, la chiquilla rumana y su madre. El señor nervioso de la bomba inexistente. Tú. Estás increíble, joder, estás tan impresionante que eclipsas -susurro a todos y a nadie en particular-.
Y es entonces cuando parece que el aire se condensara y me retumbara en toda la cabeza, y escucho mi respiración como si estuviera sumergida por completo en una bañera y dejara que el agua se colara en mis oídos. Surcando todas las penetraciones y dejando entrar algún estigma sonoro, si acaso, un pequeño resquicio de toda vida allí existente que nos rodea. Y veo todo eso como si se tratase de una sucesión de fotogramas, de fotografías polaroid pegadas unas al lado de otras formando una trama de...
Silencio, un pitido, silencio, tú, acercándote. Silencio otra vez. Tú. Te apartas el pelo con esa elegancia natural que tanto derrochas, esa que tanto me pierde, esa que me vuelve tan loca, tan imparcial, tan absolutamente egoísta. Y saltas encima de mí, que distraída me giraba.
Silencio y tú a dos pasos de mis labios. “¡Mi niña!”, dices mientras me tomas de la mano derecha con tu izquierda y me la aprietas con fuerza. Te miro: ”Hola...”, contesto, con una sonrisa tan tímida pero intensa a la vez.
Me cago en la puta. Caigo en la cuenta de que me he quedado inmóvil, y tras ver que esperas una reacción por mi parte y casi por impulsividad e inercia, te rodeo por los hombros con mis brazos. Tengo que tener una cara de espanto, o de algo similar, seguro. Tengo que tener cara de “de no ser porque me tienes bien agarrada, echaría a correr en cualquier momento por esa maldita puerta”. Me miras demasiado, y muy fijamente, me pones tan nerviosa que... Me miras tanto que me calas por dentro, me estás matando de la cabeza a los pies.
Te acerco hacia mí pasando uno de los brazos por encima de tu cuello y el otro rodeando tu cintura, y me tiemblas los dedos en tus caderas. Tú haces igual. Y te fundes conmigo en un abrazo de esos que te corrompen por dentro y hacen que se disparen todas las alarmas del sistema nervioso.
El olor de tu cuello es el culpable de que caiga en picado hacia la realidad, como un hipnotizador que chasquea los dedos para que salgas del trance. Pues igual: estar contigo es como entrar en trance. Te entra una paz mental por dentro que eso no tiene explicación científica ni podrá tenerla jamás ni nada, porque es que, joder... Nos separamos despacio sin hablar, sin decir nada, “nunca fue necesario” -piensas-. Por poco, casi se nos escapa un mes más.
Nos separamos a sabiendas de que no nos hemos saciado aún de brazos cálidos, de suaves roces, nos separamos sabiendo que podríamos seguir ahí toda una vida como si nada, y no hubiera hecho falta nada más. Pero nos separamos, y nos miramos muy desde muy cerca, nos sonreímos, con el aire pendiendo en los labios, colgando de los tuyos a los míos, como si se balancease por lianas que no tienen nada de existentes.
El aire formando espirales de lo cercano de tu boca a la mía y tú y yo en la estación, estáticos, tú con tu sonrisa de labios callados, yo con los ojos a punto de romper a llorar y, mientras, dos corazones a punto de estallar. Manos temblorosas que piden a gritos fuertes apretones. Tú y yo, aquella estación. Y Córdoba. Preciosa Córdoba. Aún con los abrazos fríos, vuelve pronto...
No sé si me diagnosticarán una parada cardíaca autoinducida o qué, pero esto es un completo suicidio a mano armada, pero sin armar. Noto el corazón en las manos, en las pestañas. Noto el corazón en... No noto el corazón, se me ha salido por la boca.
Negro, negro, otra vez, ¡vamos venga! Retrasos de mierda. Espero ansiosa. Aún no puedo creerme que estés llegando aquí, a mi ciudad, a esta estación. Pero puedo imaginarte en el tren, observando, como sólo tú podrías hacer, preguntándote cosas que la gente normal no se llegaría a cuestionar en su vida.
Cosas como, por ejemplo, por qué la chiquita pequeña rumana no deja de hacerte carantoñas y el señor de al lado mira el reloj nervioso. "Una bomba, lleva una bomba seguro", murmuras para ti. E inmediatamente ya estás analizando otra cosa, superponiendo pensamientos. Como, por ejemplo, que hay que ver lo bonita que es la luz de la que entra por la ventanilla al amanecer.
Puedo visualizarte allí inmóvil, al final de cualquiera de aquellos autobuses de color blanco y letras oscuras. Oscuras. Como tus ojos. Puedo casi verte pensando, dando todo eso que va a ocurrir por sentado, como cuando iba a verte a escondidas y eso fuera lo más normal del mundo, como si ahora tú lo hicieras formar parte de tu rutina, para que así perdiera importancia, ¿no?
Al contarlo, al formularlo con palabras, se hace tangible y pasa de ser algo real y evidente a convertirse en certeza -piensas seguro-. ¡Qué complicación! Dentro de poco, en unos minutos, voy a estar a dos centímetros de tu boca. Y esa es muy poca distancia, ¿sabes? Me puede la impaciencia.
A todo eso le doy vueltas en mi cabeza mientras observo muy atentamente cómo decenas de trenes se amotinan poco a poco en la estación, lanzando fuertes rugidos desde alguna parte del interior de esos grandes motores oxidados, esquivándose unos con otros y saturando el sonido de forma brutal.
Dejo que el ruido se apodere de todo, haciendo así que pase a un segundo plano y que mis oídos se acostumbren a éste. Todos se colocan en orden, formando un ejército de masas pesadas, humo zaíno, ruido y metal; unos al lado de otros. Descansando sus pesadas armaduras sobre sus desgastados raíles y sus motores enfriándose; colocándose entre metálicos chasquidos, crepitando de forma similar a como lo hacen unas hojas secas al ser pisadas, pero a lo bruto; y yo empiezo a atenerme a lo que viene en unos instantes.
Diez y cuarenta y siete de la mañana. Diciembre. Mi ciudad. Infarto. Corazón. Tú-tú-tú. Tú, yo. Y así paso una hora sentada en cualquier esquina de esta estación, observando con detalle la vida tan ajetreada que llevan todas esas personas que suben pisando fuerte hacia la planta inferior y hacen temblar la barandilla de la escalera principal. La misma vida sin vida. Pensamientos efímeros mientras te imagino; has dado tantas vueltas en mi cabeza que ya estás presente en ella incluso cuando trato de no hacerlo.
Tiempo suficiente para ir habituándome a esos grandes muros, a cada uno de los sucios rincones, a una maraña de hierros que cruzan de lado a lado con todas esas enormes vigas que atraviesan el techo de un punto a otro como si de telarañas se tratasen.
Lo único que quiero es tenerte aquí delante, debajo de todas esos fustes gigantes, bloqueándome hasta los movimientos voluntarios más básicos y haciendo que mi inercia de pensar en cosas sin pies ni cabeza me parezca lo mas banal del mundo, porque estarás aquí delante y sólo cuando no estás, todo deja de cobrar sentido… y yo me pierdo.
“El tren con destino equis está a punto de efectuar su llegada a la estación”, suena por megafonía, rebotando arriba y abajo con un eco atronador. Un mensaje envasado al vacío, que termina escapándose por algunos de los grandes ventanales que cubren en cadena toda la parte superior de los muros de la fachada de ladrillo rojo.
Carajo, acabo de reparar en todo lo que me han empezado a rugir las tripas ahora mismo, y es que todo esto hace mucho que dejó de ser un sueño. Ya estoy delirando...
A estas alturas ya casi estarás de pie en medio del estrecho pasillo entre las columnas de asientos, con las piernas un poco cruzadas tal que la rodilla izquierda quede levemente por debajo de la derecha. Siempre. Mordiéndote espontáneamente las uñas para controlar tus nervios, sujetándote la caída natural de tu pantalón tirando de la hebilla del cinturón hacia arriba, con la otra mano atusándote el pelo y sujetando el poco equipaje que traes; todo eso de forma intermitente. Y la mirada perdida en cualquier parte.
Tras localizar el tren en el que vas, miro hacia él de una forma que denota un poco de histeria, que trato de disimular. Y al llegar al corredor me dejo caer sobre la columna situada frente al cartel indicador del número de andén. Seis, dice. Se-is. Estaba muy claro, no podía ser otro.
El tren se detiene a apenas unos metros del pilar que me soporta. Termina su viaje soltando un gran chirrido que se me antoja demasiado eléctrico, apaga sus entrañas y abre sus puertas tras soltar un sonoro bufido, como quejándose. La señora de la gabardina de color rojo chillón, la chiquilla rumana y su madre. El señor nervioso de la bomba inexistente. Tú. Estás increíble, joder, estás tan impresionante que eclipsas -susurro a todos y a nadie en particular-.
Y es entonces cuando parece que el aire se condensara y me retumbara en toda la cabeza, y escucho mi respiración como si estuviera sumergida por completo en una bañera y dejara que el agua se colara en mis oídos. Surcando todas las penetraciones y dejando entrar algún estigma sonoro, si acaso, un pequeño resquicio de toda vida allí existente que nos rodea. Y veo todo eso como si se tratase de una sucesión de fotogramas, de fotografías polaroid pegadas unas al lado de otras formando una trama de...
Silencio, un pitido, silencio, tú, acercándote. Silencio otra vez. Tú. Te apartas el pelo con esa elegancia natural que tanto derrochas, esa que tanto me pierde, esa que me vuelve tan loca, tan imparcial, tan absolutamente egoísta. Y saltas encima de mí, que distraída me giraba.
Silencio y tú a dos pasos de mis labios. “¡Mi niña!”, dices mientras me tomas de la mano derecha con tu izquierda y me la aprietas con fuerza. Te miro: ”Hola...”, contesto, con una sonrisa tan tímida pero intensa a la vez.
Me cago en la puta. Caigo en la cuenta de que me he quedado inmóvil, y tras ver que esperas una reacción por mi parte y casi por impulsividad e inercia, te rodeo por los hombros con mis brazos. Tengo que tener una cara de espanto, o de algo similar, seguro. Tengo que tener cara de “de no ser porque me tienes bien agarrada, echaría a correr en cualquier momento por esa maldita puerta”. Me miras demasiado, y muy fijamente, me pones tan nerviosa que... Me miras tanto que me calas por dentro, me estás matando de la cabeza a los pies.
Te acerco hacia mí pasando uno de los brazos por encima de tu cuello y el otro rodeando tu cintura, y me tiemblas los dedos en tus caderas. Tú haces igual. Y te fundes conmigo en un abrazo de esos que te corrompen por dentro y hacen que se disparen todas las alarmas del sistema nervioso.
El olor de tu cuello es el culpable de que caiga en picado hacia la realidad, como un hipnotizador que chasquea los dedos para que salgas del trance. Pues igual: estar contigo es como entrar en trance. Te entra una paz mental por dentro que eso no tiene explicación científica ni podrá tenerla jamás ni nada, porque es que, joder... Nos separamos despacio sin hablar, sin decir nada, “nunca fue necesario” -piensas-. Por poco, casi se nos escapa un mes más.
Nos separamos a sabiendas de que no nos hemos saciado aún de brazos cálidos, de suaves roces, nos separamos sabiendo que podríamos seguir ahí toda una vida como si nada, y no hubiera hecho falta nada más. Pero nos separamos, y nos miramos muy desde muy cerca, nos sonreímos, con el aire pendiendo en los labios, colgando de los tuyos a los míos, como si se balancease por lianas que no tienen nada de existentes.
El aire formando espirales de lo cercano de tu boca a la mía y tú y yo en la estación, estáticos, tú con tu sonrisa de labios callados, yo con los ojos a punto de romper a llorar y, mientras, dos corazones a punto de estallar. Manos temblorosas que piden a gritos fuertes apretones. Tú y yo, aquella estación. Y Córdoba. Preciosa Córdoba. Aún con los abrazos fríos, vuelve pronto...
CARMEN LIROLA