Sé que el tema puede resultar controvertido, pero no por ello voy a abstraerme en formularlo. ¿Está la unidad familiar en crisis? ¿Representa la misma un elemento fundamental en la organización de la sociedad? ¿Tiene algún sentido el papel del padre o la madre en la educación de los hijos? Éstas y otras preguntas me las formulo con cierta frecuencia ante la realidad que percibo a mi alrededor, en la que creo descubrir una revolución silenciosa en el cambio de roles que está afectando, entiendo que decisivamente, en lo que hemos venido denominando como unidad familiar.
La incorporación de la mujer al mercado laboral, unida a la proliferación de valores hedonistas de todo tipo que condicionan al individuo, ha marcado un antes y un después en la organización interna de la estructura familiar, provocando cambios en la misma que, en primer lugar y en España, lo han sido demográficos, con una disminución brutal de la natalidad lo que nos ha llevado, entre otras cosas, a un claro envejecimiento de la población con el riesgo de que ello limitase algunos beneficios sociales, como el de las pensiones, al disminuir el número de cotizantes.
Pero no solo ello. Las nuevas condiciones sociolaborales del hombre y la mujer provocan que el acceso de la pareja al matrimonio o bien no se produzca o, cuando ocurre, éste se lleve a cabo a edades tardías, lo que influye, también, en el recorrido fisiológico de la mujer -preparada desde los 15-17 años para la maternidad-, ya que ésta última se produce en muchos casos bien superados los 30, con ciertos riesgos genéticos y una dificultad mayor de adaptación de la madre al hijo y viceversa.
Hemos de unir a esto la dificultad real de conciliar la vida familiar y laboral, lo que condiciona, entre otros aspectos, la lactancia materna -cuando no viene condicionada por razones meramente estéticas o de comodidad-, así como el contacto personal entre madre-hijo que, a partir de los pocos meses de vida, pasa a estrablecerse entre hijo-cuidadora infantil en una guardería.
Es cierto que aquello que se defiende es la implicación paritaria del hombre en las tareas del hogar, pero no lo es menos que, por mucho que algunos se empeñen, existen factores genéticos y fisiológicos que diferencian determinantemente al hombre de la mujer y que en ningún caso pueden ser suplantados.
En cualquier caso, mantener un cierto régimen de vida obliga a alcanzar un determinado nivel de ingresos que solo puede partir del trabajo de ambos miembros de la pareja, lo que obliga a sacrificar determinados aspectos familiares que han venido siendo consustanciales al modelo que muchos conocimos y que, a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años, se viene modificando.
¿Mejora con ello la sociedad? Tengo la sensación de que se está produciendo una crisis social -hablaba antes de revolución silenciosa-, que habremos de saber gestionar si no queremos que sus efectos sean nocivos para la armónica supervivencia del ser humano.
Es verdad que en distintas latitudes el hombre se ha venido adaptando a los cambios culturales, sociales, económicos y hasta climáticos que la naturaleza nos ha venido dictando, pero esa adaptación no siempre ha sido pacífica sino que, en muchas ocasiones, se ha llevado a cabo con efectos muy traumáticos.
No sé si sabremos adaptar nuestra sociedad a estos cambios que en la familia se vienen produciendo o si, por el contrario, habremos de adaptar a la familia a los cambios que la sociedad nos exige, pero de errar en ello podrá derivarse el que las generaciones futuras estén marcadas por las equivocaciones de las que les precedieron, con unos efectos que me siento incapaz de predecir.
Lo cierto es que la familia parece dejar de representar un objetivo prioritario en la organización social para ciertos poderes públicos, si tenemos en cuenta la escasa protección que sobre la misma ejercen, no sé si movidos por su intento de romper socialmente con el pasado o por el temor a que una estructura familiar fuerte haga peligrar cierto dominio global sobre la sociedad, sin darse cuenta del papel que en el control económico, en la estabilidad y cohesión social, en la adquisición de valores y principios, en el desarrollo educativo y cultural o en muchos otros aspectos, ha venido jugando la familia.
Del mismo modo, la figura del padre o la madre se está pretendiendo equiparar con la de parejas de idéntico sexo genético, definidas por su homosexualidad, lo que no sabemos en qué forma influirá en el posterior desarrollo de los hijos.
¿Necesita el niño fijar en su experiencia vital la figura del padre o de la madre como entes heterosexuales o es capaz de hacerlo, sin experimentar trauma alguno, desde la homosexualidad de ambos?
Verdaderamente estamos viviendo cambios estructurales en la entidad familiar que puede que en muchos casos estén expresandose ya en nuestra juventud y en otros quedan por demostrarse.
Tengo una imagen en la retina que no olvidaré y que en alguna ocasión he comentado.
Eran las siete y media de la mañana de un día de noviembre. Estaba parado en mi coche ante un paso de peatones con el semáforo en rojo y observaba desde el mismo a un joven de unos treinta y tantos años que empujaba una sillita de bebé ocupada por un niño de pocos meses que, envuelto en un abriguito y una bufanda, con los ojos medios cerrados por el sueño, debía dirigirse a la guardería cercana.
Pensaba lo que ese chiquillo sentiría a esas horas, en las que en buena lógica estaría placidamente durmiendo en su cuna, como consecuencia de que su madre, que igual cumplía un turno de noche en su trabajo, y su padre, tuviesen que "compatibilizar" vida familiar y laboral. ¿Realmente vale la pena?
La incorporación de la mujer al mercado laboral, unida a la proliferación de valores hedonistas de todo tipo que condicionan al individuo, ha marcado un antes y un después en la organización interna de la estructura familiar, provocando cambios en la misma que, en primer lugar y en España, lo han sido demográficos, con una disminución brutal de la natalidad lo que nos ha llevado, entre otras cosas, a un claro envejecimiento de la población con el riesgo de que ello limitase algunos beneficios sociales, como el de las pensiones, al disminuir el número de cotizantes.
Pero no solo ello. Las nuevas condiciones sociolaborales del hombre y la mujer provocan que el acceso de la pareja al matrimonio o bien no se produzca o, cuando ocurre, éste se lleve a cabo a edades tardías, lo que influye, también, en el recorrido fisiológico de la mujer -preparada desde los 15-17 años para la maternidad-, ya que ésta última se produce en muchos casos bien superados los 30, con ciertos riesgos genéticos y una dificultad mayor de adaptación de la madre al hijo y viceversa.
Hemos de unir a esto la dificultad real de conciliar la vida familiar y laboral, lo que condiciona, entre otros aspectos, la lactancia materna -cuando no viene condicionada por razones meramente estéticas o de comodidad-, así como el contacto personal entre madre-hijo que, a partir de los pocos meses de vida, pasa a estrablecerse entre hijo-cuidadora infantil en una guardería.
Es cierto que aquello que se defiende es la implicación paritaria del hombre en las tareas del hogar, pero no lo es menos que, por mucho que algunos se empeñen, existen factores genéticos y fisiológicos que diferencian determinantemente al hombre de la mujer y que en ningún caso pueden ser suplantados.
En cualquier caso, mantener un cierto régimen de vida obliga a alcanzar un determinado nivel de ingresos que solo puede partir del trabajo de ambos miembros de la pareja, lo que obliga a sacrificar determinados aspectos familiares que han venido siendo consustanciales al modelo que muchos conocimos y que, a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años, se viene modificando.
¿Mejora con ello la sociedad? Tengo la sensación de que se está produciendo una crisis social -hablaba antes de revolución silenciosa-, que habremos de saber gestionar si no queremos que sus efectos sean nocivos para la armónica supervivencia del ser humano.
Es verdad que en distintas latitudes el hombre se ha venido adaptando a los cambios culturales, sociales, económicos y hasta climáticos que la naturaleza nos ha venido dictando, pero esa adaptación no siempre ha sido pacífica sino que, en muchas ocasiones, se ha llevado a cabo con efectos muy traumáticos.
No sé si sabremos adaptar nuestra sociedad a estos cambios que en la familia se vienen produciendo o si, por el contrario, habremos de adaptar a la familia a los cambios que la sociedad nos exige, pero de errar en ello podrá derivarse el que las generaciones futuras estén marcadas por las equivocaciones de las que les precedieron, con unos efectos que me siento incapaz de predecir.
Lo cierto es que la familia parece dejar de representar un objetivo prioritario en la organización social para ciertos poderes públicos, si tenemos en cuenta la escasa protección que sobre la misma ejercen, no sé si movidos por su intento de romper socialmente con el pasado o por el temor a que una estructura familiar fuerte haga peligrar cierto dominio global sobre la sociedad, sin darse cuenta del papel que en el control económico, en la estabilidad y cohesión social, en la adquisición de valores y principios, en el desarrollo educativo y cultural o en muchos otros aspectos, ha venido jugando la familia.
Del mismo modo, la figura del padre o la madre se está pretendiendo equiparar con la de parejas de idéntico sexo genético, definidas por su homosexualidad, lo que no sabemos en qué forma influirá en el posterior desarrollo de los hijos.
¿Necesita el niño fijar en su experiencia vital la figura del padre o de la madre como entes heterosexuales o es capaz de hacerlo, sin experimentar trauma alguno, desde la homosexualidad de ambos?
Verdaderamente estamos viviendo cambios estructurales en la entidad familiar que puede que en muchos casos estén expresandose ya en nuestra juventud y en otros quedan por demostrarse.
Tengo una imagen en la retina que no olvidaré y que en alguna ocasión he comentado.
Eran las siete y media de la mañana de un día de noviembre. Estaba parado en mi coche ante un paso de peatones con el semáforo en rojo y observaba desde el mismo a un joven de unos treinta y tantos años que empujaba una sillita de bebé ocupada por un niño de pocos meses que, envuelto en un abriguito y una bufanda, con los ojos medios cerrados por el sueño, debía dirigirse a la guardería cercana.
Pensaba lo que ese chiquillo sentiría a esas horas, en las que en buena lógica estaría placidamente durmiendo en su cuna, como consecuencia de que su madre, que igual cumplía un turno de noche en su trabajo, y su padre, tuviesen que "compatibilizar" vida familiar y laboral. ¿Realmente vale la pena?
ENRIQUE BELLIDO