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Un rayo multicolor

Pocos animales existen en nuestra avifauna con la rapidez, la maniobrabilidad y la extrema precisión que caracteriza a los gráciles abejarucos cuando cazan en vuelo a los insectos voladores que les sirven para nutrir sus coloridos cuerpos.

MANUEL CRUZ ® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN

Hemos visto cientos de veces -en plena naturaleza viva, si hemos tenido la oportunidad, o en un mero documental- la rapidez con la que un guepardo caza a una gacela o la velocidad a la que un sapo o un camaleón sacan su lengua y la vuelven a introducir de nuevo en su boca para atrapar un insecto.

Pero, a veces, se nos pueden pasar por alto, quizá porque estemos acostumbrados a verlo demasiadas veces, o bien porque no nos llame mucho la atención, algunos detalles tales como el comportamiento, los métodos de caza y, sobre todo, la desorbitada agilidad en el aire que caracteriza a uno de los representantes de nuestra fauna más numeroso -y, si me dejáis, más bonito- a la hora de capturar a los insectos voladores de los que se alimenta.

En las múltiples ocasiones en las que he podido observar a los abejarucos europeos (Merops apiaster) en el campo hay una cosa que siempre me ha llamado la atención, y no por su espectacularidad, ya que esta estirpe africana, entre el público normal de a pie, desentendido en toda materia de tipo faunístico, nunca ha podido tener el número de fans que reúne por ejemplo el halcón peregrino en sus picados.

Pero no deja de ser algo impresionante a la vez que efímero -digamos que "fuera de lo normal"- eso en lo que nunca nos fijamos pero que, no por ello, debemos dejar que pase desapercibido.

Es bastante común en las aves de este género el matar a sus presas, casi siempre insectos, a base de propinarles algunos súbitos golpes contra la rama que usan para posarse. Esto es especialmente importante sobre todo para las abejas, presas comunes y que dan nombre a esta especie, ya que de otra forma correrían el riesgo de ser intoxicados por el veneno de estos insectos.

La perfección no existe tampoco -ni siquiera en nuestra madre Naturaleza- y, a veces, al lanzarlo hacia arriba para voltearlo y ponerlo de cabeza para poder tragarlo bien, el insecto se les escurre del pico. Justo en ese preciso instante, y casi con la rapidez de un rayo, tanta que no me deja tiempo ni para seguir al sujeto con la cámara y mantenerlo dentro del encuadre, el abejaruco se impulsa hacia abajo con sus pequeñas patas sindáctilas, abre raudo sus perfectas alas de acróbata y en menos de dos segundos, con un giro cerrado y antes de que la presa tenga tiempo de llegar al suelo, situado a tan solo 30 ó 40 centímetros de la rama que usa para posarse, el abejaruco estará ya de nuevo en su percha con el insecto en el pico.
MANUEL CRUZ
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