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Las dos muertes de Amparo

Tanto como por aquí, por el sur (por España, que es el sur de Europa), nos gusta proclamar y presumir de lo devotos que somos de la vida, lo que nos gusta disfrutar de ella y celebrarla, y resulta que al final todo ese repetitivo canto a los prodigios de la existencia se queda en mera propaganda. En realidad lo que nos va es una buena muerte, el culto al fiambre. Eso es lo que nos pone. Parece que nos fuera la vida en la muerte.

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No hay nada más que echar una mirada a los diarios, al quiosco, para comprobarlo. Basta con palmarla para tener garantizado un buen espacio en los periódicos. Un panteón de papel prensa con las mejores vistas sobre el cielo. O con acceso directo a la espléndida temperatura del averno, según fuera la perversa condición del finado.

El caso es que la pobre de Amparo Muñoz ha tenido que morirse para que se sepa, en mayúsculos titulares, lo mucho que la querían. Lo sensacional artista y persona que era. Lástima que no haya tenido la ocasión de devolver el cumplido. Como por torpeza y precipitación informativa inexcusable le ocurriera a Mónica Vitti.

Le Monde, el refinado vocero parisién, se la cargó de un plumazo antes de que llegará su hora. De modo que la sorprendida actriz italiana, sin perder la compostura, la calma ni el humor por su anticipada defunción, decidió llamar personalmente a la redacción, en gloriosa carne mortal, para sacarle del fatal y macabro error. “Estoy perfectamente”, les tranquilizó. “Y agradezco todos los elogios que me han dedicado”, remató. Perdón, concluyó.

Por desgracia, Amparo no ha podido gozar de esa oportunidad. La parca, que venía rondándola tiempo atrás, ha terminado por capturarla. Y ahora, condenada al silencio y la soledad definitivas, ya forma parte del prado de sangre vieja, del que metafóricamente hablaba Lorca refiriéndose al cementerio.

Con todo lo que se ha escrito de ella estos días se podría forrar su tumba, y aún así sobrarían cientos de plañideros halagos, este incluido. Por supuesto. Han sido incontables las menciones a su colosal belleza, a las deslumbrantes, aunque contadas, actuaciones en el cine. A su innato y desaprovechado talento dramático. Literalmente la hemos sepultado de solemnes epitafios.

No pueden hacerse una idea de hasta qué grado se sublima y depura la prosa para glorificar a los difuntos. Aquí nos ponemos manos a la obra con el peto de enterradores cultos y no hay quien nos iguale. En esos menesteres de dar coba fúnebre somos únicos, no digo superiores. Realmente, la muerte ya no se mide por su precio, sino por los quilates en talladas frases de la esquela.

La cosa es digna de estudio, porque la sección de necrológicas, obituarios, tránsitos o como se quiera llamar hace tiempo que no se puede tomar como un relleno cualquiera en la estructura de los medios de comunicación. Antonio López Hidalgo, compañero de fatigas en Montilla Digital, le adjudica categoría de género periodístico perfectamente definido con sus propias características.

Él, que lo ha analizado en su condición de profesor titular de Redacción en la Facultad de Comunicación de Sevilla, asegura que los artículos, reseñas y semblanzas post mortem están de moda y en auge. La de sepulturero de esmerada gramática es una recomendable salida profesional. Sin duda.

Abundan los forenses de la palabra que dedican sus mejores panegíricos a los cadáveres exquisitos que se le ponen a tiro, en un trance en el que los plumillas afinan la puntería con los mejores adjetivos y juiciosos párrafos, sabedores de la importancia de la pieza que tienen entre manos. Y eso simplemente responde, como siempre ocurre, a una sola motivación: los lectores demandan, cada vez más, este tipo de crónicas mortuorias, tan sentidas, piadosas y expiatorias.

Así que el asunto no tiene vuelta de hoja, porque el cliente no siempre tendrá razón pero hay que complacerlo. Los que tienen negocios, excepto alguno que yo conozco, cumplen este requisito arrajatabla. Como si estuvieran apremiados por la Ley Antitabaco.

Pero, vaya, a la vez este es un comportamiento que parece requerir atención sicológica. Un exhaustivo chequeo clínico para calibrar nuestra salud mental. Porque, hipnotizados por el morbo, exaltamos a los muertos cuando solemos olvidarnos de ellos en vida.

A Amparo Muñoz le sucedió. Asediada por la enfermedad, aceptó sin embargo uno de los pocos homenajes a su trayectoria artística. Fue en Archidona, en el marco de su Festival de Cine Andaluz y del Mediterráneo, en octubre de 2008. Pero el reconocimiento, a pesar de que fue una de las escasas apariciones públicas de la actriz y modelo, apenas tuvo resonancia, la levedad de un tibio eco. Indiferente y gélido. Un clamoroso olvido que contrasta con la desproporcionada atención mediática, alguna repugnantemente canalla, de la que, en fechas recientes, ha sido objeto en su terminante adiós durante la última fase de su enfermedad.

Su agitado paso por la fama estuvo demasiado expuesto al escándalo. Y finalmente ni en su agónico padecimiento se ha podido sacudir ese estigma. Hace 21 años, víctima de una sensacionalista y falsa primicia, la dieron poco menos que por muerta, infectada por el sida que, entonces, asolaba la farándula con su contagio letal. La apuñalaron con rumores de poca monta, la acribillaron a insidias que ella, aunque lastimada y herida por los venenosos comentarios, pacientemente desmontó.

Amparo, la mujer más bella del mundo, sobrevivió a aquella muerte alardeada con caracteres de exclusiva en la portada del diario Ya. Un medio serio venido a menos que, enfangado hasta los ojos, se deslizó en su última etapa por el abismo de la prensa amarilla en una desesperada mutación para evitar o aplazar su cierre.

Recogido por otros, el bulo amplificó su destructivo efecto en el currículo de la actriz. Pero ella, sobrepuesta a las cicatrices inferidas por la infame noticia, alcanzó a ver la quiebra y desaparición del medio que con carencia total de escrúpulos se puso a entonar, precipitadamente, el pernicioso responso. Pero el daño ya estaba hecho en su maltrecho ánimo. Su delicada salud, la de una heroína pisoteada, hizo el resto.

Después de resurgir brillantemente con uno de sus más alabados papeles en la película Familia, el prometedor debut de Fernando León de Aranoa, decidió refugiarse en su tierra. “Vuelvo a Málaga para morir”, fue la estremecedora confesión que le hizo al periodista de Canal Sur, Miguel Fernández, a quien confió dos valiosos legados: sus memorias y su amistad.

Por ellas sabemos incontables detalles de su personalidad, de sus más íntimos pensamientos. Repletas de verdad y de sinceras confidencias, aparecieron en un libro en 2005. Seis años antes de la segunda, la más triste muerte, de Amparo.
MANUEL BELLIDO MORA
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