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La tierra tembló y el mar rugió…

Japón está tocado y bien tocado. En los lugares más afectados por el desastre no hay ni agua, ni luz, ni gasolina o queroseno, ni funcionan los trenes o los móviles. Tampoco hay saqueos ni subida de precios de los pocos alimentos que les van quedando. Se les ve con cara inexpresiva haciendo cola para poder abastecerse de agua, algo de comida o mantas. Se han quedado sin nada.

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No hay grandes señales de histeria, no protestan ni lloran con desmedidos aspavientos. Serenidad, calma, paciencia, estoicismo… El noreste del país está seriamente dañado y tardará mucho tiempo en recuperar la normalidad; al terremoto y el tsunami se han unido los daños de la planta nuclear y todos ellos, aparentemente, permanecen impávidos. Indiscutiblemente ¡la procesión va por dentro!

Y todos arriman el hombro para ayudar en lo posible. Japón, por su situación geográfica, es un país azotado por la naturaleza desde tiempo inmemorial. Y por esta razón son conscientes de que si hoy es tu vecino el que sufre los daños, mañana te puede tocar a ti. ¡Y sí que les ha tocado a ellos!

Ante esta situación de desastre y esta disposición imperturbable que manifiestan, surgen algunas preguntas difíciles de responder: ¿por qué un pueblo, como Japón, es capaz de mantener esa actitud de calma; ese comportamiento cívico ante el infortunio; ese talante estoico ante la misma muerte? ¿Hay algo especial en sus genes que realmente les hace distintos al resto de humanos?

Una catástrofe, de la magnitud de la ocurrida en Japón, se produce en otras partes del planeta y habríamos asistido a toda una manifestación de dolor, gritos, llantos lamentaciones, todas ellas legítimas, pero no por eso menos esperpénticas, en muchos de los casos por la magnificación de lo acaecido.

Ni que decir tiene que habríamos contemplado impotentes la rapiña, el pillaje más atroz de comercios, casas particulares o edificios públicos. "Lo que se pueda conseguir de la hecatombe es para quien lo pueda afanar", supongo que pensarán los saqueadores. ¡Lamentable pero cierto!

Hasta tal punto lo descrito anteriormente es cierto que las fuerzas de seguridad, en lugar de dedicarse a ayudar a los damnificados, se tienen que ocupar preferentemente en controlar a los depredadores y en muchos de los casos hay que decretar el toque de queda a partir de una determinada hora para poder mantener a los carroñeros a raya. Nada de esto ocurre en Japón.

El resto del mundo se está volcando, como no podía ser menos, con ayudas de distinta índole. Ciertamente estamos ante un pueblo rico, pero el terror geológico no perdona a nada ni a nadie. Los daños son cuantiosos y las pérdidas humanas incalculables. Y es necesario por solidaridad, ¡hoy te toca a ti, mañana me puede tocar a mí!, aunque sea interesada, echarles una mano. A la zona han sido enviados equipos de rescate para este tipo de situaciones y se están enviando víveres.

¿Lloran los japoneses? Quienes hayan seguido estos días la prensa o visto la televisión podrán decirme que sí han visto llorar a los japoneses y es cierto. Pero hay un elemento importante en esas pocas lágrimas que hemos visto en contado número de personas: no son lágrimas histéricas ni histriónicas.

La causa es, según me cuenta una amiga japonesa, que contienen sus emociones negativas por una razón: “el respeto hacia los que les rodean”. Hay en ellos una actitud de cortesía para con el prójimo, al que no quieren molestar y mucho menos contribuir a aumentar su dolor. “Exteriorizar el sufrimiento es una manera de cargar de energía negativa a los que nos quieren o nos rodean”. Por esta razón, el padecimiento debe interiorizarse.

Ante este tipo de explicaciones y esta forma de entender las diversas manifestaciones de las emociones, los occidentales nos quedamos sin palabras. Nuestro carácter es más extrovertido. Exteriorizamos nuestros sentimientos como una forma de hacer partícipe al próximo de lo que nos está pasando. Quizás la explicación en nuestro caso es que: ¡si yo sufro que sufran los demás conmigo!, o la actitud es aún más prosaica: ¡que los demás sepan lo que vale un peine! No quisiera trivializar el tema con esta expresión.

Esta postura exteriorizada por el pueblo nipón “manifiesta” toda una forma de entender la vida en la que subyace una actitud moral. Entiendo moral o moralidad como la expresión de lo que una determinada sociedad, en este caso la japonesa, siente, entiende y justifica como valioso, útil o correcto; del modo de vivir, de las costumbres, tradiciones y normas que se desarrollan en función de lo que se cree y se valora.

En definitiva, podemos hablar de una conciencia moral individual y también colectiva, de lo bueno y lo malo, de lo que se debe o no se debe hacer, en función de unos valores que se expresan en normas explícitas o implícitas.

La conciencia moral representa el sentir colectivo, que se adquiere y se hace propio por la pertenencia a una sociedad. Por su parte, las normas morales representan el punto de referencia, el criterio para establecer lo que se debe o no se debe hacer, lo que se ajusta o no se ajusta a ellas.

Y ¿dónde se aprende todo esto? Estamos hablando de valores. Los valores se “aprenden, se interiorizan”. Desde la infancia nos son transmitidos por la familia, la escuela y la sociedad en general. Conforme vamos creciendo, los vamos sometiendo al juicio crítico de nuestra razón, para que de manera autónoma los vayamos haciendo propios y los organicemos según su importancia.

Los valores se viven y se comparten. Por ello, tienen como función fundamentar las convicciones, consolidar actitudes, despertar reacciones emocionales, establecer normas, guiar la conducta y proyectar la vida en un sentido u otro. ¡Familia, escuela, sociedad! ¡Qué bonito triángulo cuando funciona!
PEPE CANTILLO
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