Me permito tomar el título, en esta parte dedicada al estudio de la envidia, de un comunicante que, bajo la firma de Chakal, apuntaba: “La envidia... este pecado capital es el único inconfesable”. Curiosamente, cuando he comenzado por esta pasión humana no la he abordado desde el punto de vista moral o religioso, sino como sentimiento negativo del ser humano, con potenciales dosis destructivas. Y la imaginación del comunicante continúa con la denominación de “inconfesable”, que puede tomarse como que no es posible resolverla en la confesión o que de ningún modo el sujeto dominado por este mal lo hará público.
Han sido de gran interés las aportaciones de los comentarios recibidos, ya que con ellas es posible continuar abordando este tema de gran complejidad, aunque Jesús M. sostiene que “el artículo me ha generado eso que se llama parálisis tras el análisis” y piensa que “habría que sintetizar más su contenido”.
Difícil tarea, amigo Jesús, pues nos encontramos en el estudio de un “pozo oscuro”, del que es posible, poco a poco, ir delimitando sus rasgos característicos, con el fin de obtener algo de luz en una pasión que, como Chakal apunta, nadie se la va a atribuir, por la bajeza moral que representa, ya que el envidioso no finaliza con ese mal de interno de sentirse inferior, sino que en los casos más agudos intentará acabar con el envidiado, tal como nos advertían los autores de la Grecia y la Roma clásicas.
Y en esa tarea de delimitación, habría que apuntar lo que sostenía otro comunicante (el montillano) cuando, en respuesta a otras aportaciones, decía que “Montilla, más que un pueblo envidioso, yo diría que es chismoso, cosa propia de los pueblos del sur”.
Ciertamente, el chisme y el chismorreo sí pueden ser observables como actitudes colectivas y atribuidas como rasgo de una comunidad. Claro que en los chismes pueden encontrarse ciertas dosis de envidia en los que participan en ellos, por lo que las dos expresiones de dos anónimos comunicantes: “En Montilla, el deporte local es la envidia y tirar por tierra el esfuerzo de los demás” o “Montilla en dar la puñalada por la espalda, en los chismes de lavaero”, apuntan más hacia el gusto por el chisme.
Entre los comentarios hay uno muy interesante cuando se decía que “no existe la envidia sana sino la admiración”, en contestación a lo que apuntaba Gonzalo Pérez. En realidad, como veremos, la admiración es el reverso de la envidia; pero es que existe una expresión coloquial en castellano para ese sentimiento positivo, como es la admiración, y que lo denominamos como “envidia sana”. Y es muy curiosa esta expresión, puesto que la envidia y la admiración tienen un punto de arranque común.
Y aunque sea dar pasos adelante en este tema, estoy de acuerdo con Gonzalo en que hay gente que sorprendentemente no es envidiosa, que este mal no forma parte de su personalidad, o su nivel de envidia es tan leve que sus relaciones con los demás no están marcadas por el sentimiento de comparación y competitividad con los que le rodean.
Pero de todas las respuestas dadas, la que más llama la atención es la observación que un comunicante anónimo le hace a la redacción de Montilla Digital cuando dice: “No sé por qué habéis puesto una foto en la que el envidioso es el niño, cuando, por regla general, las mujeres son más envidiosas que los hombres, bastante”.
Bueno, y aunque sea salirme del tema, aquí voy a romper una pequeña lanza a favor de los diseñadores de Montilla Digital. Cuando a su director, Juan Pablo Bellido, le envié el anterior artículo le comenté que me parecía algo complicado encontrar la imagen de un envidioso. Días después me respondió que no me preocupara, que estaba resuelto el tema, pero que convendría que esperara al domingo para que viera la solución que habían encontrado.
Personalmente, me gustan muchos esas fotos tratadas con colores intensos, que recuerdan a los cuadros del pop-art norteamericano de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein de las décadas de los cincuenta y sesenta. Es una de las buenas aportaciones de este diario.
¿Y cómo puede saberse, pregunto, si las mujeres son más envidiosas que los hombres? ¿Habla acaso de los celos en vez de la envidia? Si nuestro comunicante se refiriera a los celos, podríamos empezar a deslindar la envidia de otros sentimientos humanos, ya que esta última es una relación dual: entre un sujeto, el envidioso, en relación a otro, el envidiado; mientras que en los celos son tres o más personajes los que entran en juego.
Es cierto que, en ocasiones, se utiliza la palabra "celos" como sinónimo de "envidia", aunque lo cierto es que existen diferencias entre estos dos sentimientos. Así, por ejemplo, es posible escuchar: “Este niño tiene celos de su hermano”, frase que puede estar bien expresada si se refiere a que existe un tercer personaje, el padre o la madre, que supuestamente presta más atención al segundo que al primero.
Sin embargo, solo sería correcto decir “este niño tiene envidia de su hermano”, cuando es una relación directa entre ambos, en el sentido de que uno pueda tener unas cualidades que provoquen en el otro la comparación con consecuencias de generar sentimientos negativos de inferioridad.
En el mundo de los adultos, los celos generan envidia, pero es una pasión en la que juegan tres personajes: el celoso, la persona objeto de los celos y el rival. En este caso, la relación psicológica es más compleja: la del celoso con la persona amada y el rival; la del rival con el objeto de los celos y con el celoso; y la persona motivo de los celos con el celoso y el rival. Es una relación triangular, por lo que resulta más compleja que la pasión establecida entre dos, como es la de la propia envidia.
De todos modos, ¿cómo se puede saber a ciencia cierta que las mujeres son más envidiosas o más celosas que los hombres? Difícil lo tendrían los investigadores que quisieran entrar en este “campo minado” como es el de la atribución de unos sentimientos con mayor fuerza a un género o a otro.
No quisiera cerrar esta segunda entrega sin aludir a ese otro tema que ha salido en el debate como es el de la relación entre envidia y admiración (aunque Jesús M. no vea cumplida esa petición de síntesis que solicitaba).
Para entenderlas, tenemos que partir de que en nuestra vida cotidiana todos establecemos relaciones, directas o indirectas, de unos con otros. Dentro de estas interacciones surgen motivos de comparación de nosotros mismos con aquellos con los cuales nos relacionamos. Muchas veces son enriquecedoras, pues podemos contrastar nuestras preferencias, cualidades, opiniones, capacidades, etc., con las de los otros que, habitualmente, son diferentes a las nuestras, pues si se tiene una actitud abierta es motivo de aprendizaje y de enriquecimiento humano.
Por otro lado, toda relación humana positiva, como es el caso de la amistad, está basada en la confianza, en la buena fe, ya que si nuestras relaciones estuvieran basadas en la abierta desconfianza y en la medición de las consecuencias de nuestra apertura, lo más probable es que caeríamos en una especie de neurosis obsesiva, pues estaríamos siempre vigilando lo que decimos y analizando aquello que nos comunican.
Ciertamente, la confianza implica un riesgo, pues ofrecemos la oportunidad de que nuestra intimidad pudiera ser traicionada y de que se nos dañe. Es la razón por la que los aspectos más íntimos los transmitimos a los buenos amigos, con la convicción de que no traicionarán la confianza depositadas en ellos.
En la buena amistad hay ciertamente comparaciones; pero el sentimiento que surge no es el de la envidia sino el de la admiración hacia aquellas cualidades o logros alcanzados por el amigo. Nace, de este modo, un sentimiento más noble, la admiración, que teniendo, como hemos apuntado, un origen similar al de la envidia se abre en la dirección opuesta.
El sujeto que tiene un carácter seguro de sí mismo, el que se acepta tal como es, no tiene necesidad de envidiar. Es capaz de sentir admiración hacia alguien al que considera que tiene un valor o una cualidad determinada; no niega ese atributo en el otro, sino que puede ser para él un aliciente de imitación, un intento de lograr parecerse a aquella persona a la que admira o, simplemente, un reconocimiento de esa cualidad.
Para cerrar, quisiera decirle a otro comunicante (farruquito) que la cita que trae de Napoleón (“La envidia es el reconocimiento vergonzoso de la propia inferioridad”) falla en algo muy importante: en que nunca un envidioso se reconoce este mal. ¿No es cierto?
Difícil tarea, amigo Jesús, pues nos encontramos en el estudio de un “pozo oscuro”, del que es posible, poco a poco, ir delimitando sus rasgos característicos, con el fin de obtener algo de luz en una pasión que, como Chakal apunta, nadie se la va a atribuir, por la bajeza moral que representa, ya que el envidioso no finaliza con ese mal de interno de sentirse inferior, sino que en los casos más agudos intentará acabar con el envidiado, tal como nos advertían los autores de la Grecia y la Roma clásicas.
Y en esa tarea de delimitación, habría que apuntar lo que sostenía otro comunicante (el montillano) cuando, en respuesta a otras aportaciones, decía que “Montilla, más que un pueblo envidioso, yo diría que es chismoso, cosa propia de los pueblos del sur”.
Ciertamente, el chisme y el chismorreo sí pueden ser observables como actitudes colectivas y atribuidas como rasgo de una comunidad. Claro que en los chismes pueden encontrarse ciertas dosis de envidia en los que participan en ellos, por lo que las dos expresiones de dos anónimos comunicantes: “En Montilla, el deporte local es la envidia y tirar por tierra el esfuerzo de los demás” o “Montilla en dar la puñalada por la espalda, en los chismes de lavaero”, apuntan más hacia el gusto por el chisme.
Entre los comentarios hay uno muy interesante cuando se decía que “no existe la envidia sana sino la admiración”, en contestación a lo que apuntaba Gonzalo Pérez. En realidad, como veremos, la admiración es el reverso de la envidia; pero es que existe una expresión coloquial en castellano para ese sentimiento positivo, como es la admiración, y que lo denominamos como “envidia sana”. Y es muy curiosa esta expresión, puesto que la envidia y la admiración tienen un punto de arranque común.
Y aunque sea dar pasos adelante en este tema, estoy de acuerdo con Gonzalo en que hay gente que sorprendentemente no es envidiosa, que este mal no forma parte de su personalidad, o su nivel de envidia es tan leve que sus relaciones con los demás no están marcadas por el sentimiento de comparación y competitividad con los que le rodean.
Pero de todas las respuestas dadas, la que más llama la atención es la observación que un comunicante anónimo le hace a la redacción de Montilla Digital cuando dice: “No sé por qué habéis puesto una foto en la que el envidioso es el niño, cuando, por regla general, las mujeres son más envidiosas que los hombres, bastante”.
Bueno, y aunque sea salirme del tema, aquí voy a romper una pequeña lanza a favor de los diseñadores de Montilla Digital. Cuando a su director, Juan Pablo Bellido, le envié el anterior artículo le comenté que me parecía algo complicado encontrar la imagen de un envidioso. Días después me respondió que no me preocupara, que estaba resuelto el tema, pero que convendría que esperara al domingo para que viera la solución que habían encontrado.
Personalmente, me gustan muchos esas fotos tratadas con colores intensos, que recuerdan a los cuadros del pop-art norteamericano de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein de las décadas de los cincuenta y sesenta. Es una de las buenas aportaciones de este diario.
¿Y cómo puede saberse, pregunto, si las mujeres son más envidiosas que los hombres? ¿Habla acaso de los celos en vez de la envidia? Si nuestro comunicante se refiriera a los celos, podríamos empezar a deslindar la envidia de otros sentimientos humanos, ya que esta última es una relación dual: entre un sujeto, el envidioso, en relación a otro, el envidiado; mientras que en los celos son tres o más personajes los que entran en juego.
Es cierto que, en ocasiones, se utiliza la palabra "celos" como sinónimo de "envidia", aunque lo cierto es que existen diferencias entre estos dos sentimientos. Así, por ejemplo, es posible escuchar: “Este niño tiene celos de su hermano”, frase que puede estar bien expresada si se refiere a que existe un tercer personaje, el padre o la madre, que supuestamente presta más atención al segundo que al primero.
Sin embargo, solo sería correcto decir “este niño tiene envidia de su hermano”, cuando es una relación directa entre ambos, en el sentido de que uno pueda tener unas cualidades que provoquen en el otro la comparación con consecuencias de generar sentimientos negativos de inferioridad.
En el mundo de los adultos, los celos generan envidia, pero es una pasión en la que juegan tres personajes: el celoso, la persona objeto de los celos y el rival. En este caso, la relación psicológica es más compleja: la del celoso con la persona amada y el rival; la del rival con el objeto de los celos y con el celoso; y la persona motivo de los celos con el celoso y el rival. Es una relación triangular, por lo que resulta más compleja que la pasión establecida entre dos, como es la de la propia envidia.
De todos modos, ¿cómo se puede saber a ciencia cierta que las mujeres son más envidiosas o más celosas que los hombres? Difícil lo tendrían los investigadores que quisieran entrar en este “campo minado” como es el de la atribución de unos sentimientos con mayor fuerza a un género o a otro.
No quisiera cerrar esta segunda entrega sin aludir a ese otro tema que ha salido en el debate como es el de la relación entre envidia y admiración (aunque Jesús M. no vea cumplida esa petición de síntesis que solicitaba).
Para entenderlas, tenemos que partir de que en nuestra vida cotidiana todos establecemos relaciones, directas o indirectas, de unos con otros. Dentro de estas interacciones surgen motivos de comparación de nosotros mismos con aquellos con los cuales nos relacionamos. Muchas veces son enriquecedoras, pues podemos contrastar nuestras preferencias, cualidades, opiniones, capacidades, etc., con las de los otros que, habitualmente, son diferentes a las nuestras, pues si se tiene una actitud abierta es motivo de aprendizaje y de enriquecimiento humano.
Por otro lado, toda relación humana positiva, como es el caso de la amistad, está basada en la confianza, en la buena fe, ya que si nuestras relaciones estuvieran basadas en la abierta desconfianza y en la medición de las consecuencias de nuestra apertura, lo más probable es que caeríamos en una especie de neurosis obsesiva, pues estaríamos siempre vigilando lo que decimos y analizando aquello que nos comunican.
Ciertamente, la confianza implica un riesgo, pues ofrecemos la oportunidad de que nuestra intimidad pudiera ser traicionada y de que se nos dañe. Es la razón por la que los aspectos más íntimos los transmitimos a los buenos amigos, con la convicción de que no traicionarán la confianza depositadas en ellos.
En la buena amistad hay ciertamente comparaciones; pero el sentimiento que surge no es el de la envidia sino el de la admiración hacia aquellas cualidades o logros alcanzados por el amigo. Nace, de este modo, un sentimiento más noble, la admiración, que teniendo, como hemos apuntado, un origen similar al de la envidia se abre en la dirección opuesta.
El sujeto que tiene un carácter seguro de sí mismo, el que se acepta tal como es, no tiene necesidad de envidiar. Es capaz de sentir admiración hacia alguien al que considera que tiene un valor o una cualidad determinada; no niega ese atributo en el otro, sino que puede ser para él un aliciente de imitación, un intento de lograr parecerse a aquella persona a la que admira o, simplemente, un reconocimiento de esa cualidad.
Para cerrar, quisiera decirle a otro comunicante (farruquito) que la cita que trae de Napoleón (“La envidia es el reconocimiento vergonzoso de la propia inferioridad”) falla en algo muy importante: en que nunca un envidioso se reconoce este mal. ¿No es cierto?
AURELIANO SÁINZ