Como todos ustedes saben –y si no lo saben ya se lo digo yo- tengo por sana costumbre la de no responder a los comentarios que, bien a favor o bien en contra, me dedican semanalmente los cada vez más numerosos, perspicaces, participativos y apasionados lectores de Montilla Digital. Esta columna quiere ser desde el principio una especie de diálogo instantáneo sin la posibilidad de réplica –por mi parte- a las apostillas que ustedes amablemente realizan a mis escritos.
Hoy, sin embargo, haré una excepción –a medias- sobre un comentario recibido en la columna dedicada el pasado veinticinco de febrero a esta tierra andaluza que me vio nacer y que –ojalá Dios lo permita dentro de muchos- será el lugar de reposo eterno de mis despojos corporales.
Lo hago porque debo reconocer que el comentario en cuestión me molestó profundamente, más que aquellos en los que se me tilda de "fascista", "ignorante" o "charlatán" –realmente no insulta quien quiere, sino quien puede, y quien me dedica esos calificativos, debo decirlo así, tiene la misma probabilidad de éxito que Espinete en Cifras y Letras-.
El caso es que el susodicho comentario –escrito además por un usuario anónimo, vaya por Dios- me acusa muy directamente de “ir de sobrao”, expresión que, como ya conocen ustedes, viene a significar lo mismo que ser pedante o dárselas de listo. Después de hacer unas cuantas preguntas tan retóricas como vacías de contenido, el tal D. Anónimo viene a decirme –a mí, a todos, es lo mismo- que “A lo mejor, lo que nos sobra en Andalucía, es precisamente eso: Los que van de "sobraos" por la vida”.
Mi querido lector Anónimo, tengo que decirle que no puedo estar más de acuerdo con usted. Sí, no se me sorprenda, que no es para tanto. En Andalucía, tanto como en España y en el mundo entero –ignoro si en otros sistemas planetarios existe la misma figura del sobrao- sobran precisamente ese tipo de personas.
Personas que creen saberlo todo, tener todas las soluciones y todos los remedios; personas que desprecian a los demás porque no comparten sus soluciones y sus ideas; personas que, haciendo uso de un poder real o imaginario se dedican a explotarlo en su propio beneficio, pisoteando al legítimo dueño de unos derechos que ellos reconocen para sí mismos, pero nunca para los demás.
Este tipo de gente monta en Mercedes, BMW y también en caballos, sí. ¿Nunca le ha ocurrido que, viajando por la autovía a sus razonables 130 km/h para adelantar a un camión, se le ha puesto detrás uno de estos sobraos, dándole ráfagas de luz larga al mismo tiempo que limpia el parachoques trasero de su vehículo con su aliento?
¿No ha pensado inmediatamente que ese ser superior que le insta a quitarse de en medio urgentemente era un auténtico imbécil? ¿No lo ha ratificado al comprobar el aspecto del ínclito –gafas de piloto, pendiente en la oreja, flamenquito a todo volumen- al pasarle y perderse en el horizonte en cuestión de milisegundos?
Probablemente sea un imbécil, o un tarado, pero lo que sí es seguro es que va sobrao. Lo mismo que esa gente que nos mira desde la altura inalcanzable del lomo de su corcel cuando pasea por el Real de la Feria, compadeciéndose de forma soberbia de nosotros, pobres de nosotros que no podemos mirar al resto del mundo desde arriba, como ellos.
Los sobraos, además, entran primeros al cine, los teatros e incluso a los centros comerciales –si es que alguna vez se acercan por allí, además de cuando van a inaugurarlos-. Tienen tanto poder que les sobra –de ahí sobrao- para repartirlo entre sus familiares y amigos.
Miren si no el caso de ese delegado al que han pillado después de haberle dado más de sesenta kilos de billetes –de los antiguos- a la empresa que él mismo fundó. Por otra parte, el que va sobrao siempre te dirá que esto es así porque yo lo digo, sin más explicación ni argumento, incluso cuando eso no es así ni diciéndolo Pepe Blanco. Porque el sobrao no necesita que las cosas que dice sean verdad o no. Son así porque sí –dirá-, porque puedo.
Por eso, mi querido amigo, le digo que me molesta profundamente su comentario. Porque precisamente me niego el derecho de réplica al que antes hacía alusión para que sean ustedes mismos los que argumenten y contra-argumenten. Cuando el equipo de Montilla Digital me propuso escribir una columna semanal –supongo que algún mérito he de reunir para que esto sucediera- llegué a la conclusión de que el mejor sistema era este: yo les propongo un tema, un razonamiento, una opinión –basados en dos pilares principalmente: mis conocimientos, adquiridos a lo largo de cientos de lecturas y de estudio; y mi capacidad de usar la razón, esa cosa tan etérea que en otros casos queda para decidir si comprar tomate fruco o hacendado-, y son ustedes los que pueden –y, si me permite, deben- lanzarse a la arena para enriquecer el debate.
Y usted me llama sobrao porque critico cosas tan rechazables para mí como aceptables para usted. Sin embargo –perdóneme si le molesto, pero ya que me permito la licencia de responderle, me la voy a permitir del todo- no aporta absolutamente nada nuevo a las ideas propuestas. Cierto es que no es el único al que le ocurre, pero los demás no han tenido la ocurrencia de llamarme sobrao, y por lo tanto no se merecen esta columna.
Así pues, le ruego que no vuelva a hacerlo. Llámeme lo que quiera, escriba, pero hágalo defendiendo sus razones y sus argumentos. Pero no me llame sobrao así, porque sí. Porque usted lo dice.
Hoy, sin embargo, haré una excepción –a medias- sobre un comentario recibido en la columna dedicada el pasado veinticinco de febrero a esta tierra andaluza que me vio nacer y que –ojalá Dios lo permita dentro de muchos- será el lugar de reposo eterno de mis despojos corporales.
Lo hago porque debo reconocer que el comentario en cuestión me molestó profundamente, más que aquellos en los que se me tilda de "fascista", "ignorante" o "charlatán" –realmente no insulta quien quiere, sino quien puede, y quien me dedica esos calificativos, debo decirlo así, tiene la misma probabilidad de éxito que Espinete en Cifras y Letras-.
El caso es que el susodicho comentario –escrito además por un usuario anónimo, vaya por Dios- me acusa muy directamente de “ir de sobrao”, expresión que, como ya conocen ustedes, viene a significar lo mismo que ser pedante o dárselas de listo. Después de hacer unas cuantas preguntas tan retóricas como vacías de contenido, el tal D. Anónimo viene a decirme –a mí, a todos, es lo mismo- que “A lo mejor, lo que nos sobra en Andalucía, es precisamente eso: Los que van de "sobraos" por la vida”.
Mi querido lector Anónimo, tengo que decirle que no puedo estar más de acuerdo con usted. Sí, no se me sorprenda, que no es para tanto. En Andalucía, tanto como en España y en el mundo entero –ignoro si en otros sistemas planetarios existe la misma figura del sobrao- sobran precisamente ese tipo de personas.
Personas que creen saberlo todo, tener todas las soluciones y todos los remedios; personas que desprecian a los demás porque no comparten sus soluciones y sus ideas; personas que, haciendo uso de un poder real o imaginario se dedican a explotarlo en su propio beneficio, pisoteando al legítimo dueño de unos derechos que ellos reconocen para sí mismos, pero nunca para los demás.
Este tipo de gente monta en Mercedes, BMW y también en caballos, sí. ¿Nunca le ha ocurrido que, viajando por la autovía a sus razonables 130 km/h para adelantar a un camión, se le ha puesto detrás uno de estos sobraos, dándole ráfagas de luz larga al mismo tiempo que limpia el parachoques trasero de su vehículo con su aliento?
¿No ha pensado inmediatamente que ese ser superior que le insta a quitarse de en medio urgentemente era un auténtico imbécil? ¿No lo ha ratificado al comprobar el aspecto del ínclito –gafas de piloto, pendiente en la oreja, flamenquito a todo volumen- al pasarle y perderse en el horizonte en cuestión de milisegundos?
Probablemente sea un imbécil, o un tarado, pero lo que sí es seguro es que va sobrao. Lo mismo que esa gente que nos mira desde la altura inalcanzable del lomo de su corcel cuando pasea por el Real de la Feria, compadeciéndose de forma soberbia de nosotros, pobres de nosotros que no podemos mirar al resto del mundo desde arriba, como ellos.
Los sobraos, además, entran primeros al cine, los teatros e incluso a los centros comerciales –si es que alguna vez se acercan por allí, además de cuando van a inaugurarlos-. Tienen tanto poder que les sobra –de ahí sobrao- para repartirlo entre sus familiares y amigos.
Miren si no el caso de ese delegado al que han pillado después de haberle dado más de sesenta kilos de billetes –de los antiguos- a la empresa que él mismo fundó. Por otra parte, el que va sobrao siempre te dirá que esto es así porque yo lo digo, sin más explicación ni argumento, incluso cuando eso no es así ni diciéndolo Pepe Blanco. Porque el sobrao no necesita que las cosas que dice sean verdad o no. Son así porque sí –dirá-, porque puedo.
Por eso, mi querido amigo, le digo que me molesta profundamente su comentario. Porque precisamente me niego el derecho de réplica al que antes hacía alusión para que sean ustedes mismos los que argumenten y contra-argumenten. Cuando el equipo de Montilla Digital me propuso escribir una columna semanal –supongo que algún mérito he de reunir para que esto sucediera- llegué a la conclusión de que el mejor sistema era este: yo les propongo un tema, un razonamiento, una opinión –basados en dos pilares principalmente: mis conocimientos, adquiridos a lo largo de cientos de lecturas y de estudio; y mi capacidad de usar la razón, esa cosa tan etérea que en otros casos queda para decidir si comprar tomate fruco o hacendado-, y son ustedes los que pueden –y, si me permite, deben- lanzarse a la arena para enriquecer el debate.
Y usted me llama sobrao porque critico cosas tan rechazables para mí como aceptables para usted. Sin embargo –perdóneme si le molesto, pero ya que me permito la licencia de responderle, me la voy a permitir del todo- no aporta absolutamente nada nuevo a las ideas propuestas. Cierto es que no es el único al que le ocurre, pero los demás no han tenido la ocurrencia de llamarme sobrao, y por lo tanto no se merecen esta columna.
Así pues, le ruego que no vuelva a hacerlo. Llámeme lo que quiera, escriba, pero hágalo defendiendo sus razones y sus argumentos. Pero no me llame sobrao así, porque sí. Porque usted lo dice.
MARIO J. HURTADO