La vida allí es bastante monótona. Puedes adivinar qué hora es viendo qué hacen los vecinos. No es un pueblo muy grande. Aunque el señor Martínez, el alcalde, dice lo contrario. Siempre presume de que sus gestiones especiales han hecho crecer el pueblo de una manera increíble.
Tales gestiones son haber puesto un cartel con el nombre del pueblo a su entrada y contratar a unos payasos y a un torero para las fiestas. Martínez es bajo y muy delgado. Calvo, con un gracioso bigotillo que habita debajo de su nariz. Su cara llena de arrugas recuerda un huerto sin plantar.
Lola, su esposa, es la perfecta antítesis de su marido. Alta, gordita, piel delicada, ojos azul intenso que trasmiten seguridad. La verdad, muy poca gente sabría decir qué vió en su marido para casarse con él. Las malas lenguas, entre las que me incluyo, afirman que el principal y único motivo es el dinero.
Ambos viven felizmente en el ayuntamiento. Se llega tras atravesar la calle principal y coger a la izquierda al llegar a la plaza central. Al ayuntamiento no le vendrían mal unas capas de pintura. Sin embargo, tiene un encanto oculto que le hace con diferencia el edificio más hermoso del lugar.
Mi casa estaba justo detrás del ayuntamiento. Aparte de mi hogar, era la biblioteca pública. Pero, por ironías de la vida, supongo, a mí nunca me gustó mucho la lectura. Prefería la compañía de mis amigos en la calle hasta altas horas de la noche, antes que encerrarme entre hojas de papel escrito.
El mejor cliente de la biblioteca, dirigida por mi madre, era el señor Montinelli. A pesar de lo mucho que presumía de ser italiano, lo único que tenia de tal nacionalidad era el apellido. A mí no me gustaba mucho el señor Montinelli. En numerosas ocasiones, aprovechando que mi padre falleció hace tiempo, le tiraba los tejos a mi madre. Se hacia la despistada de una manera escandalosa.
A la derecha de mi casa se ubicaba la tienda del señor Rodríguez. Siempre nos contaba historias de sus hazañas en el frente. La mayoría inventadas seguro. Pero nos daba igual, ya que Rodríguez era un gran narrador. Nuestra preferida era aquella en la que salvaba a tres compañeros de su regimiento en medio de un contraataque de los alemanes. Allí fue donde perdió su pierna izquierda, pero le dieron una medalla. Siempre decía que hubiese preferido conservar la pierna.
Todo pasó muy rápido. La noticia se extendió por todas partes como reguero de pólvora. La víctima, por los visto, era trabajador de un importante banco de la ciudad. O eso decían sus papeles y el señor Martínez. Este fue el fin de la monotonía. Llegaba la histeria, el miedo y la incertidumbre.
Tales gestiones son haber puesto un cartel con el nombre del pueblo a su entrada y contratar a unos payasos y a un torero para las fiestas. Martínez es bajo y muy delgado. Calvo, con un gracioso bigotillo que habita debajo de su nariz. Su cara llena de arrugas recuerda un huerto sin plantar.
Lola, su esposa, es la perfecta antítesis de su marido. Alta, gordita, piel delicada, ojos azul intenso que trasmiten seguridad. La verdad, muy poca gente sabría decir qué vió en su marido para casarse con él. Las malas lenguas, entre las que me incluyo, afirman que el principal y único motivo es el dinero.
Ambos viven felizmente en el ayuntamiento. Se llega tras atravesar la calle principal y coger a la izquierda al llegar a la plaza central. Al ayuntamiento no le vendrían mal unas capas de pintura. Sin embargo, tiene un encanto oculto que le hace con diferencia el edificio más hermoso del lugar.
Mi casa estaba justo detrás del ayuntamiento. Aparte de mi hogar, era la biblioteca pública. Pero, por ironías de la vida, supongo, a mí nunca me gustó mucho la lectura. Prefería la compañía de mis amigos en la calle hasta altas horas de la noche, antes que encerrarme entre hojas de papel escrito.
El mejor cliente de la biblioteca, dirigida por mi madre, era el señor Montinelli. A pesar de lo mucho que presumía de ser italiano, lo único que tenia de tal nacionalidad era el apellido. A mí no me gustaba mucho el señor Montinelli. En numerosas ocasiones, aprovechando que mi padre falleció hace tiempo, le tiraba los tejos a mi madre. Se hacia la despistada de una manera escandalosa.
A la derecha de mi casa se ubicaba la tienda del señor Rodríguez. Siempre nos contaba historias de sus hazañas en el frente. La mayoría inventadas seguro. Pero nos daba igual, ya que Rodríguez era un gran narrador. Nuestra preferida era aquella en la que salvaba a tres compañeros de su regimiento en medio de un contraataque de los alemanes. Allí fue donde perdió su pierna izquierda, pero le dieron una medalla. Siempre decía que hubiese preferido conservar la pierna.
Todo pasó muy rápido. La noticia se extendió por todas partes como reguero de pólvora. La víctima, por los visto, era trabajador de un importante banco de la ciudad. O eso decían sus papeles y el señor Martínez. Este fue el fin de la monotonía. Llegaba la histeria, el miedo y la incertidumbre.
CARLOS SERRANO