El futuro empezó cuando, en un otoño gris del año 57, el mundo pudo escuchar boquiabierto los primeros bip, bip, bip de un ingenio artificial puesto en órbita alrededor del planeta. Era la primera vez que un artefacto construido por el ser humano conseguía elevarse por encima de la estratosfera y dar varias vueltas al globo terráqueo.
Aquel cacharro era el Sputnik 1, un rudimentario satélite esférico, de poco más de 80 kilos de peso, que concedió a los soviéticos la primacía de la carrera espacial. Una carrera que se desarrollaría a ritmo de endiablada competición entre rusos y norteamericanos. Eran tiempos de guerra fría y el solar europeo estaba reconstruyendo las ruinas de la Segunda Guerra Mundial.
Yo entonces era un mocoso de pantalones cortos que empezaba a fascinarse por la astronomía y los dinosaurios, es decir, por todo lo que pareciera increíble; una tendencia que continuaría afectando a mi conducta. Por eso, no fue de extrañar que el vuelo del Sputnik me dejara tan impresionado, años después, como a los que recibieron la noticia a través de la radio. El futuro había hecho su aparición sobre nuestras cabezas y los viajes siderales, que la ciencia ficción había predecido, empezaron a dejarnos con la boca abierta de asombro.
No tardó nada que un hombre surcara el espacio y nuevamente serían los rusos los que protagonizaran la hazaña. Yuri Gagarin, a bordo de la Vostok 3AK, se convertiría en abril de 1961 en el primer astronauta de la Historia, dando una vuelta a la Tierra en menos de dos horas y… sobrevivir para contarlo. Y lo que contó, aparte de la leyenda de no encontrar a Dios, fue que “salvemos esta belleza, no la destruyamos”, dirigida a los pobladores del mundo que pudo contemplar en su suspendida totalidad.
Ese mundo era un lugar enorme que estaba dividido en dos bandos que luchaban por imponer sus intereses al resto de países. En esa pugna, el espacio pasó a ser la nueva cancha de competición para las superpotencias en su afán por conquistarlo y controlarlo. Ambos adversarios disponían de la bomba atómica y los spuniks significaban la capacidad de disponer misiles balísticos dotados de tan mortífera arma.
El reto ruso fue asumido por los norteamericanos sin el romanticismo con que aquel chaval crédulo contemplaba los éxitos que jalonaban esta aventura. Los lanzamientos de los Explorer, las cápsulas Mercury y los programas de la NASA, con Werner von Braun a la cabeza, fueron materia de un seguimiento fascinado que llevaron al niño a trasnochar frente al televisor para contemplar, en una madrugada de blanco y negro, el paseo lunar de Neil Armstrong, retransmitido por Jesús Hermida en Televisión Española, la única que existía.
El futuro, sin darnos cuenta, había llegado, pero se había convertido en cosa del pasado. Un futuro tan efímero que acaba exhibiéndose en los museos, como la nave con la que los rusos ensayaron aquellos vuelos prehistóricos.
Hoy, las hazañas espaciales apenas despiertan ningún interés en un mundo que se ha empequeñecido sin perder esa belleza azul que contrasta con la negrura del Universo. Pero de aquel romanticismo con que contemplábamos los vuelos orbitales hemos pasado a la indiferencia con la que asistimos a la subasta de la nave Sputnik 10 en Nueva York: todo un símbolo de que el futuro era sólo mercado.
Aquel cacharro era el Sputnik 1, un rudimentario satélite esférico, de poco más de 80 kilos de peso, que concedió a los soviéticos la primacía de la carrera espacial. Una carrera que se desarrollaría a ritmo de endiablada competición entre rusos y norteamericanos. Eran tiempos de guerra fría y el solar europeo estaba reconstruyendo las ruinas de la Segunda Guerra Mundial.
Yo entonces era un mocoso de pantalones cortos que empezaba a fascinarse por la astronomía y los dinosaurios, es decir, por todo lo que pareciera increíble; una tendencia que continuaría afectando a mi conducta. Por eso, no fue de extrañar que el vuelo del Sputnik me dejara tan impresionado, años después, como a los que recibieron la noticia a través de la radio. El futuro había hecho su aparición sobre nuestras cabezas y los viajes siderales, que la ciencia ficción había predecido, empezaron a dejarnos con la boca abierta de asombro.
No tardó nada que un hombre surcara el espacio y nuevamente serían los rusos los que protagonizaran la hazaña. Yuri Gagarin, a bordo de la Vostok 3AK, se convertiría en abril de 1961 en el primer astronauta de la Historia, dando una vuelta a la Tierra en menos de dos horas y… sobrevivir para contarlo. Y lo que contó, aparte de la leyenda de no encontrar a Dios, fue que “salvemos esta belleza, no la destruyamos”, dirigida a los pobladores del mundo que pudo contemplar en su suspendida totalidad.
Ese mundo era un lugar enorme que estaba dividido en dos bandos que luchaban por imponer sus intereses al resto de países. En esa pugna, el espacio pasó a ser la nueva cancha de competición para las superpotencias en su afán por conquistarlo y controlarlo. Ambos adversarios disponían de la bomba atómica y los spuniks significaban la capacidad de disponer misiles balísticos dotados de tan mortífera arma.
El reto ruso fue asumido por los norteamericanos sin el romanticismo con que aquel chaval crédulo contemplaba los éxitos que jalonaban esta aventura. Los lanzamientos de los Explorer, las cápsulas Mercury y los programas de la NASA, con Werner von Braun a la cabeza, fueron materia de un seguimiento fascinado que llevaron al niño a trasnochar frente al televisor para contemplar, en una madrugada de blanco y negro, el paseo lunar de Neil Armstrong, retransmitido por Jesús Hermida en Televisión Española, la única que existía.
El futuro, sin darnos cuenta, había llegado, pero se había convertido en cosa del pasado. Un futuro tan efímero que acaba exhibiéndose en los museos, como la nave con la que los rusos ensayaron aquellos vuelos prehistóricos.
Hoy, las hazañas espaciales apenas despiertan ningún interés en un mundo que se ha empequeñecido sin perder esa belleza azul que contrasta con la negrura del Universo. Pero de aquel romanticismo con que contemplábamos los vuelos orbitales hemos pasado a la indiferencia con la que asistimos a la subasta de la nave Sputnik 10 en Nueva York: todo un símbolo de que el futuro era sólo mercado.
DANIEL GUERRERO