Les mentiría si les digo que el 28 de febrero representa para mí un hito sociopolítico a reseñar. Es verdad que durante unos años de mi vida me ha correspondido participar de los actos institucionales que con motivo del Día de Andalucía se celebran, pero he de reconocer que mi participación lo era en razón al cargo y no porque me identificase con un sentimiento patrio que nunca he tenido, posiblemente porque mis señas de identidad se han situado siempre más cercanas a España como nación que a un nacionalismo andaluz que, por otra parte, al margen del movimiento promovido por Blas Infante, carece de sólidas bases sobre las que asentarse.
Y es que la España de las Autonomías representa un modelo de organización territorial y administrativa a remolque de dos Comunidades Autónomas fundamentalmente, como son Cataluña y el País Vasco. Sus singularidades -la lengua y su posición económica de privilegio dentro del Estado espeñol, principalmente-, determinaron que el reconocimiento de un status especial para ellas en nuestra Constitución arrastrase al resto de Comunidades, de forma que todas ellas se incluyesen, como históricas o no históricas, en un reparto de competencias que en muchos casos está provocando serios quebraderos de cabeza a todo el país.
Porque, ciertamente, si con la creación de 17 gobiernos autonómicos y dos ciudades autónomas se perfilaba en lo político un mapa de una cierta equidad en la autonomía de gestión, no lo es menos que dicha autonomía he generado un cierto nivel de asimetría que marca significativas diferencias en cuanto a los derechos y obligaciones de los ciudadanos en cada una de ellas, a veces en función de la calidad de las políticas que en las mismas aplican los diferentes partidos.
Unido a ello, se ha producido un sobredimensionamiento de la Administración con solapamiento incluso de funciones, sin que con ello se haya mejorado la eficiencia en muchos sectores de la gestión pública, con un coste económico muy elevado.
Se vienen solicitando desde los distintos gobiernos autonómicos nuevos modelos de financiación que cubran el déficit creciente de las Comunidades, sin que, sin embargo, se observe un compromiso claro en la participación a la hora de generar ingresos ya sea por via impositiva o, simplemente, por la generación de riqueza.
De igual forma, son cada vez más crecientes las demandas de incrementos en los niveles de autonomía que llegan, como es el caso del País Vasco y Cataluña, a plantearse la autodeterminación en cuanto a su permanencia o no dentro del Estado español.
Todo ello creo que debiera invitarnos, en días como el de ayer, de exaltación del espíritu autonómico, a realizar un ejercicio crítico sobre nuestro Estado de las Autonomías, de forma que exijamos de quienes tienen la capacidad legal para gestionar su desarrollo una seria revisión del mismo, en la que por encima de intereses electoralistas primen los de la población en general, redefiniendo el marco competencial de forma que el Estado recupere el control sobre aquellas materias que puedan ser de interés general o bien su gestión centralizada garantice una mejor simetria y optimización de recursos económicos.
De otra forma, podremos seguir celebrando como festivo este día sin que, al margen de proporcionar horas de asueto, nos ofrezca otras razones para la conmemoración.
Y es que la España de las Autonomías representa un modelo de organización territorial y administrativa a remolque de dos Comunidades Autónomas fundamentalmente, como son Cataluña y el País Vasco. Sus singularidades -la lengua y su posición económica de privilegio dentro del Estado espeñol, principalmente-, determinaron que el reconocimiento de un status especial para ellas en nuestra Constitución arrastrase al resto de Comunidades, de forma que todas ellas se incluyesen, como históricas o no históricas, en un reparto de competencias que en muchos casos está provocando serios quebraderos de cabeza a todo el país.
Porque, ciertamente, si con la creación de 17 gobiernos autonómicos y dos ciudades autónomas se perfilaba en lo político un mapa de una cierta equidad en la autonomía de gestión, no lo es menos que dicha autonomía he generado un cierto nivel de asimetría que marca significativas diferencias en cuanto a los derechos y obligaciones de los ciudadanos en cada una de ellas, a veces en función de la calidad de las políticas que en las mismas aplican los diferentes partidos.
Unido a ello, se ha producido un sobredimensionamiento de la Administración con solapamiento incluso de funciones, sin que con ello se haya mejorado la eficiencia en muchos sectores de la gestión pública, con un coste económico muy elevado.
Se vienen solicitando desde los distintos gobiernos autonómicos nuevos modelos de financiación que cubran el déficit creciente de las Comunidades, sin que, sin embargo, se observe un compromiso claro en la participación a la hora de generar ingresos ya sea por via impositiva o, simplemente, por la generación de riqueza.
De igual forma, son cada vez más crecientes las demandas de incrementos en los niveles de autonomía que llegan, como es el caso del País Vasco y Cataluña, a plantearse la autodeterminación en cuanto a su permanencia o no dentro del Estado español.
Todo ello creo que debiera invitarnos, en días como el de ayer, de exaltación del espíritu autonómico, a realizar un ejercicio crítico sobre nuestro Estado de las Autonomías, de forma que exijamos de quienes tienen la capacidad legal para gestionar su desarrollo una seria revisión del mismo, en la que por encima de intereses electoralistas primen los de la población en general, redefiniendo el marco competencial de forma que el Estado recupere el control sobre aquellas materias que puedan ser de interés general o bien su gestión centralizada garantice una mejor simetria y optimización de recursos económicos.
De otra forma, podremos seguir celebrando como festivo este día sin que, al margen de proporcionar horas de asueto, nos ofrezca otras razones para la conmemoración.
ENRIQUE BELLIDO