Hubo un tiempo, no hace mucho, en que con estúpida suficiencia de urbanita nos dio por menospreciar todo lo vinculado al campo. Abundaban como plaga los chascarrillos displicentes para ridiculizar a quienes (patanes, lerdos, catetos, brutos se les decía) vivían y trabajaban allí. Con presuntuosa y vana superioridad, en plan patán gracioso, intentaban mofarse de los serreños, dicho así, con énfasis despectivo. “Que eres más basto que un arao palo”, prorrumpía el pretendido guasón, por ejemplo.
Pero la burla, con el tiempo, se les volvió en contra, porque a la larga, este tipo de invectivas jocosas de corto alcance, lo único que escondía eran patéticos casos de esencial ignorancia. El raquitismo, el nulo coeficiente mental de los chistosos de turno.
Por fortuna, rebasada aquella cretina tendencia del desprecio a los de la Sierra, las cosas del campo parecen recobrar allí su verdadero valor. Viene esto a cuento para ensalzar el esfuerzo que se está haciendo por mantener y conservar los lagares. Sin duda una de las mejores expresiones que conozco de arquitectura popular al servicio de la agricultura.
Los lagares son un tipo de construcción, con sus propias peculiaridades en el caso de los existentes en nuestra Sierra, que fueron concebidos para, en un mismo edificio o conjunto de ellos, reunir vivienda para los caseros y dependencias para el trabajo. Blancos por fuera, encierran, dentro, su mejor secreto: incomparables vinos y exquisitos aceites.
Pero, cuidado, porque no están a salvo plenamente. Del casi un centenar de hace unos años, repartidos entre lomas y caminos que culebrean, apenas queda un puñado de ellos. Para sus propietarios significan el sustento y, especialmente, la conexión emocional con sus familias, con sus antepasados, de los que son mucho más que meros depositarios.
Hay algo romántico en ellos. Se sienten como caballeros andantes que, haciendo frente a muchas dificultades pero sin rendirse, han modernizado y adaptado a los tiempos que corren sus negocios. Humanizan el paisaje y sirven de atractivo turístico. Para quien los visita por primera vez son un deslumbrante descubrimiento. Para los que estamos acostumbrados a ellos, también. La arcadia que tenemos más a mano.
Pero la burla, con el tiempo, se les volvió en contra, porque a la larga, este tipo de invectivas jocosas de corto alcance, lo único que escondía eran patéticos casos de esencial ignorancia. El raquitismo, el nulo coeficiente mental de los chistosos de turno.
Por fortuna, rebasada aquella cretina tendencia del desprecio a los de la Sierra, las cosas del campo parecen recobrar allí su verdadero valor. Viene esto a cuento para ensalzar el esfuerzo que se está haciendo por mantener y conservar los lagares. Sin duda una de las mejores expresiones que conozco de arquitectura popular al servicio de la agricultura.
Los lagares son un tipo de construcción, con sus propias peculiaridades en el caso de los existentes en nuestra Sierra, que fueron concebidos para, en un mismo edificio o conjunto de ellos, reunir vivienda para los caseros y dependencias para el trabajo. Blancos por fuera, encierran, dentro, su mejor secreto: incomparables vinos y exquisitos aceites.
Pero, cuidado, porque no están a salvo plenamente. Del casi un centenar de hace unos años, repartidos entre lomas y caminos que culebrean, apenas queda un puñado de ellos. Para sus propietarios significan el sustento y, especialmente, la conexión emocional con sus familias, con sus antepasados, de los que son mucho más que meros depositarios.
Hay algo romántico en ellos. Se sienten como caballeros andantes que, haciendo frente a muchas dificultades pero sin rendirse, han modernizado y adaptado a los tiempos que corren sus negocios. Humanizan el paisaje y sirven de atractivo turístico. Para quien los visita por primera vez son un deslumbrante descubrimiento. Para los que estamos acostumbrados a ellos, también. La arcadia que tenemos más a mano.
MANUEL BELLIDO MORA